Fidelidad y justicia
XXVI Domingo del Tiempo Ordinario
26 de septiembre de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- ¿Estás tú celoso por mí? ¡Ojalá todo el pueblo profetizara! (Núm 11, 25-29)
- Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón (Sal 18)
- Vuestra riqueza está podrida (Sant 5, 1-6)
- El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Si tu mano te induce a pecar, córtatela (Mc 9, 38-43. 45. 47-48)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
- La identidad cristiana. ¿Quién es
“de los nuestros”? ¿Quién pertenece de verdad a “nuestro grupo”, es decir, a la
Iglesia? Esta cuestión se les plantea a los apóstoles cuando se encuentran con
un hombre que no es de su grupo y que, sin embargo, expulsa demonios en nombre
de Jesús. La reacción del apóstol san Juan expresa una postura demasiado
exigente, “maximalista” (“o todo o nada”). Jesús, en cambio, es de otro
parecer. Jesús va directamente a lo esencial y se centra en ello; y lo
esencial, cristianamente hablando, es Cristo y la relación con Él. Por eso
alguien que expulsa demonios en nombre de
Cristo es alguien que tiene las cosas esencialmente claras: sabe distinguir
entre el Bien y el mal y sabe que el triunfo del Bien sobre el mal llega a
nosotros a través de Jesús, y por eso invoca su nombre. Por eso el Señor Jesús
afirma que ése “es de los nuestros” y que san Juan no tiene razón: los santos
son santos, pero no son Dios. Sólo Dios es Dios. Y, como dirá más adelante el
propio san Juan, “Dios es más grande que nuestro corazón” (1Jn 3,20).
El tesoro más precioso que tenemos es
la comunión con Cristo, la unión con Él; y el escándalo nos roba ese tesoro,
porque nos separa de Él. por eso dice el Señor que sería mejor colocar en el
fondo del mar a quien va a escandalizar a alguien, para que no lo hiciera; así
quedaría libre de un gran pecado y se evitaría que otra persona rompiera la comunión
con Dios.
Jesús habla aquí de los “pequeñuelos
que creen”. No se refiere a los niños sino a los creyentes que, por ser
creyentes, son siempre como niños, y por eso los llama “pequeñuelos”. El bien
más grande es la fe en Cristo, y por eso el crimen más grande es impedirla,
romperla, ridiculizarla, hacerla imposible. Y eso es el escándalo.
Esta palabra sobre el escándalo es muy
fuerte y nos plantea la terrible cuestión de nuestros malos ejemplos. ¿Y si yo,
con mi mal comportamiento, con mi pecado, impido que alguien se una al Señor?
¿Qué puedo hacer para que esto no suceda? Llamar
pecado a lo que es pecado, reconocer que he obrado mal cuando he obrado mal,
y no querer salvar mi imagen quitándole importancia a lo que he hecho mal.
Dios es nuestro padre
La personalidad de Jesús constituyó un enigma para sus contemporáneos. Jesús no encajaba en ninguno de los modelos de su tiempo y de su país: no era un fariseo, ni un escriba, ni un zelote, ni un romano, ni un monje de Qumrán, ni un sacerdote del templo. Se le podía considerar un profeta, pero Él se autodenominaba el Hijo del Hombre, expresión que evocaba un misterioso personaje del que habló el profeta Daniel (7,13). En algunas ocasiones Él habló de su fracaso y de su muerte en unos términos que hacían pensar en otro misterioso personaje –el Servidor sufriente– profetizado por Isaías (53,2-6). La libertad con la que Él actuaba rompía los moldes tradicionales y parece que, para ser el hijo del carpintero, se autoestimaba en exceso al pretender que la gente lo dejara todo y le siguiera, al declararse señor del sábado y al permitirse enseñar con la autoridad propia de sus pero yo os digo.
Sin embargo el mismo que actuaba de esta manera tenía también una clara conciencia de ser un enviado, de cumplir una misión, en la más estricta obediencia. Por eso el misterio de su personalidad hay que comprenderlo desde el ángulo de la filiación con respecto a Dios. Todos los testimonios de los evangelios apuntan en esta dirección: Él se consideraba antes que nada el Hijo, hasta el punto que san Marcos pudo dar a su evangelio este título: Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (1,1). Jesús, en efecto, llama a Dios Abba, término arameo que significa Padre con un matiz de familiaridad (Marcos 14,36). Él se autodenomina a sí mismo Hijo en relación a Dios, su Padre. Ya en su adolescencia cuando su madre le dijo: Hijo, ¿por qué has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados te andábamos buscando, Él respondió: Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? (Lucas 2,48-49), distinguiendo claramente entre su “madre y padre” terrenos, por un lado, y su Padre del cielo por el otro, y afirmando con rotundidad su total e incondicional pertenencia a este último. A lo largo de toda su vida Él manifiesta una clara conciencia de haber sido enviado por el Padre (Juan 5,23 y 37) –a quien designa a menudo como el que me ha enviado– y de quien ha recibido una misión cuyo cumplimiento constituye su “alimento” (Juan 4,34), aunque sea una misión dura y desagradable para su sensibilidad humana: Abba, Padre, a ti todo te es posible, ¡aparta de mí este cáliz! Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú (Marcos 14,36). Por eso la carta a los hebreos afirma: A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer (Hebreos 5,8).
Sin embargo este “ser hijo” de Jesús con respecto a Dios es un ser hijo muy distinto del nuestro, como él mismo subraya: Vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios (Juan 20,17). En efecto, Jesús no es un hijo de Dios, sino el Hijo de Dios, el único, como Él mismo afirma: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna (Juan 3,16), y como la voz del Padre lo proclamó en su bautismo en el Jordán –Este es mi Hijo amado, en quien me complazco– (Mateo 3,17) y en la transfiguración –Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadle– (Mateo 17,5). El carácter único y excepcional de esta filiación se expresa en la afirmación contundente de Jesús: Yo y el Padre somos uno (Juan 10,30), en base a la cual cuando Felipe le pide a Jesús que les muestre al Padre, Jesús responderá: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú «muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? (Juan 14,9-10). Es tan grande esa unidad entre el Padre y el Hijo que, del mismo modo que el Padre está en el cielo y habita en lo alto –expresiones que designan el lugar de Dios– Jesús habla de sí mismo como del que ha venido del cielo o el que ha venido de lo alto.
El contenido esencial de la predicación de Jesús está estrechamente vinculado con su filiación divina. Pues Jesús anuncia la inminente llegada del reino de Dios (Marcos 1,14-15), pero no bajo el signo de la ira sino bajo el de la gracia, la misericordia y el perdón divino (Lucas 4,16-21). La clave última de esta situación reside en el hecho de que, habiéndose hecho el Hijo de Dios nuestro hermano por su Encarnación, todos nosotros hemos sido hechos hijos de Dios, hasta el punto de que el mismo Espíritu Santo pone en nuestros corazones la palabra íntima y entrañable con la que Jesús se dirige a su Padre del cielo -¡Abba!– (Gálatas 4,6; Romanos 8,15), de tal manera que también nosotros podemos compartir la oración misma de Jesús y decir con Él Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo 6,9).
2.- Qué significa que Dios es nuestro Padre.
a) Origen de todo y autoridad transcendente sobre todo.
Que Dios es nuestro Padre significa, ante todo, que Él es el origen de todo lo que existe y que posee una autoridad soberana y todopoderosa sobre todo. Al confesar la fe en Dios Padre afirmamos que es todopoderoso. La omnipotencia de Dios es universal pues nada es imposible para Dios (Lucas 1,37), es amorosa porque Dios es amor (1ª Juan 4,8) y es misteriosa porque el Señor la ejerce de una manera desconcertante para nosotros ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad (2ª Corintios 12,9).
Dios es, en efecto, el Creador que ha dado y sigue dando el ser a todas las cosas, que todo lo cuida, guía y conserva. Su solicitud se extiende a todos los seres, aunque sean pequeños e insignificantes, como los lirios del campo o las aves del cielo (Mateo 6,26-30); de tal modo que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mateo 10,30). Dios es también el Señor de la historia que ayuda y salva, libera y redime, que aquí y ahora produce lo nuevo e inesperado y que todo ello lo hace, no sólo en la interioridad del corazón del hombre, sino también en su cuerpo, como lo muestran los milagros de Jesús. Por eso nosotros, si abrimos nuestro corazón a Dios por la fe, no debemos agobiarnos (Mateo 6,25.31) ni tener miedo (Mateo 10,31), ya que para el creyente no hay nada imposible: Todo es posible al que tiene fe (Marcos 9,23).
Sin embargo Dios despliega este obrar maravilloso y omnipotente de un modo desconcertante para nosotros. A lo largo de la historia de la salvación, en efecto, encontramos una constante en el comportamiento divino: la elección de instrumentos, personas, situaciones, etc. de escasa relevancia histórica y poco poder mundano, para realizar el despliegue de su omnipotencia. Dios elige la debilidad, la pequeñez histórica, social, cultural, económica, etc. etc. para realizar sus maravillas, de tal manera que se vea claramente que éstas son obras de su poder y no fruto del ingenio o de la sabiduría de los hombres. Esto se aprecia muy bien en la principal maravilla realizada por Dios: la encarnación, muerte y resurrección de su Hijo único Jesucristo. Pues toda ella está montada sobre la debilidad y el anonadamiento de Aquel que “siendo rico se hizo pobre por nosotros”, que siendo Hijo de Dios “no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos” (Filipenses 2,6-7). Y esto porque “la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad” (2ª Corintios 12,9). De esta manera Dios desconcierta a los sabios y entendidos de este mundo que no pueden comprender que el poder de Dios se ejerza en formas de debilidad histórica, “porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina más fuerte que la fuerza de los hombres” (1ª Corintios 1,25). De este modo Dios se muestra todopoderoso autor de maravillas en la vida de todos aquellos que son humildes, que no ponen su esperanza en los poderes de este mundo –dinero, política, cultura, relaciones sociales, etc.– sino únicamente en Él. Ellos son los que alaban, con María, el poder de aquél que “ha mirado la humillación de su esclava” (Lucas 1,48).
b) Amor gratuito.
El amor del Padre a sus criaturas es un amor gratuito, es un amor “porque sí”. El Padre no crea por ninguna “necesidad”, sino “porque sí”, por amor, por el gusto de darse, de comunicarse. Su amor hacia nosotros no depende de nuestra actitud hacia Él que “hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos” (Mateo 5,45).
El correlato humano de ese amor es el espíritu de infancia. La infancia es la edad en que se tiene una conciencia espontánea y muy clara de que “mis padres me aman”, de que “tengo cubiertas las espaldas”, de que, pase lo que pase y haga lo que haga, mis padres van a dar la cara por mí y no van a dejar de quererme. Pues está muy claro que yo les pertenezco. La infancia es la conciencia de una pertenencia amorosa; el niño piensa y sabe que él es “de sus padres”. Vivir la paternidad de Dios es vivir la pertenencia amorosa a Él: Le pertenezco, soy suyo y Él no dejará de quererme y de cuidar de mí: ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide yo no me olvidaré (Isaías 49,15). Por eso el creyente vive tranquilo, sin agobios ni miedos, como un niño en brazos de su madre (Salmo 130,2), y puede tener la audacia de dar su vida; pues sabe que Dios cuida de él (1ª Pedro 5,7) y que, por lo tanto, él puede decir en paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo (Salmo 4,9).
c) Amor exigente.
El amor es siempre exigente porque no se resigna al mal del amado (cfr. padres, esposos, amigos). El amor de Dios Padre “exige” mi bien y por ello exige a mi libertad que trabaje por ese bien ya que Él no puede conseguir mi bien si yo no colaboro con Él. Pues ése es el misterio de la libertad: “hagamos al hombre...”. Ese plural se refiere también al mismo hombre: si el hombre no colabora con Dios, el hombre no puede “ser hecho”.
Por eso la vida del hombre está marcada por una misión que el Padre nos confía y que Él había previsto para cada uno de nosotros desde toda la eternidad: “Él nos eligió, en la persona de Cristo ... antes de todos los siglos” (Ef). Y nosotros estamos “hechos” en vistas a esa misión: “antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado” (Jeremías 1,5). La misión es dura y exigente y el Padre –que es padre y no abuelo– no nos libra de ella, sino que nos da la fuerza para llevarla a cabo (“danos hoy nuestro pan de cada día”). Así lo hizo con Cristo, su único Hijo (por naturaleza), quien, asustado ante lo terrible de su misión, “oró con ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas, al que podía salvarle de la muerte y fue escuchado por su actitud reverente; y aún siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hebreos 5,7-8). La paternidad de Dios no consiste en librarnos “mágicamente” de nuestras “malas horas”, sino en darnos las fuerzas para afrontarlas con la actitud adecuada para que sirvan a nuestro crecimiento espiritual, a nuestro desarrollo como personas. “El Señor corrige a los que ama y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Si quedarais sin corrección, cosa que todos reciben, sería señal de que sois bastardos y no hijos” (Hebreos 12,6-8).
d) Amor misericordioso.
Ante el amor exigente del Padre el hombre muchas veces dice no o dice un sí parcial, tacaño, raquítico: es el pecado que se nos revela así como fuerza de muerte, como obstáculo para el crecimiento, como negación del gusto por la vida: no se quiere crecer, se tiene miedo de la vida, de la libertad y del esfuerzo que supone.
Cuando ocurre eso el misterio del Padre se nos revela como misterio de acogida y de perdón. Su mejor expresión es la parábola del hijo pródigo: cuando el hijo sabe que no merece llamarse “hijo”, el Padre le llama “hijo mío” y le devuelve así su dignidad esencial (que es precisamente la de ser hijo), amándole con un amor que va más allá de la justicia. El corazón del Padre revela aquí su último secreto y ese secreto se llama misericordia: un decir al hombre “tú eres mi hijo” más allá de todos nuestros actos con los que nosotros hemos desmentido esa “filiación”. Así el amor del Padre tiene características maternas, pues es propio de la madre el reconocer siempre al hijo, cualquiera que sea la situación o la condición en que se encuentre. Por eso dice el Señor: ¿Acaso puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no me olvidaré (Isaías 49,15).
XXV Domingo del Tiempo Ordinario
19 de septiembre de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Lo condenaremos a muerte ignominiosa (Sab 2, 12. 17-20)
- El Señor sostiene mi vida (Sal 53)
- El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz (Sant 3, 16 - 4, 3)
- El Hijo del hombre va a ser entregado. Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos (Mc 9, 30-37)
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Esperanza, apoyo y consolación
luz de mi alma en las tinieblas;
tú eres mi esperanza, mi apoyo, mi consolación,
mi refugio y mi felicidad.
¡concédeme la vida, ya que el pecado me hace morir!
Madre del Dios misericordioso,
ten piedad de mí
y pon el arrepentimiento en el corazón,
la humildad en mis pensamientos
Y la sabiduría en mis razonamientos.
Hazme digno hasta el último aliento
de ser santificado por estos misterios,
por la curación de mi cuerpo y de mi alma.
Concédeme las lágrimas de la penitencia,
para que yo te cante y te glorifique
todos los días de mi vida, puesto que tú eres bendita
por los siglos de los siglos.
Amén.
(San Simeón Metafrasto – siglo X)
XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
12 de septiembre de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Ofrecí la espalda a los que me golpeaban (Is 50, 5-9a)
- Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos (Sal 114)
- La fe, si no tiene obras, está muerta (Sant 2, 14-18)
- Tú eres el Mesías. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho (Mc 8, 27-35)
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La causa del mal
XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
5 de septiembre de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Los oídos de los sordos se abrirán, y cantará la lengua del mudo (Is 35, 4-7a)
- Alaba, alma mía, al Señor (Sal 145)
- ¿Acaso no eligió Dios a los pobres como herederos del Reino? (Sant 2, 1-5)
- Hace oír a los sordos y hablar a los mudos (Mc 7, 31-37)
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El evangelio de hoy, queridos
hermanos, transcurre en la Decápolis, es decir, en el territorio pagano
fronterizo con Israel. Este detalle es como un guiño con el que san Marcos nos está
indicando que la persona y la acción salvadora de Jesús no está reservada solo
a los judíos, sino que él ha venido para ofrecer la salvación de Dios a todos
los hombres. El hombre que estaba sordo y que apenas podía hablar es como un
símbolo de una comunión que está bloqueada, que está afectada por unas trabas
que la hacen muy difícil, casi imposible. Y la acción de Jesús va a quitar esas
trabas para que ese hombre pueda vivir plenamente la comunión con los demás.
La manera como el Señor realiza esta
“obra de poder” es muy significativa, porque busca un contacto corporal con el
sordomudo, poniendo sus dedos dentro de sus oídos y depositando propia saliva
sobre su lengua trabada. Este modo de proceder es como un símbolo de lo que es
la vida cristiana: un contacto personal con Cristo, el Señor, quien, tocando
nuestro cuerpo con su propio cuerpo –lo que ocurre fundamentalmente en la
Eucaristía y en los demás sacramentos- va curando nuestras heridas y venciendo
las resistencias y las trabas que hay en cada uno de nosotros para poder vivir
en comunión plena con los demás.
También es muy significativo el hecho
de que el acto propio de curación lo realiza el Señor “mirando al cielo”, es
decir, poniendo de relieve su comunión íntima con el Padre del cielo, sin el
cual él no es ni existe, ni tiene ningún poder; “suspirando”, lo cual remite a
su aliento, es decir, al Espíritu Santo, bajo cuyo impulso actúa siempre (Mc
1,12; Lc 4,1.14). La comunión con los hombres que va a ser hecha posible por la
curación que va a realizar Jesús, es un don del cielo, es una obra de Dios: sin
comunión con Dios, no es posible la comunión con los hombres. Y la palabra que
pronuncia Cristo para curarlo es también muy significativa: “ábrete”; las
puertas de la comunión hasta ahora cerradas van a ser abiertas por la acción
sanadora de Cristo.
El evangelista añade que “hablaba
correctamente”. Debemos entender no sólo la corrección fonética y vocal sino la
corrección espiritual de su lenguaje. Pues todos sabemos que el lenguaje es un
terreno donde el hombre fácilmente destruye o hace casi imposible la comunión
por la cantidad de cosas superfluas, insensatas, malévolas y ofensivas que se
dicen, tal como recuerda, con mucha fuerza, el apóstol Santiago: “La lengua es
fuego, es un mundo de iniquidad (…) es un mal turbulento; está llena de veneno
mortífero. Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los
hombres, hechos a imagen de Dios; de una misma boca proceden la bendición y la
maldición” (St 3,6.8-9).
El evangelio termina con la
exclamación de los hombres que dicen de Cristo: “Todo lo ha hecho bien”. Estas
palabras recuerdan las que dijo Dios al terminar la creación. “Vio Dios cuanto
había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31). De este modo san Marcos nos
está indicando que, con Cristo y su acción salvadora, se está realizando la
segunda y definitiva creación, la creación que va a reparar todas las miserias
que el pecado de Adán introdujo en la primera creación. Con Jesús llega a nuestro
mundo una nueva voluntad y un nuevo poder, y, al mismo tiempo, la esperanza de
que la situación actual cambiará, de que toda la miseria quedará superada por
la fuerza y el poder del Señor. Todo lo cual se manifestará espléndidamente en
la resurrección de Jesucristo.
“Nada preferir al amor de Cristo” (San Benito).