Los sacerdotes jóvenes en la ciudad


Vivieron varias semanas de felicidad (no era, no podía ser la felicidad exacerbada, febril, de los jóvenes, para ellos ya no se trataba de explotarse la cabeza ni de despedazarse gravemente durante un fin de semana; era ya -pero todavía estaban en edad de divertirse- la preparación para esa felicidad epicúrea, apacible, refinada sin esnobismo, que la sociedad occidental propone a los representantes de sus clases medias-altas). Se habituaron al tono teatral que adoptan los camareros de los establecimientos de varias estrellas para anunciar la composición de los aperitivos y otros “abrebocas”; también a la forma elástica y declamatoria con que exclamaban a cada cambio de plato, “¡Buena continuación, señoras y caballeros!” y que a Jed le recordaba aquel “¡Buena celebración!” que les había lanzado un cura joven, rechoncho y probablemente socialista, cuando ellos entraban, Geneviève y él, obedeciendo a un impulso irrazonado, en la Iglesia de Notre-Dame-des-Champs en el momento en que se celebraba la misa dominical de la mañana, justo después de haber hecho el amor en el estudio del boulevard Montparnasse donde ella vivía entonces. Posteriormente había pensado varias veces en aquel sacerdote que físicamente se parecía un poco a François Hollande, pero al contrario que el dirigente político, se había hecho eunuco por Dios. Muchos años más tarde, después de haber comenzado la “serie de oficios sencillos”, Jed había proyectado en varias ocasiones hacer un retrato de uno de aquellos hombres castos y abnegados que, cada vez menos numerosos, atravesaban las metrópolis para aportarles el consuelo de su fe. Pero había fracasado, ni siquiera había conseguido capturar el tema. Herederos de una milenaria tradición espiritual que ya nadie comprendía realmente, en otro tiempo situados en primera fila de la sociedad, los curas se veían actualmente reducidos , al término de estudios espantosamente largos y difíciles que abarcaban el dominio del latín, del derecho canónico, de la teología racional y de otras materias casi incomprensibles, a subsistir en miserables condiciones materiales, a pasar de un grupo de lectura del Evangelio a un taller de alfabetización, a decir misa cada mañana para unos feligreses escasos y avejentados, todo goce sensual les estaba vetado, y hasta los placeres elementales de la vida familiar, obligados sin embargo por la función que desempeñan a manifestar día tras día un optimismo forzoso. Los historiadores del arte observarían que casi todos los cuadros de Jed Martin representan a hombres o mujeres ejerciendo su profesión con un espíritu de buena voluntad, pero lo que se expresaba en ellos era una buena voluntad razonable, en donde la sumisión a los imperativos profesionales te garantiza a cambio, en proporciones variables, una mezcla de satisfacciones económicas y de gratificaciones del amor propio. Humildes y sin dinero, despreciados por todos, sometidos a todos los ajetreos de la vida urbana sin tener acceso a ninguno de sus placeres, los jóvenes sacerdotes urbanos constituían un tema desconcertante e inaccesible para quienes no compartían su fe.




Autor: Michel HOUELLEBECQ
Título: El mapa y el territorio
Editorial: Anagrama, Barcelona, 2011, (pp. 87-88)