La causa del mal

(La protagonista de la novela -Miriam- relata el diálogo que tuvo con, Wolf, un paisano suyo que, huérfano desde su infancia, sufrió un rechazo social en el Shtetl en el que vivían; eso le obligó, ya en su juventud, a refugiarse en las marismas que había a las afueras del pueblo y a alimentarse prácticamente de la caridad de aquellos judíos piadosos que iban a la marisma y dejaban comida en una pequeña choza abandonada para que la consumiera quien tuviera necesidad de ella –“nunca se sabe quien tiene hambre”, dice otro protagonista de la novela cuando realiza esa tsedaká. Miriam fue la única que cuando fortuitamente le encontró en la marisma, no se asustó de su aspecto feo y desaliñado; él le narra lo que le ocurrió con otra muchacha, que después se convirtió en compañera del grupo revolucionario en el que él ingresó)

“Yo procuraba no comer los alimentos, como te he dicho, pero cada vez era menos bienvenido en casa de mi tía, y sentía hambre, siempre sentía hambre. Cierto día cuando llegué allí, encontré manzanas, manzanas Antonov, mi clase predilecta. Esperé durante mucho tiempo, intentando resistirme a ellas, pero al cabo de un rato ya no podía más. Salí de las sombras, y en ese momento alguien chilló. Era una muchacha, unos años mayor que yo”.

- “No tengas miedo”, le dije. “Estoy solo”.

- Y obviamente hambriento, respondió ella, fingiendo una calma que evidentemente no sentía. Cuando me entregó el pan que ella había traído pude ver que estaba temblando. “Come”, me dijo, intentando mirarme a los ojos pero sin conseguirlo. Luego en un murmullo tan bajo que no podía asegurar haberlo oído correctamente: “Sentimos tanto cómo te hemos tratado”.

“Tomé el pan, pero me supo a agrio. Yo me sentía tan solo como hambriento, después de todo. Más aún solo. Sentía ansias de calor humano más que de pan, y al ver cómo había asustado a aquella muchacha mi presencia… Sé que no soy ninguna belleza, pero así y todo… Me sentí repulsivo, menos que humano”. Wolf hizo una pausa. “Tan diferente a mi primer encuentro contigo”.

Recordé cómo el impacto que yo también sentí cuando lo vi por primera vez cedió paso al sosiego cuando me obligué a mirarle a los ojos y reconocí la vida que latía bajo sus escuálidos rasgos.

“Pero entonces”, prosiguió, “sólo unos meses más tarde, encontré a esa misma muchacha de nuevo. Esta vez fue en una de las reuniones de los bundistas que solían tener lugar cada tarde del shabbes en el bosque al otro lado de tu pueblo. Ella estaba allí y muy diferente a aquella cosa temblorosa que me había encontrado en la marisma. Me reconoció enseguida y se me acercó, llena de disculpas por su comportamiento de aquel día. Su imaginación había sido demasiado manipulada, explicó, envenenada por las supersticiones que en aquel tiempo la había esclavizado y de las cuales se había ya liberado, me aseguró. “Y pensar que yo creía que era suficiente dejar unos trocitos de tsedaká. Que aquello remediaría de algún modo las condiciones que causaron su muerte. Y pensar que haciendo eso, acabé tratándote a ti como antes le habíamos tratado a él. Como un paria, alguien a quien hay que temer”.

“Siguió y dale con lo mismo hasta que finalmente le pregunté de qué estaba hablando. Fue entonces cuando me contó acerca del muchacho. Asesinado por la crueldad de un sistema que concede menos valor a algunas vidas que a otras, dijo mi nueva camarada, quien juró a continuación que nosotros haríamos añicos las estructuras que conducían a semejante infravaloración de la vida humana”.

Wolf hizo una pausa. “Palabras reconfortantes en aquel momento, dado que yo había pasado toda mi vida en el lado receptor de semejante crueldad”. Se sonrió. “Me uní al Bund poco después, aunque creo que ya sabía, incluso entonces, qué estructura consideraba yo personalmente la más responsable de la infravaloración de la vida humana”.

“¿Y qué estructura es esa?”, pregunté sabiendo ya que él no diría el capitalismo, ni siquiera la autocracia.

“La misma que, dándole de algún modo la vuelta, es la que más valora la vida en todas sus formas. El corazón humano”, dijo. “¿Y dónde estaremos si lo hacemos añicos?”.




Autor: Nancy RICHLER
Título: Preciosa es tu boca
Editorial: Tropismos, Salamanca, 2005, (pp. 323-325)