Fidelidad y justicia

La fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo (Sal 84, 12)


Para que se produzca la salvación es necesario que se encuentren dos realidades distintas: la fidelidad, que brota de la tierra y la justicia, que mira desde el cielo. La fidelidad que brota de la tierra la encarnan aquellos pobres de Yahveh, aquellos anawim, que son los que confían en la misericordia del Señor y remiten a Él su suerte, sus vidas. Son los humildes que no confían en sus propios méritos sino en la misericordia del Señor. Es a ellos a quienes el Señor llama “sus fieles”, tal como afirma el salmo 146: “No aprecia el vigor de los caballos, no estima los músculos del hombre: el Señor aprecia a sus fieles, que confían en su misericordia” (Sal 146, 10-11). El Señor considera fieles suyos a aquellos que confían en su misericordia y no en sus “músculos”, es decir, en sus buenas obras, en el cumplimiento de su santa Ley. Ellos son la fidelidad que brota de la tierra, y su realización más cumplida es la Virgen María que, en su Magnificat canta la misericordia del Señor y su amor hacia los humildes.

La justicia que mira desde el cielo es el Hijo de Dios que viene a nosotros y que toma nuestra carne precisamente en el seno de la virgen fiel para realizar nuestra salvación. Él viene desde el cielo, es decir, no es una obra humana, no es fruto de la unión de un hombre y una mujer, sino regalo total del Padre del cielo. Por eso san Mateo subraya con tanta fuerza la virginidad de María, para que quede claro que Cristo “viene del cielo” y que su obra, es decir, nuestra salvación, no es una obra humana sino un don del cielo, una gracia: “Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8-9).



XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

26 de septiembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • ¿Estás tú celoso por mí? ¡Ojalá todo el pueblo profetizara! (Núm 11, 25-29)
  • Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón (Sal 18)
  • Vuestra riqueza está podrida (Sant 5, 1-6)
  • El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Si tu mano te induce a pecar, córtatela (Mc 9, 38-43. 45. 47-48)
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- La identidad cristiana. ¿Quién es “de los nuestros”? ¿Quién pertenece de verdad a “nuestro grupo”, es decir, a la Iglesia? Esta cuestión se les plantea a los apóstoles cuando se encuentran con un hombre que no es de su grupo y que, sin embargo, expulsa demonios en nombre de Jesús. La reacción del apóstol san Juan expresa una postura demasiado exigente, “maximalista” (“o todo o nada”). Jesús, en cambio, es de otro parecer. Jesús va directamente a lo esencial y se centra en ello; y lo esencial, cristianamente hablando, es Cristo y la relación con Él. Por eso alguien que expulsa demonios en nombre de Cristo es alguien que tiene las cosas esencialmente claras: sabe distinguir entre el Bien y el mal y sabe que el triunfo del Bien sobre el mal llega a nosotros a través de Jesús, y por eso invoca su nombre. Por eso el Señor Jesús afirma que ése “es de los nuestros” y que san Juan no tiene razón: los santos son santos, pero no son Dios. Sólo Dios es Dios. Y, como dirá más adelante el propio san Juan, “Dios es más grande que nuestro corazón” (1Jn 3,20).

 - El escándalo. “Escandalizar” significa separar de Jesús, romper o  impedir o dificultar la comunión con Él. Así lo explicó el Señor cuando dijo, al inicio de su pasión, en el huerto de los olivos, “todos os vais a escandalizar, porque está escrito «heriré al pastor y se dispersarán las ovejas»” (Mc 12, 27), para indicar que todos le iban a abandonar, se iban a alejar de Él.

El tesoro más precioso que tenemos es la comunión con Cristo, la unión con Él; y el escándalo nos roba ese tesoro, porque nos separa de Él. por eso dice el Señor que sería mejor colocar en el fondo del mar a quien va a escandalizar a alguien, para que no lo hiciera; así quedaría libre de un gran pecado y se evitaría que otra persona rompiera la comunión con Dios.

Jesús habla aquí de los “pequeñuelos que creen”. No se refiere a los niños sino a los creyentes que, por ser creyentes, son siempre como niños, y por eso los llama “pequeñuelos”. El bien más grande es la fe en Cristo, y por eso el crimen más grande es impedirla, romperla, ridiculizarla, hacerla imposible. Y eso es el escándalo.

Esta palabra sobre el escándalo es muy fuerte y nos plantea la terrible cuestión de nuestros malos ejemplos. ¿Y si yo, con mi mal comportamiento, con mi pecado, impido que alguien se una al Señor? ¿Qué puedo hacer para que esto no suceda? Llamar pecado a lo que es pecado, reconocer que he obrado mal cuando he obrado mal, y no querer salvar mi imagen quitándole importancia a lo que he hecho mal.

 - La jerarquía de valores. Nunca la Iglesia ha entendido estas palabras sobre la mano, el pie y el ojo, al pie de la letra. Pero siempre ha entendido que con ellas el Señor Jesús nos da una jerarquía de valores, según la cual el valor supremo, el bien máximo, es la comunión con Cristo, porque con ella entramos en el Reino de Dios. y si una parte -una faceta, un aspecto, una dimensión- de nuestra vida nos lleva a romper la comunión con Cristo, es mejor renunciar a esa faceta de nuestra vida que no, por mantenerla, cerrarnos la entrada en el Reino de Dios. Pues entonces nuestra vida terminaría en el infierno, es decir, en la separación y la enemistad con Dios.

Dios es nuestro padre


1.- Introducción: el secreto de Jesús.

La personalidad de Jesús constituyó un enigma para sus contemporáneos. Jesús no encajaba en ninguno de los modelos de su tiempo y de su país: no era un fariseo, ni un escriba, ni un zelote, ni un romano, ni un monje de Qumrán, ni un sacerdote del templo. Se le podía considerar un profeta, pero Él se autodenominaba el Hijo del Hombre, expresión que evocaba un misterioso personaje del que habló el profeta Daniel (7,13). En algunas ocasiones Él habló de su fracaso y de su muerte en unos términos que hacían pensar en otro misterioso personaje –el Servidor sufriente– profetizado por Isaías (53,2-6). La libertad con la que Él actuaba rompía los moldes tradicionales y parece que, para ser el hijo del carpintero, se autoestimaba en exceso al pretender que la gente lo dejara todo y le siguiera, al declararse señor del sábado y al permitirse enseñar con la autoridad propia de sus pero yo os digo.

Sin embargo el mismo que actuaba de esta manera tenía también una clara conciencia de ser un enviado, de cumplir una misión, en la más estricta obediencia. Por eso el misterio de su personalidad hay que comprenderlo desde el ángulo de la filiación con respecto a Dios. Todos los testimonios de los evangelios apuntan en esta dirección: Él se consideraba antes que nada el Hijo,  hasta el punto que san Marcos pudo dar a su evangelio este título: Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (1,1). Jesús, en efecto, llama a Dios Abba, término arameo que significa Padre con un matiz de familiaridad (Marcos 14,36). Él se autodenomina a sí mismo Hijo en relación a Dios, su Padre. Ya en su adolescencia cuando su madre le dijo: Hijo, ¿por qué has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados te andábamos buscando, Él respondió: Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? (Lucas 2,48-49), distinguiendo claramente entre su “madre y padre” terrenos, por un lado, y su Padre del cielo por el otro, y afirmando con rotundidad su total e incondicional pertenencia a este último. A lo largo de toda su vida Él manifiesta una clara conciencia de haber sido enviado por el Padre (Juan 5,23 y 37) –a quien designa a menudo como el que me ha enviado– y de quien ha recibido una misión cuyo cumplimiento constituye su “alimento” (Juan 4,34), aunque sea una misión dura y desagradable para su sensibilidad humana: Abba, Padre, a ti todo te es posible, ¡aparta de mí este cáliz! Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú (Marcos 14,36). Por eso la carta a los hebreos afirma: A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer (Hebreos 5,8).

Sin embargo este “ser hijo” de Jesús con respecto a Dios es un ser hijo muy distinto del nuestro, como él mismo subraya: Vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios (Juan 20,17). En efecto, Jesús no es un hijo de Dios, sino el Hijo de Dios, el único, como Él mismo afirma: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna (Juan 3,16), y como la voz del Padre lo proclamó en su bautismo en el Jordán –Este es mi Hijo amado, en quien me complazco– (Mateo 3,17) y en la transfiguración –Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadle– (Mateo 17,5). El carácter único y excepcional de esta filiación se expresa en la afirmación contundente de Jesús: Yo y el Padre somos uno (Juan 10,30), en base a la cual cuando Felipe le pide a Jesús que les muestre al Padre, Jesús responderá: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú «muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? (Juan 14,9-10). Es tan grande esa unidad entre el Padre y el Hijo que, del mismo modo que el Padre está en el cielo y habita en lo alto –expresiones que designan el lugar de Dios– Jesús habla de sí mismo como del que ha venido del cielo o el que ha venido de lo alto.

El contenido esencial de la predicación de Jesús está estrechamente vinculado con su filiación divina. Pues Jesús anuncia la inminente llegada del reino de Dios (Marcos 1,14-15), pero no bajo el signo de la ira sino bajo el de la gracia, la misericordia y el perdón divino (Lucas 4,16-21). La clave última de esta situación reside en el hecho de que, habiéndose hecho el Hijo de Dios nuestro hermano por su Encarnación, todos nosotros hemos sido hechos hijos de Dios, hasta el punto de que el mismo Espíritu Santo pone en nuestros corazones la palabra íntima y entrañable con la que Jesús se dirige a su Padre del cielo -¡Abba!– (Gálatas 4,6; Romanos 8,15), de tal manera que también nosotros podemos compartir la oración misma de Jesús y decir con Él Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo 6,9).

2.- Qué significa que Dios es nuestro Padre.

a) Origen de todo y autoridad transcendente sobre todo.

Que Dios es nuestro Padre significa, ante todo, que Él es el origen de todo lo que existe y que posee una autoridad soberana y todopoderosa sobre todo. Al confesar la fe en Dios Padre afirmamos que es todopoderoso.  La omnipotencia de Dios es universal pues nada es imposible para Dios (Lucas 1,37), es amorosa porque Dios es amor (1ª Juan 4,8) y es misteriosa porque el Señor la ejerce de una manera desconcertante para nosotros ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad (2ª Corintios 12,9).

Dios es, en efecto, el Creador que ha dado y sigue dando el ser a todas las cosas, que todo lo cuida, guía y conserva. Su solicitud se extiende a todos los seres, aunque sean pequeños e insignificantes, como los lirios del campo o las aves del cielo (Mateo 6,26-30); de tal modo que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mateo 10,30). Dios es también el Señor de la historia que ayuda y salva, libera y redime, que aquí y ahora produce lo nuevo e inesperado y que todo ello lo hace, no sólo en la interioridad del corazón del hombre,  sino también en su cuerpo, como lo muestran los milagros de Jesús. Por eso nosotros, si abrimos nuestro corazón a Dios por la fe, no debemos agobiarnos (Mateo 6,25.31) ni tener miedo (Mateo 10,31), ya que para el creyente no hay nada imposible: Todo es posible al que tiene fe (Marcos 9,23).

Sin embargo Dios despliega este obrar maravilloso y omnipotente de un modo desconcertante para nosotros. A lo largo de la historia de la salvación, en efecto, encontramos una constante en el comportamiento divino: la elección de instrumentos, personas, situaciones, etc. de escasa relevancia histórica y poco poder mundano, para realizar el despliegue de su omnipotencia. Dios elige la debilidad, la pequeñez histórica, social, cultural, económica, etc. etc. para realizar sus maravillas, de tal manera que se vea claramente que éstas son obras de su poder y no fruto del ingenio o de la sabiduría de los hombres. Esto se aprecia muy bien en la principal maravilla realizada por Dios: la encarnación, muerte y resurrección de su Hijo único Jesucristo. Pues toda ella está montada sobre la debilidad y el anonadamiento de Aquel que “siendo rico se hizo pobre por nosotros”, que siendo Hijo de Dios “no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos” (Filipenses 2,6-7). Y esto porque “la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad” (2ª Corintios 12,9). De esta manera Dios desconcierta a los sabios y entendidos de este mundo que no pueden comprender que el poder de Dios se ejerza en formas de debilidad histórica, “porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina más fuerte que la fuerza de los hombres” (1ª Corintios 1,25). De este modo Dios se muestra todopoderoso autor de maravillas en la vida de todos aquellos que son humildes, que no ponen su esperanza en los poderes de este mundo –dinero, política, cultura, relaciones sociales, etc.– sino únicamente en Él. Ellos son los que alaban, con María, el poder de aquél que “ha mirado la humillación de su esclava” (Lucas 1,48).

b) Amor gratuito.

El amor del Padre a sus criaturas es un amor gratuito, es un amor “porque sí”. El Padre no crea por ninguna “necesidad”, sino “porque sí”, por amor, por el gusto de darse, de comunicarse. Su amor hacia nosotros no depende de nuestra actitud hacia Él que “hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos” (Mateo 5,45).

El correlato humano de ese amor es el espíritu de infancia. La infancia es la edad en que se tiene una conciencia espontánea y muy clara de que “mis padres me aman”, de que “tengo cubiertas las espaldas”, de que, pase lo que pase y haga lo que haga, mis padres van a dar la cara por mí y no van a dejar de quererme. Pues está muy claro que yo les pertenezco. La infancia es la conciencia de una pertenencia amorosa; el niño piensa y sabe que él es “de sus padres”. Vivir la paternidad de Dios es vivir la pertenencia amorosa a Él: Le pertenezco, soy suyo y Él no dejará de quererme y de cuidar de mí: ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide yo no me olvidaré (Isaías 49,15). Por eso el creyente vive tranquilo, sin agobios ni miedos, como un niño en brazos de su madre (Salmo 130,2), y puede tener la audacia de dar su vida; pues sabe que Dios cuida de él (1ª Pedro 5,7) y que, por lo tanto, él puede decir en paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo (Salmo 4,9).

c) Amor exigente.

El amor es siempre exigente porque no se resigna al mal del amado (cfr. padres, esposos, amigos). El amor de Dios Padre “exige” mi bien y por ello exige a mi libertad que trabaje por ese bien ya que Él no puede conseguir mi bien si yo no colaboro con Él. Pues ése es el misterio de la libertad: “hagamos al hombre...”. Ese plural se refiere también al mismo hombre: si el hombre no colabora con Dios, el hombre no puede “ser hecho”.

Por eso la vida del hombre está marcada por una misión que el Padre nos confía y que Él había previsto para cada uno de nosotros desde toda la eternidad: “Él nos eligió, en la persona de Cristo ... antes de todos los siglos” (Ef). Y nosotros estamos “hechos” en vistas a esa misión: “antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado” (Jeremías 1,5). La misión es dura y exigente y el Padre –que es padre y no abuelo– no nos libra de ella, sino que nos da la fuerza para llevarla a cabo (“danos hoy nuestro pan de cada día”). Así lo hizo con Cristo, su único Hijo (por naturaleza), quien, asustado ante lo terrible de su misión, “oró con ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas, al que podía salvarle de la muerte y fue escuchado por su actitud reverente; y aún siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hebreos 5,7-8). La paternidad de Dios no consiste en librarnos “mágicamente” de nuestras “malas horas”, sino en darnos las fuerzas para afrontarlas con la actitud adecuada para que sirvan a nuestro crecimiento espiritual, a nuestro desarrollo como personas. “El Señor corrige a los que ama y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Si quedarais sin corrección, cosa que todos reciben, sería señal de que sois bastardos y no hijos” (Hebreos 12,6-8).

d) Amor misericordioso.

Ante el amor exigente del Padre el hombre muchas veces dice no o dice un sí parcial, tacaño, raquítico: es el pecado que se nos revela así como fuerza de muerte, como obstáculo para el crecimiento, como negación del gusto por la vida: no se quiere crecer, se tiene miedo de la vida, de la libertad y del esfuerzo que supone.

Cuando ocurre eso el misterio del Padre se nos revela como misterio de acogida y de perdón. Su mejor expresión es la parábola del hijo pródigo: cuando el hijo sabe que no merece llamarse “hijo”, el Padre le llama “hijo mío” y le devuelve así su dignidad esencial (que es precisamente la de ser hijo), amándole con un amor que va más allá de la justicia. El corazón del Padre revela aquí su último secreto y ese secreto se llama misericordia: un decir al hombre “tú eres mi hijo” más allá de todos nuestros actos con los que nosotros hemos desmentido esa “filiación”. Así el amor del Padre tiene características maternas, pues es propio de la madre el reconocer siempre al hijo, cualquiera que sea la situación o la condición en que se encuentre. Por eso dice el Señor: ¿Acaso puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no me olvidaré (Isaías 49,15).

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XXV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

19 de septiembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Lo condenaremos a muerte ignominiosa (Sab 2, 12. 17-20)
  • El Señor sostiene mi vida (Sal 53)
  • El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz (Sant 3, 16 - 4, 3)
  • El Hijo del hombre va a ser entregado. Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos (Mc 9, 30-37)
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(El segundo anuncio)

El domingo pasado escuchamos el primer anuncio que hizo el Señor de su pasión a los discípulos; hoy escuchamos el segundo, y todavía les hará un tercer anuncio del mismo misterio: que su ser el Mesías se cumplirá a través del sufrimiento. La manera en que lo hace hoy tiene un matiz muy importante: “El Hijo del hombre va  a ser entregado en manos…”. Surge inmediatamente la pregunta: ¿Quién lo entregará? Más adelante el evangelio de Marcos responderá a esta pregunta diciendo que fue Judas (14, 10), los sumos sacerdotes (15, 1) y Pilato (15, 15). Pero esta fórmula pasiva (“ser entregado”) se utiliza habitualmente, entre los judíos, para designar, sin nombrarlo, por respeto a su santo nombre, a Dios. En consecuencia se nos está diciendo que, en la pasión del Señor, no se tratará sólo de la acción de los hombres, sino de una misteriosa acción salvadora de Dios: que es Dios mismo quien querrá y estará presente en esa historia de dolor, que es la pasión de Cristo, salvando al mundo. 

(La enseñanza)

Los discípulos siguen cerrados a este misterio del Mesías sufriente; su cerrazón se muestra en el hecho de que “les daba miedo preguntarle”. Por eso Jesús va a insistir en su enseñanza en un marco ideal: están en casa, en Cafarnaúm, sin la presión de las muchedumbres, de la gente, de los enfermos. 
Dice san Marcos que Jesús “se sentó”: es la posición del que enseña con autoridad (cf. 4, 1). Va, pues, a impartir una enseñanza importante. Dice también que “llamó a los Doce”. Esta expresión es poco frecuente en Marcos y por ello se nos está indicando que la enseñanza que va a impartir es especialmente importante para “los Doce”, que van a ser los responsables de la Iglesia, los que van a gobernar la Iglesia. Y en ese marco de intimidad y tranquilidad, y con estos matices de solemnidad, Jesús vuelve a la carga con su enseñanza sobre el Mesías sufriente. 

Como buen rabino, Jesús empieza su enseñanza con una pregunta: “¿De qué discutíais por el camino?”. Ellos no contestan porque están avergonzados: su Maestro les habla de rechazo, sufrimiento, muerte y resurrección y ellos están preocupados por saber quién es “el más importante” de todos ellos. El contraste, pues, entre el Maestro y los discípulos es flagrante. Sin embargo Jesús no denigra la preocupación por la “importancia”, sino que sencillamente les va a decir dónde radica la verdadera “importancia”: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. 

- El último. Ser el “último” consiste en preocuparme de mis cosas en último lugar, en anteponer a los demás en mi solicitud por arreglar las cosas, por solucionar los problemas. Ser el último es, pues, una actitud, que la puede tener -o no- el que ocupa el primer puesto en una jerarquía social. Tanto el rector de una universidad como el conserje de esa misma universidad pueden tener -o no tener- esa actitud: depende de su libertad. El egoísta nunca la tiene, porque para él lo primero es siempre lo suyo, el que ama, en cambio, la tiene siempre, porque para él lo primero es siempre lo que necesita el otro.

- El servidor quiere decir el que ayuda a vivir, a crecer, a caminar.

- De todos, es decir, situándose ante todo el mundo en la actitud del servidor, queriendo que todos sean. Que todos crezcan, que todos caminen en la buena dirección. “De todos” quiere también decir que no excluyo a nadie de esta voluntad de bien, ninguna persona ni ningún grupo humano queda excluido.

(El gesto)

Y para ilustrar de algún modo esta enseñanza, Jesús hace un gesto: poner un niño en le centro de los Doce y abrazarlo. El gesto es desconcertante porque en el mundo antiguo los niños no eran valorados de manera especial. Más bien se tendía a ver en ellos unos seres incapaces todavía de pensar y de razonar como hay que hacerlo. En el judaísmo normalmente se les excluía de la comunidad religiosa porque todavía ignoraban la torah, la ley del Señor. El niño es, pues, aquí, un símbolo de los que no son socialmente relevantes, de los que no cuentan porque no tienen peso social y culturalmente hablando, de los que nadie se toma en serio. 

Y Jesús termina su enseñanza diciendo: “el que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí (…) y al que me ha enviado”, es decir, a Dios. Porque para Dios todos los hombres que él ha creado son valiosos y Dios se complace en acoger y amar más a los que cuentan menos desde el punto de vista social. Así muestra Dios su libertad y su grandeza: él no se deja guiar por los criterios humanos. “hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos: tus altares Señor del universo, Rey mío y Dios mío” (Sal 83, 4).

Esperanza, apoyo y consolación











Oh santa y soberana Madre de Dios,
luz de mi alma en las tinieblas;
tú eres mi esperanza, mi apoyo, mi consolación,
mi refugio y mi felicidad.
 Tú que has alumbrado a la verdadera luz de la inmortalidad,
¡concédeme la vida, ya que el pecado me hace morir!
Madre del Dios misericordioso,
ten piedad de mí
y pon el arrepentimiento en el corazón,
la humildad en mis pensamientos
Y la sabiduría en mis razonamientos.
Hazme digno hasta el último aliento
de ser santificado por estos misterios,
por la curación de mi cuerpo y de mi alma.
Concédeme las lágrimas de la penitencia,
para que yo te cante y te glorifique
todos los días de mi vida, puesto que tú eres bendita
por los siglos de los siglos.

Amén.

(San Simeón Metafrasto – siglo X)

XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto

 

12 de septiembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Ofrecí la espalda a los que me golpeaban (Is 50, 5-9a)
  • Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos (Sal 114)
  • La fe, si no tiene obras, está muerta (Sant 2, 14-18)
  • Tú eres el Mesías. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho (Mc 8, 27-35)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Lo primero que hace el Señor en este evangelio es indicarnos dónde está el centro del cristianismo, de la experiencia cristiana: el centro es Él, es su persona, es su identidad, es saber y creer quién es Él; el centro no son unas ideas. Por eso la pregunta que el Señor les hace es: “¿Quién dice la gente que soy yo?”.

La gente piensa que Él es uno de los enviados de Dios, uno de los que hablan de parte de Dios y anuncian lo que Dios les ha mandado anunciar, tal como hicieron Juan Bautista, Elías y cada uno de los profetas. Piensa que Jesús es uno más en esa larga lista de enviados de Dios.

Pero los discípulos han comprendido mejor quién es Jesús, han percibido mejor su identidad: Él es el Mesías. El Mesías no es nunca uno más de los enviados de Dios, sino que es el último y definitivo enviado de Dios, pues por medio de Él, Dios va a realizar la salvación total de los hombres, va a instaurar su Reino. El Mesías es, pues, el último, definitivo y poderoso Pastor y Rey enviado por Dios, con el que Dios va a decir su última palabra sobre la historia humana, implantando su Reino. Ése es Jesús. La respuesta de Pedro es la correcta.

*

Lo segundo que hace el Señor es anunciar a los discípulos que su obra, como Mesías, va a ser realizada mediante el sufrimiento y la muerte, que culminará en la resurrección, pero no sin antes pasar por el rechazo y la condena “de los senadores, sumos sacerdote y letrados”, es decir, de las autoridades religiosas de Israel.

Con esto no contaban los discípulos. Y el mismo Pedro que, expresando el sentir común de ellos le había proclamado Mesías, expresa también ahora el mismo sentir intentando convencer a Jesús de que ése no puede ser el camino, lo que le vale la reprimenda de Jesús, que llega a llamarlo “Satanás”. El demonio, en efecto, propone al hombre una salvación solamente humana, mientras que Dios lo que le ofrece al hombre es una salvación verdaderamente divina: “Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes” (Is 55, 8-9). La “salvación” que el demonio propone al hombre se acerca mucho a aquello de “salud, dinero y amor” y, por supuesto, excluye cualquier sufrimiento. La salvación, en cambio, que Dios ofrece al hombre consiste nada más y nada menos que en la divinización del hombre por la gracia de Dios. Y eso supone pasar por el terrible crisol de la Cruz. No se puede convertir ese ser mediocre que es el hombre “socialmente correcto” en un verdadero hijo de Dios sin sufrimiento.

*

En tercer lugar Jesús precisa a todos -a los discípulos y a la gente- que para estar con Él -que es lo esencial, puesto que, como ya hemos visto, lo esencial del cristianismo no son las ideas de Jesús, sino su persona- son imprescindibles dos condiciones: (a) renunciar a sí mismo y (b) cargar con la propia cruz.

(a) Renunciar a sí mismo significa que en la relación con Cristo es Él, y no yo, quien pone las condiciones, quien “marca el terreno”, quien establece las “reglas de juego”. Esto es la renuncia a sí mismo: la aceptación de que es el Otro -Cristo Jesús- quien pone las condiciones (“en mi coche no se fuma”…).

(b) Cargar con la propia cruz significa aceptar los sufrimientos y las amarguras destinadas a cada uno personalmente, aceptar la propia cruz, su cruz, dice el Señor, es decir, el lote de sufrimiento que me toca a mí. Ese lote de sufrimiento forma parte de mi destino personal; y mi destino no es sólo una fatalidad que me es impuesta desde fuera, sino que también y en buena parte es fruto de mi libertad, de mis opciones.

No hay cruces “prefabricadas” de antemano que le imponen a uno, tampoco hay dos cruces iguales, sino que las cruces son el resultado de una serie de circunstancias (que no han sido elegidas por mí) y de mi libertad, de mis libres elecciones, de mi manera de reaccionar frente a esas circunstancias. por eso cada hombre tiene su cruz.

Ni la renuncia a sí mismo (a) ni el cargar con la propia cruz (b) tienen valor por sí mismos, sino tan sólo en función de Jesús. No salva la renuncia a sí mismo (como cree el budismo), ni la carga de la propia cruz; sólo Cristo salva, pero estas dos condiciones son imprescindibles para “estar con Él”, que es lo único definitivo y determinante. Que el Señor nos lo conceda.

La causa del mal

(La protagonista de la novela -Miriam- relata el diálogo que tuvo con, Wolf, un paisano suyo que, huérfano desde su infancia, sufrió un rechazo social en el Shtetl en el que vivían; eso le obligó, ya en su juventud, a refugiarse en las marismas que había a las afueras del pueblo y a alimentarse prácticamente de la caridad de aquellos judíos piadosos que iban a la marisma y dejaban comida en una pequeña choza abandonada para que la consumiera quien tuviera necesidad de ella –“nunca se sabe quien tiene hambre”, dice otro protagonista de la novela cuando realiza esa tsedaká. Miriam fue la única que cuando fortuitamente le encontró en la marisma, no se asustó de su aspecto feo y desaliñado; él le narra lo que le ocurrió con otra muchacha, que después se convirtió en compañera del grupo revolucionario en el que él ingresó)

“Yo procuraba no comer los alimentos, como te he dicho, pero cada vez era menos bienvenido en casa de mi tía, y sentía hambre, siempre sentía hambre. Cierto día cuando llegué allí, encontré manzanas, manzanas Antonov, mi clase predilecta. Esperé durante mucho tiempo, intentando resistirme a ellas, pero al cabo de un rato ya no podía más. Salí de las sombras, y en ese momento alguien chilló. Era una muchacha, unos años mayor que yo”.

- “No tengas miedo”, le dije. “Estoy solo”.

- Y obviamente hambriento, respondió ella, fingiendo una calma que evidentemente no sentía. Cuando me entregó el pan que ella había traído pude ver que estaba temblando. “Come”, me dijo, intentando mirarme a los ojos pero sin conseguirlo. Luego en un murmullo tan bajo que no podía asegurar haberlo oído correctamente: “Sentimos tanto cómo te hemos tratado”.

“Tomé el pan, pero me supo a agrio. Yo me sentía tan solo como hambriento, después de todo. Más aún solo. Sentía ansias de calor humano más que de pan, y al ver cómo había asustado a aquella muchacha mi presencia… Sé que no soy ninguna belleza, pero así y todo… Me sentí repulsivo, menos que humano”. Wolf hizo una pausa. “Tan diferente a mi primer encuentro contigo”.

Recordé cómo el impacto que yo también sentí cuando lo vi por primera vez cedió paso al sosiego cuando me obligué a mirarle a los ojos y reconocí la vida que latía bajo sus escuálidos rasgos.

“Pero entonces”, prosiguió, “sólo unos meses más tarde, encontré a esa misma muchacha de nuevo. Esta vez fue en una de las reuniones de los bundistas que solían tener lugar cada tarde del shabbes en el bosque al otro lado de tu pueblo. Ella estaba allí y muy diferente a aquella cosa temblorosa que me había encontrado en la marisma. Me reconoció enseguida y se me acercó, llena de disculpas por su comportamiento de aquel día. Su imaginación había sido demasiado manipulada, explicó, envenenada por las supersticiones que en aquel tiempo la había esclavizado y de las cuales se había ya liberado, me aseguró. “Y pensar que yo creía que era suficiente dejar unos trocitos de tsedaká. Que aquello remediaría de algún modo las condiciones que causaron su muerte. Y pensar que haciendo eso, acabé tratándote a ti como antes le habíamos tratado a él. Como un paria, alguien a quien hay que temer”.

“Siguió y dale con lo mismo hasta que finalmente le pregunté de qué estaba hablando. Fue entonces cuando me contó acerca del muchacho. Asesinado por la crueldad de un sistema que concede menos valor a algunas vidas que a otras, dijo mi nueva camarada, quien juró a continuación que nosotros haríamos añicos las estructuras que conducían a semejante infravaloración de la vida humana”.

Wolf hizo una pausa. “Palabras reconfortantes en aquel momento, dado que yo había pasado toda mi vida en el lado receptor de semejante crueldad”. Se sonrió. “Me uní al Bund poco después, aunque creo que ya sabía, incluso entonces, qué estructura consideraba yo personalmente la más responsable de la infravaloración de la vida humana”.

“¿Y qué estructura es esa?”, pregunté sabiendo ya que él no diría el capitalismo, ni siquiera la autocracia.

“La misma que, dándole de algún modo la vuelta, es la que más valora la vida en todas sus formas. El corazón humano”, dijo. “¿Y dónde estaremos si lo hacemos añicos?”.




Autor: Nancy RICHLER
Título: Preciosa es tu boca
Editorial: Tropismos, Salamanca, 2005, (pp. 323-325)









XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

5 de septiembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Los oídos de los sordos se abrirán, y cantará la lengua del mudo (Is 35, 4-7a)
  • Alaba, alma mía, al Señor (Sal 145)
  • ¿Acaso no eligió Dios a los pobres como herederos del Reino? (Sant 2, 1-5)
  • Hace oír a los sordos y hablar a los mudos (Mc 7, 31-37)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

          El evangelio de hoy, queridos hermanos, transcurre en la Decápolis, es decir, en el territorio pagano fronterizo con Israel. Este detalle es como un guiño con el que san Marcos nos está indicando que la persona y la acción salvadora de Jesús no está reservada solo a los judíos, sino que él ha venido para ofrecer la salvación de Dios a todos los hombres. El hombre que estaba sordo y que apenas podía hablar es como un símbolo de una comunión que está bloqueada, que está afectada por unas trabas que la hacen muy difícil, casi imposible. Y la acción de Jesús va a quitar esas trabas para que ese hombre pueda vivir plenamente la comunión con los demás.

          La manera como el Señor realiza esta “obra de poder” es muy significativa, porque busca un contacto corporal con el sordomudo, poniendo sus dedos dentro de sus oídos y depositando propia saliva sobre su lengua trabada. Este modo de proceder es como un símbolo de lo que es la vida cristiana: un contacto personal con Cristo, el Señor, quien, tocando nuestro cuerpo con su propio cuerpo –lo que ocurre fundamentalmente en la Eucaristía y en los demás sacramentos- va curando nuestras heridas y venciendo las resistencias y las trabas que hay en cada uno de nosotros para poder vivir en comunión plena con los demás.

          También es muy significativo el hecho de que el acto propio de curación lo realiza el Señor “mirando al cielo”, es decir, poniendo de relieve su comunión íntima con el Padre del cielo, sin el cual él no es ni existe, ni tiene ningún poder; “suspirando”, lo cual remite a su aliento, es decir, al Espíritu Santo, bajo cuyo impulso actúa siempre (Mc 1,12; Lc 4,1.14). La comunión con los hombres que va a ser hecha posible por la curación que va a realizar Jesús, es un don del cielo, es una obra de Dios: sin comunión con Dios, no es posible la comunión con los hombres. Y la palabra que pronuncia Cristo para curarlo es también muy significativa: “ábrete”; las puertas de la comunión hasta ahora cerradas van a ser abiertas por la acción sanadora de Cristo.

          El evangelista añade que “hablaba correctamente”. Debemos entender no sólo la corrección fonética y vocal sino la corrección espiritual de su lenguaje. Pues todos sabemos que el lenguaje es un terreno donde el hombre fácilmente destruye o hace casi imposible la comunión por la cantidad de cosas superfluas, insensatas, malévolas y ofensivas que se dicen, tal como recuerda, con mucha fuerza, el apóstol Santiago: “La lengua es fuego, es un mundo de iniquidad (…) es un mal turbulento; está llena de veneno mortífero. Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios; de una misma boca proceden la bendición y la maldición” (St 3,6.8-9).

          El evangelio termina con la exclamación de los hombres que dicen de Cristo: “Todo lo ha hecho bien”. Estas palabras recuerdan las que dijo Dios al terminar la creación. “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31). De este modo san Marcos nos está indicando que, con Cristo y su acción salvadora, se está realizando la segunda y definitiva creación, la creación que va a reparar todas las miserias que el pecado de Adán introdujo en la primera creación. Con Jesús llega a nuestro mundo una nueva voluntad y un nuevo poder, y, al mismo tiempo, la esperanza de que la situación actual cambiará, de que toda la miseria quedará superada por la fuerza y el poder del Señor. Todo lo cual se manifestará espléndidamente en la resurrección de Jesucristo.

          “Nada preferir al amor de Cristo” (San Benito).