Meditación sobre el tiempo ordinario


El Tiempo Ordinario

El tiempo ordinario comienza el lunes que sigue al domingo posterior al 6 de enero y se extiende hasta el martes antes de Cuaresma inclusive; de nuevo comienza el lunes después del domingo de Pentecostés y termina antes de las primeras vísperas del domingo primero de Adviento. El tiempo ordinario abarca más o menos dos tercios de los días del año civil, unas 33 o 34 semanas.

El leccionario ferial del tiempo ordinario está dividido en dos años (I y II), con distintas lecturas aunque con idéntico evangelio para los dos ciclos. Para evitar que en un año se lea únicamente el AT o el NT se alternan, en ambos años lecturas de los dos testamentos, con la idea de que en el círculo de los dos años se lean los textos más importantes de la historia de la salvación.

Quedarse tan sólo con los “tiempos fuertes” significaría olvidar que el año litúrgico consiste en la celebración, con sagrado recuerdo en el curso de un año, del entero misterio de Cristo y de la obra de la salvación.

En realidad el “contenido propio” del tiempo ordinario es la vida histórica de Cristo, que se va recordando y celebrando como cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (éste es el sentido de la primera lectura, que corresponde siempre con el evangelio) y que se proyecta después en una vida nueva, la del Resucitado, que acontece en la Iglesia (y ese es el sentido de la segunda lectura, que muestra algún aspecto de la experiencia eclesial apostólica).

La pascua cotidiana de la Eucaristía

En el centro de la experiencia cotidiana está la celebración de la Eucaristía que es siempre celebración, memorial, presencia y comunión del misterio de Cristo Crucificado y Resucitado. Decía ya san Juan Crisóstomo: "Pascua no consiste en el ayuno, sino en la oblación y en el sacrificio que se realiza en cada celebración (…) Cada vez que con conciencia pura te acercas a la Eucaristía, celebras la Pascua, porque Pascua es anunciar la muerte del Señor" (PG 48,867). Y san Agustín habla ya de la "celebración cotidiana de la Pascua" en la Eucaristía.

Es siempre el misterio de Pascua el que se hace presente en cada jornada del tiempo ordinario, con la Eucaristía que es la Pascua cotidiana y consagra así cada fragmento del tiempo de la Iglesia como liturgia de alabanza y presencia salvadora de Cristo en medio de la historia humana, a través de su Iglesia.

Así el misterio de la Pascua cotidiana se conjuga con la riqueza y la variedad de la oración y de la palabra, con la sinfonía de aspectos del misterio de Cristo que se proclaman y que se oran en la Iglesia y que son como el comentario que jamás se agota del misterio insondable de Cristo. Con lo que el tiempo ordinario se convierte en el tiempo fuerte de la perseverancia en el que se profundiza y asimila el misterio pascual de Jesucristo. 

Para los cristianos el día tiene un sentido cristológico que se une a la dimensión cósmica de cada momento de la jornada. Esto se expresa muy bien en la liturgia de las horas, donde hay, junto a la dimensión cósmica, una memoria salvífica referida a lo que aconteció en un momento semejante: la mañana (laudes) trae la memoria de la resurrección; la hora de tercia recuerda la venida del Espíritu Santo; la hora de sexta puede recordar la Ascensión; la de nona, la crucifixión y muerte del Señor; la de vísperas, el sacrificio vespertino de la cruz y de la cena; o también, la tarde del día de Pascua con la oración confiada de los discípulos de Emaús: "Quédate con nosotros porque atardece y el día ya declina" (Lc 24,29); la noche nos hace entrar en la espera escatológica del Señor. De este modo la jornada cotidiana del cristiano queda marcada por la memoria de Cristo.

“EN TODAS LAS COSAS HACED EUCARISTÍA” (1Ts 5, 18)

Aprender a vivir el misterio de unidad que es la Iglesia


San Agustín se niega a separar el cuerpo sacramental que está en la mesa eucarística del cuerpo eclesial de Cristo (cabeza y miembros). El pan eucarístico es el cuerpo de Cristo. Puesto que por el bautismo los cristianos son miembros del cuerpo de Cristo, son verdaderamente este pan. Reciben lo que son. El sacramentum lleva consigo, al llevar el cuerpo y la sangre de Cristo in misterio, la gracia objetiva de la comunión, es decir de la unidad. Es el don, no ya de un Cristo aislado de la Iglesia, sino de la cabeza unida a su cuerpo. Y ese cuerpo de Cristo está hecho, inseparablemente, del cuerpo personal del Señor resucitado y de los miembros que son los cristianos conjuntados por el Espíritu en una comunión viva. ¿Qué sería de una cabeza sin miembros? ¿qué sería un cuerpo que solo fuera cabeza? ¿qué sería un cuerpo en el que la cabeza y los miembros estuvieran separados y unidos sólo por un simple vínculo moral o psicológico?

Así pues, en la eucaristía no hay dos cuerpos de Cristo, el cuerpo “personal” y el cuerpo eclesial. Hay una coincidencia y una unión sacramental de los dos en un solo cuerpo, en donde el primero abraza al segundo impregnándolo de su propia vida por el don de su Espíritu y el segundo se deja captar por el primero para convertirse, en él, en sacrificio vivo para gloria del Padre.

“Somos miembros los unos de los otros” (Rm 12,5). Porque en Cristo “formamos un solo cuerpo” (1Co12, 12). No somos únicamente semejantes, sino que somos un solo ser. Parecemos islas en medio de un océano de soledad, pero en realidad somos un solo ser, una sola vida. Desde el inicio del mundo hasta su fin, a través de todos los tiempos y de todos los espacios, sólo hay un único Adán que ha sido roto y que nosotros rompemos continuamente cada vez que masacramos el amor. “Que sean uno como nosotros somos uno” dice Jesús a su Padre al que hace también Padre nuestro (Jn 17,22): el misterio de la Trinidad se erige, a través de la eucaristía, en misterio de la existencia humana.

El resultado de la encarnación es precisamente éste: un “solo hombre”, constituido por la inclusión (por la comunión) de todos los fieles en Cristo mediante la caridad: “La cabeza y los miembros son un solo Cristo; la cabeza estaba en el cielo y decía: ‘¿Por qué me persigues?’”, afirma san Agustín.

“Así como este pan que partimos, en otro tiempo diseminado por las colinas, ha sido reunido para no ser más que uno, que tu iglesia se reúna de la misma manera en tu Reino”. En esta antigua plegaria de la Didajé (9, 4), ya se ve muy claramente que la Iglesia relacionó muy pronto la eucaristía con la unidad.

La Iglesia no es la suma de los bautizados, sino su vida común, es decir, su comunión en el Espíritu indivisible de Cristo, su vida in communione, que se sumerge en Dios. La eucaristía es el sacramentum de esta vida.

Esta unidad de los cristianos no tiene nada que ver con una simple unión psicológica, con una unanimidad puramente exterior, con una concordia basada en los sentimientos puramente humanos. Hilario de Poitiers (+ 367) lo dirá muy bien en su de Trinitate: esta unidad tiene su fundamento en Dios. Es fruto del bautismo, que la eucaristía lleva a su consumación.

Aprender a vivir la catolicidad de la Iglesia

Los fieles no son ya más que un solo cuerpo de Cristo y un solo cuerpo en Cristo, en una unidad concreta que no tiene nada de sociológico –puesto que viene de su impregnación por el Espíritu de Dios-, pero que asume sin embargo la densidad y la variedad de lo humano. Allí está la Iglesia de Dios, en toda su profundidad.

El cuerpo eclesial de Cristo, por consiguiente, no consiste en una suma de miembros, en un todo cuantitativo. Porque ser miembro de ese Cuerpo no significa en primer lugar ser un número más junto con los otros. Es fundamentalmente dejarse integrar por el Espíritu del Señor en la comunión en la que todo lo humano –con sus diferencias, su diversidad, sus gozos y sus penas- se convierte en una unidad sólida con Cristo Jesús en la caridad de la cruz y la resurrección. El cuerpo de Cristo es cuerpo de comunión.

La catolicidad de la Iglesia de Dios, por consiguiente, no se limita a una reunión de la totalidad de las personas tomadas individualmente. La Iglesia es también la comunión entre sí de todas las comunidades humanas reconciliadas “en Cristo” con sus riquezas y sus pobrezas, sus historias y sus proyectos. En una palabra, es la humanidad nueva, en donde la inmensa variedad de la obra creadora y el enriquecimiento que le proporciona el genio humano se insertan en el amplio misterio de la caridad (ágape), que tiene su fuente en el corazón de Dios. La catolicidad de la Iglesia tiene toda esta amplitud. Reúne en la comunión del Espíritu a la Iglesia que está en Hipona, en Alejandría, en Cartago, en Constantinopla, en Lyon, en Milán, en Antioquia, en Roma, en todos los lugares. Es eucaristía. Porque la carne de la católica es la del cuerpo dado, celebrado y reunido en la mesa del Señor.

Tomando su fuente en la comunión eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu, la iglesia de Dios es la comunión que resulta de lo que Agustín percibe como el “paso” a todos los creyentes de la vida del Señor resucitado y el “paso” (la pascua) de todos los creyentes a la vida única e indivisible del Señor resucitado. Porque no hay que separar los dos movimientos, el que va de Cristo a los fieles y el que va de los fieles a Cristo: se trata de las dos caras inseparables de la obra del Espíritu.

ACTITUDES ÉTICAS PARA “HACER EUCARISTÍA”

Aprender a mirarnos y acogernos en la luz de Dios

Hemos de convertir nuestras iglesias en auténticas comunidades, en invitaciones a la amistad, en lugares donde nos acogemos unos a otros mutuamente en la belleza y en el respeto, porque es Dios quien nos acoge a cada uno de nosotros y se nos da en la eucaristía, integrándonos en su cuerpo vivificador, más allá de toda sociología.

Pues no somos nosotros quienes elegimos a nuestros hermanos sino que ellos nos son entregados, nos son regalados por Cristo que es quien los ha elegido y llamado a cada uno de ellos, como nos ha elegido y llamado a cada uno de nosotros. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15, 16). No fue Pedro quien eligió a Juan, Andrés, Santiago y los demás, sino Cristo quien los eligió y llamó uno a uno. La iglesia, como se ve en la eucaristía dominical, no es un club de amigos: no es la afinidad psicológica o sociológica o económica o cultural o lingüística, la que hace que nos reunamos, sino el hecho de que Dios nos ha elegido y nos ha llamado.

Cuando yo amo a alguien, su rostro deja de ser para mí únicamente un conjunto de rasgos y empieza a ser una abertura sobre aquello que desconozco, el misterio del ser personal del otro. Entonces la mirada deja de defenderse o de provocar para convertirse en el océano interior de una confianza, en la donación de una presencia. Conviene recordar la fórmula absolutamente admirable de san Macario el Grande (s. IV): “En el hombre que se santifica, todo el cuerpo se convierte en rostro y todo el rostro se convierte en mirada”. En el conocimiento cristiano, es decir, en el conocimiento que Cristo nos da de otra persona, tiene que haber, en un momento dado, lo que yo llamaría una discontinuidad: es el momento de la revelación, en el que Dios interviene para hacerme presentir al otro como un secreto que se abre sin dejar de ser secreto.

Vivir la unidad cuidando de los pobres

“Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hch 2, 43). Este compartir los bienes de los creyentes es expresión del compartir más profundo del Evangelio y todos los bienes espirituales recibidos de Dios por medio de Jesucristo. Los Padres de la Iglesia han entendido siempre que hay una profunda relación entre el cuerpo de Cristo compartido en la eucaristía y la atención amorosa a los necesitados. 

Escuchemos a san Juan Crisóstomo: “¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: Tuve hambre y no me disteis de comer (…) ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo (…) Con esto que estoy diciendo, no pretendo prohibir el uso de tales adornos sino que os exhorto a que sintáis mayor preocupación por el hermano necesitado que por el adorno del templo”.

La eucaristía es inseparable de lo que Dios ama por encima de todo: un pueblo que se enfrenta a la miseria humana, un pueblo en permanente ejercicio del sacrificio de la ayuda mutua y la beneficencia, vuelto siempre hacia “los otros”, sobre todo hacia los abandonados que son los preferidos de Dios. Un pueblo que se toma en serio las palabras del Señor: “Dadles vosotros de comer” (Mc 6, 37).

Vivir la catolicidad: no ser excluyentes sino acogedores

El cristianismo no tiene como finalidad el engendrar una “cultura católica” que fuera excluyente de todo lo demás, sino más bien el generar en nosotros una actitud de acogida hacia todo lo bueno que se encuentra diseminado por todas las culturas y sociedades del mundo entero, siguiendo la palabra del Apóstol: “Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o valor, tenedlo en aprecio” (Flp 4, 8). De modo que la fe cristiana tiene que engendrar en nosotros un talante “acogedor”, “hospitalario”: no somos fundamentalistas, nuestra fe no está ligada a ninguna cultura concreta y, en consecuencia podemos y debemos reconocer la presencia del Espíritu Santo en cualquier creación cultural, venga de donde venga y la haga quien la haga, recordando lo que decían los medievales: “La verdad, la diga quien la diga, la dice siempre el Espíritu Santo”. Esto no conduce a ningún tipo de sincretismo ya que supone siempre un discernimiento previo. 

Aprender a ser miembro, a ser don

Para el cristiano, el sujeto de la existencia no es un “yo” encerrado en sí mismo. El “yo” ha pasado a Cristo, que reúne a la Iglesia por medio de su sacrificio. “Dios quiso que no hubiera divisiones en el cuerpo, porque todos los miembros por igual se preocupan unos de otros. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos le felicitan” (1Co 12, 24b-26).

Se puede caracterizar con exactitud esta “gracia de miembro” como una gracia de superación del peso del pecado en cada uno de los creyentes, es decir, de ruptura con el enclaustramiento en la “existencia autónoma”, en el individualismo egoísta, en la “supervivencia individual”, en la vida sólo para sí. El cristiano es por esencia un ser-con, no un individuo sino una persona-en-comunión. La eucaristía salva a la persona arrancándola de la corrupción fundamental que es la ruptura de la relación tanto con Dios como con los demás en la cerrazón asfixiante sobre uno mismo y arraigándola en la koinonía (comunión) del cuerpo de Cristo: la koinonía es comunión en una forma nueva de existencia, definida por el sacrificio pascual del Señor, forma que requiere un “desasimiento” de sí mismo para entrar en el abrazo mutuo de la multitud en el cuerpo único del Señor.

El pan eucarístico es el que hace que Pedro o María puedan vivir ante Dios, no ya como los individuos Pedro o María, sino como Pedro miembro del cuerpo de Cristo y como María miembro del cuerpo de Cristo, impregnados de una vida que los supera y que no es simplemente “para ellos”: la eucaristía es sacramento del don, que hace del mismo creyente un don.

“Os pido, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que os ofrezcáis vosotros mismos (ta sómata) como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Éste ha de ser vuestro auténtico culto (latreia)” (Rm 12, 1). En estas dos líneas, salpicadas de términos litúrgicos, Pablo hace de la vida concreta (la que se despliega en los sómata) el objeto del sacrificio que agrada a Dios: la misericordia de Dios exige nuestra vida, sin que nosotros retengamos lo más mínimo de ella, sino poniéndola a disposición de Dios sin quedarnos con nada.

Este sacrificio no tiene que confundirse con un acto ritual, realizado en un tiempo sagrado, en un lugar sagrado y según unas leyes sagradas; se identifica con la existencia en su desarrollo cotidiano.

“Ser miembro es no tener vida ni ser ni movimiento más que por el espíritu del cuerpo y para el cuerpo (…) Al amar al cuerpo (el cristiano) se ama a sí mismo, porque no tiene ser más que en él, por él y para él: Qui adheret Deo unus spiritus est.” (Pascal, Pensées, nº 483).

Contemplar el mundo con una mirada eucarística

Los Padres de la Iglesia tienden a ver el mundo como una “teofanía”; su cosmología es una verdadera y propia “cosmología sacramental” en la cual el mundo es un “misterio”, esto es, un sacramento, una realidad significativa que nos remite a Dios. Como afirma san Máximo el Confesor: “El fuego inefable y prodigioso escondido en la esencia de las cosas como en el arbusto (la zarza ardiente) es el fuego del amor divino y el esplendor fulgurante de su (de Dios) Belleza dentro de todas las cosas”. 

La contemplación de la naturaleza constituye, por tanto, una gran ayuda para alimentar en nosotros el “recuerdo de Dios”, una expresión que para los autores antiguos significaba tener una sutil y dulce percepción de la presencia envolvente de Dios en la propia vida y en la propia historia, percibida también a través de los signos de su obra creadora. Se trata de la contemplación religiosa de lo creado practicada a través de los sentidos espirituales, los nuevos sentidos donados al cristiano por el Espíritu Santo para acoger las señales divinas escondidas en cada ser, es decir, la sabiduría y la bondad de Dios creador que ha forjado cada cosa a través de su Palabra. Sólo así se puede superar la exterioridad de las cosas y “sentir” su verdadero lenguaje: es la verdadera “ciencia” de las cosas. Entonces la naturaleza llega a ser verdaderamente un “libro abierto”, capaz de hacer conocer a Dios y su proyecto de amor.

El Señor espera de nosotros que sepamos descifrar la “zarza ardiente” que es el universo, que es la historia de la humanidad… Ya sea una mirada de confianza, un poco de amistad desinteresada, un amor luminoso, un combate político o social al servicio de la justicia o de la libertad, ya sea una creación de belleza, ya sea la investigación científica con la dura ascesis que comporta. Todo lo que engrandece el ser del hombre, todo lo que engendra más amistad entre el hombre y el mundo, entre el hombre y el hombre. Todo lo que afirma la transcendencia de la conciencia espiritual del hombre en relación a todas las saciedades y a todos los fastos de la vida, toda creación auténtica, es presencia del Espíritu Santo y ya venida del Reino, en una lucha siempre precaria y que siempre hay que retomar. 

La mirada eucarística sobre la realidad puede dar sabor espiritual a nuestras existencias, sin que nosotros tengamos que ser unos “místicos”. Basta que acojamos en nuestro corazón la luz del Resucitado, con un poco de atención amante. Basta con que acojamos con gratitud y, hablando propiamente, con bendición, la sensación más humilde, la más fundamental –respirar, comer, caminar o, simplemente, existir. Basta un rostro –con el océano interior de la mirada-, basta el grito de un pájaro en medio de los ruidos de la ciudad, para que nos acordemos de que Dios está aquí, más próximo a nosotros que nosotros mismos, que nos ama y que se no da en alimento para hacernos capaces de entender, de ver, de amar… El hombre que interioriza así la eucaristía se convierte en sacerdote del mundo sobre el altar de su corazón, en celebrante de la “liturgia cósmica”. La eucaristía cubre el mundo, llena poco a poco de luz interior todas las cosas y prepara la gran Pascua del Reino. La mirada eucarística sobre el mundo nos lleva a descubrir este misterio.