Domingo, Santísima Trinidad

7 de junio de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso (Éx 34, 4b-6. 8-9)
  • ¡A ti gloria y alabanza por los siglos! (Salmo: Dan 3, 52-56)
  • La gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo (2 Cor 13, 11-13)
  • Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por él (Jn 3, 16-18)
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“La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo, esté siempre con vosotros”. Estas palabras enuncian el misterio de la Santísima Trinidad: el Padre que envió al Hijo, que nos salvó con su gracia, gracia que está en nosotros por el don del Espíritu Santo. San Juan Crisóstomo comenta: “Lo referente a la Trinidad es indivisible, y allí donde está la comunión del Espíritu, se halla también la del Hijo; y allí donde está la gracia del Hijo, también se halla la del Padre y la del Espíritu Santo”. 

La gracia es el perdón que en Cristo se nos ha dado. El amor de Dios se ha manifestado en la entrega que el Padre ha hecho de su Hijo único, muy amado, para nuestra salvación según lo que afirma Pablo en la Carta a los Romanos: “En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (5,7-8). La comunión del Espíritu Santo es la unión a las tres divina Personas y la unión entre nosotros que crea en nosotros el Espíritu Santo.

“Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros”. El misterio de la Santísima Trinidad nos revela que Dios es un Dios de amor y de paz. De amor porque Él es la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: un circuito de donación recíproca en el que cada uno de ellos se dedica a “afirmar” a los otros dos. Y el amor es precisamente eso: amar es “afirmar a otro”. De paz: “océano de paz” llamaba a Dios santa Catalina de Siena. Dios es un “océano de paz” porque en Él, en su seno, nadie reivindica nada para sí, sino que la gloria de cada uno consiste en que la gloria de las otras dos divinas Personas sea manifestada, y así no hay, ni puede haber, ninguna “guerra”. 

El enigma para el hombre es saber cómo es Dios, quién es Dios. En la intimidad de la oración, del encuentro con el Señor, Moisés, en la primera lectura de hoy, se atrevió a pronunciar el Nombre del Señor, a decir en voz alta el Nombre recibido en la experiencia de la zarza ardiente. Y el propio Señor se dignó hacer la exégesis de Su Nombre: “El Señor pasó ante él proclamando: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. El Señor explica su manera de ser subrayando su compasión, su clemencia, su misericordia y su lealtad, es decir, su fidelidad y constancia en ser misericordioso y compasivo, una misericordia y una compasión que le hacen ser “lento a la cólera”. Y por esa misericordia tan grande Dios acepta caminar con ese pueblo (Israel), hacerlo su “heredad”, a pesar de que es un pueblo de “dura cerviz”. Y esto mismo hace el Señor con la Iglesia y con cada uno de nosotros. Tiene razón santa Teresita cuando afirma que “Dios es sólo amor y misericordia”.

El evangelio de hoy insiste en que Dios es un Dios de amor y de paz: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. La “guerra” de Dios, que Cristo libró en la Cruz, no es para condenar sino para salvar.
El desafío es creer que Dios es así y vivir en consecuencia. La segunda lectura de hoy nos ha recordado algunas actitudes propias de quien cree que Dios es un “Dios de amor y de paz”:

- Alegraos: la alegría es algo típicamente cristiano. Es como una “ingravidez” del alma, como si la vida “no pesara”, porque hay uno -Dios en Cristo, el Señor- que “lleva nuestras cargas” (Sal 68,20). Y por eso caminamos ligeros de equipaje, sin peso. Santa Margarita María decía que le pidiéramos al Corazón de Jesús que Él reparara nuestras faltas, porque Él -que es Amor- quiere hacerlo. Esa confianza es la que nos permite estar alegres.

- Trabajad por vuestra perfección: caminad hacia vuestro destino, hacia vuestra meta. Porque tenéis un destino, una meta a la que llegar. Habéis sido creados para estar con Dios, para vivir en Él, para existir en el seno de la Santísima Trinidad. “Trabajad por vuestra perfección” significa elegir lo que me acerca a mi destino, aunque eso no sea lo que, de manera más inmediata, me atrae.

- Saludaos mutuamente con el beso santo: reconoced en el otro, en el hermano, alguien que ha sido querido por Dios y puesto en vuestra vida por Él. Aceptad el misterio que es el otro y su presencia en vuestra vida, y adorad y alabad a Dios por él (aunque no lo “entendáis”). San Juan Crisóstomo comenta: “¿Qué es un beso santo? Uno que no es fingido ni pérfido, como el de Judas al besar a Cristo (…) uno que sea para que nos amemos como hermanos a hermanos, como hijos a padres, como padres a hijos y mucho más (…) porque somos templo de Cristo. Pues bien, cuando nos besamos mutuamente, estamos besando el vestíbulo del templo y su entrada”. Que el Señor nos conceda vivir así.