Fidelidad y justicia

La fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo (Sal 84, 12)


Para que se produzca la salvación es necesario que se encuentren dos realidades distintas: la fidelidad, que brota de la tierra y la justicia, que mira desde el cielo. La fidelidad que brota de la tierra la encarnan aquellos pobres de Yahveh, aquellos anawim, que son los que confían en la misericordia del Señor y remiten a Él su suerte, sus vidas. Son los humildes que no confían en sus propios méritos sino en la misericordia del Señor. Es a ellos a quienes el Señor llama “sus fieles”, tal como afirma el salmo 146: “No aprecia el vigor de los caballos, no estima los músculos del hombre: el Señor aprecia a sus fieles, que confían en su misericordia” (Sal 146, 10-11). El Señor considera fieles suyos a aquellos que confían en su misericordia y no en sus “músculos”, es decir, en sus buenas obras, en el cumplimiento de su santa Ley. Ellos son la fidelidad que brota de la tierra, y su realización más cumplida es la Virgen María que, en su Magnificat canta la misericordia del Señor y su amor hacia los humildes.

La justicia que mira desde el cielo es el Hijo de Dios que viene a nosotros y que toma nuestra carne precisamente en el seno de la virgen fiel para realizar nuestra salvación. Él viene desde el cielo, es decir, no es una obra humana, no es fruto de la unión de un hombre y una mujer, sino regalo total del Padre del cielo. Por eso san Mateo subraya con tanta fuerza la virginidad de María, para que quede claro que Cristo “viene del cielo” y que su obra, es decir, nuestra salvación, no es una obra humana sino un don del cielo, una gracia: “Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8-9).