XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto

 

12 de septiembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Ofrecí la espalda a los que me golpeaban (Is 50, 5-9a)
  • Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos (Sal 114)
  • La fe, si no tiene obras, está muerta (Sant 2, 14-18)
  • Tú eres el Mesías. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho (Mc 8, 27-35)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Lo primero que hace el Señor en este evangelio es indicarnos dónde está el centro del cristianismo, de la experiencia cristiana: el centro es Él, es su persona, es su identidad, es saber y creer quién es Él; el centro no son unas ideas. Por eso la pregunta que el Señor les hace es: “¿Quién dice la gente que soy yo?”.

La gente piensa que Él es uno de los enviados de Dios, uno de los que hablan de parte de Dios y anuncian lo que Dios les ha mandado anunciar, tal como hicieron Juan Bautista, Elías y cada uno de los profetas. Piensa que Jesús es uno más en esa larga lista de enviados de Dios.

Pero los discípulos han comprendido mejor quién es Jesús, han percibido mejor su identidad: Él es el Mesías. El Mesías no es nunca uno más de los enviados de Dios, sino que es el último y definitivo enviado de Dios, pues por medio de Él, Dios va a realizar la salvación total de los hombres, va a instaurar su Reino. El Mesías es, pues, el último, definitivo y poderoso Pastor y Rey enviado por Dios, con el que Dios va a decir su última palabra sobre la historia humana, implantando su Reino. Ése es Jesús. La respuesta de Pedro es la correcta.

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Lo segundo que hace el Señor es anunciar a los discípulos que su obra, como Mesías, va a ser realizada mediante el sufrimiento y la muerte, que culminará en la resurrección, pero no sin antes pasar por el rechazo y la condena “de los senadores, sumos sacerdote y letrados”, es decir, de las autoridades religiosas de Israel.

Con esto no contaban los discípulos. Y el mismo Pedro que, expresando el sentir común de ellos le había proclamado Mesías, expresa también ahora el mismo sentir intentando convencer a Jesús de que ése no puede ser el camino, lo que le vale la reprimenda de Jesús, que llega a llamarlo “Satanás”. El demonio, en efecto, propone al hombre una salvación solamente humana, mientras que Dios lo que le ofrece al hombre es una salvación verdaderamente divina: “Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes” (Is 55, 8-9). La “salvación” que el demonio propone al hombre se acerca mucho a aquello de “salud, dinero y amor” y, por supuesto, excluye cualquier sufrimiento. La salvación, en cambio, que Dios ofrece al hombre consiste nada más y nada menos que en la divinización del hombre por la gracia de Dios. Y eso supone pasar por el terrible crisol de la Cruz. No se puede convertir ese ser mediocre que es el hombre “socialmente correcto” en un verdadero hijo de Dios sin sufrimiento.

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En tercer lugar Jesús precisa a todos -a los discípulos y a la gente- que para estar con Él -que es lo esencial, puesto que, como ya hemos visto, lo esencial del cristianismo no son las ideas de Jesús, sino su persona- son imprescindibles dos condiciones: (a) renunciar a sí mismo y (b) cargar con la propia cruz.

(a) Renunciar a sí mismo significa que en la relación con Cristo es Él, y no yo, quien pone las condiciones, quien “marca el terreno”, quien establece las “reglas de juego”. Esto es la renuncia a sí mismo: la aceptación de que es el Otro -Cristo Jesús- quien pone las condiciones (“en mi coche no se fuma”…).

(b) Cargar con la propia cruz significa aceptar los sufrimientos y las amarguras destinadas a cada uno personalmente, aceptar la propia cruz, su cruz, dice el Señor, es decir, el lote de sufrimiento que me toca a mí. Ese lote de sufrimiento forma parte de mi destino personal; y mi destino no es sólo una fatalidad que me es impuesta desde fuera, sino que también y en buena parte es fruto de mi libertad, de mis opciones.

No hay cruces “prefabricadas” de antemano que le imponen a uno, tampoco hay dos cruces iguales, sino que las cruces son el resultado de una serie de circunstancias (que no han sido elegidas por mí) y de mi libertad, de mis libres elecciones, de mi manera de reaccionar frente a esas circunstancias. por eso cada hombre tiene su cruz.

Ni la renuncia a sí mismo (a) ni el cargar con la propia cruz (b) tienen valor por sí mismos, sino tan sólo en función de Jesús. No salva la renuncia a sí mismo (como cree el budismo), ni la carga de la propia cruz; sólo Cristo salva, pero estas dos condiciones son imprescindibles para “estar con Él”, que es lo único definitivo y determinante. Que el Señor nos lo conceda.