Santa María, Madre de Dios

15 de agosto 

1 de enero de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Invocarán mi nombre sobre los hijos de Israel y yo los bendeciré (Núm 6, 22-27)
  • Que Dios tenga piedad y nos bendiga (Sal 66)
  • Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (Gál 4, 4-7)
  • Encontraron a María y a José y al niño. Y a los ocho días, le pusieron por nombre Jesús (Lc 2, 16-21)
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          En este primer día del año civil, la Iglesia nos invita a contemplar a María, la Madre del Señor, para que en ella encontremos el camino que conduce a la paz. Ese camino está indicado en el evangelio al afirmar que  María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.

          El corazón es el verdadero centro de la persona humana, es el lugar donde “se anudan” todas las dimensiones del hombre: su libertad, su inteligencia, su afectividad, su corporalidad. Lo que toca el corazón toca a la persona, me toca a mí, en lo más íntimo, en lo más personal de mi ser.

          La actitud que María adopta es la de dejar entrar en su corazón todo lo que la realidad le pone ante sus ojos, sin censurar nada, sin prohibirse contemplar y acoger cualquier aspecto de la realidad, por desconcertante o hiriente que sea. Nosotros solemos prohibir la entrada en nuestro corazón a las realidades que nos pueden resultar hirientes, porque no queremos sufrir. Y para ello nos cerramos, nos bloqueamos, miramos para otro lado.

          La Virgen María no miraba para otro lado, no eludía nada de lo que la realidad ponía ante sus ojos, sino que lo acogía todo, dejándolo entrar en su corazón, asumiendo el riesgo de que eso la hiciera sufrir. De momento la tenía desconcertada, porque no entendía todo lo que le estaba ocurriendo: sabía, por la fe, que el Hijo que le había sido dado se llamaría “Hijo del Altísimo”, y que estaba destinado desde la eternidad a recibir “el trono de David, su padre”. Pero por otro lado constataba que todo sucedía según las pautas normales y ordinarias de la vida humana, sin que nada permitiera suponer que el hijo que se le había dado era, en realidad, “Hijo del Altísimo”. Pues no encontraron lugar en la posada, ni pudieron elegir el momento y el lugar del nacimiento de su Hijo y tuvo que alumbrarlo en unas condiciones materiales pésimas. Después llegaron los pastores y lo que ellos decían del niño, es decir, que Él era el Salvador, el Mesías, el Señor. Pero ¿cómo se conjugaba y se armonizaba todo esto? María no lo sabía; tampoco podía sospechar la manera concreta como su hijo realizaría su misión salvadora. Y María no censuraba nada, lo acogía todo sin entenderlo, y esperaba pacientemente que un día llegara la luz que lo iluminaría todo y que haría resplandecer la belleza y la armonía del conjunto. Tendría que esperar más de treinta años: hasta el día de Pentecostés no se armonizaría todo ello con claridad.

          Esta actitud de acogida de toda la realidad -también de la realidad que no entiendo, que me desconcierta, que eventualmente me hace sufrir- es la actitud necesaria para la paz. Rebelarse, negar, censurar, menos aún, destruir y matar, no son la solución (es lo que hizo Herodes). La solución es acogerlo todo con un corazón paciente y reconciliado, que espera en Dios, que confía en Él, que sabe que como Dios es Amor (1Jn 4,14), todo al final será para bien. Todo: este hijo que me llega en un momento tan inoportuno, este hijo que nacerá con una enfermedad incurable, este anciano que requiere de mí tanto y tanto tiempo, este conciudadano que no piensa como yo ni practica la misma religión que yo. Acogerlo todo en el propio corazón y abrir el corazón al amor de Dios, confiando en que la caridad que Dios pondrá en mi corazón será más fuerte que todo el dolor que la realidad pone en mí.

          “Miriam”, el nombre hebreo de la Virgen, significa “mar de mirra”, es decir, mar de amargura; pero la Virgen sumergió ese mar de amargura en el océano más grande del amor de Dios. Como han hecho siempre, y siguen haciendo, los verdaderos cristianos, los cristianos que están siendo perseguidos en tantos lugares de la tierra, en Irak, en Siria, en Nigeria, en la República Centroafricana, en China y que intentan perdonar y responder al mal con el bien.

          Que el Señor, por la intercesión de la Virgen María, nos conceda esta actitud de acogida y espera confiada, para que seamos constructores de paz.


El don de piedad


 Qué es el don de piedad

          El don de piedad es el don del Espíritu Santo por el que se nos revela el verdadero rostro de Dios, que es el de Abba, es decir, el del Padre lleno de autoridad y poder pero entrañablemente bueno y misericordioso. Este don nos sirve para redescubrir la piedad, es decir, el valor de la relación filial, toda ella hecha de respeto, de armonía, de comunión. Por este don el Espíritu Santo infunde en nosotros el sentido de pertenencia a la Familia de Dios. Esta Familia es, ante todo, la Santísima Trinidad, el Ser mismo de Dios que, siendo Uno y Único es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero esta Familia divina ha sido ampliada mediante la creación, con la que Dios ha querido participar su paternidad a una multitud de hijos, a los que Él eligió en la persona de Cristo, antes de la creación del mundo y a los que destinó en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos (Efesios 1, 4-5). Es la familia de los hijos de Dios, en la que Dios es el Padre y nosotros somos los hijos, y por lo tanto hermanos entre nosotros. Por el don de piedad recibimos el espíritu de la Familia de Dios. Es un don “afectivo” porque nos hace sentir un afecto filial hacia Dios y fraternal hacia los hombres.      

          La relación de adopción filial que existe entre Dios y nosotros da su fundamento a todo un orden de relaciones nuevas, con los demás, con el universo y con nosotros mismos. Santo Tomás de Aquino enseña que la mansedumbre corresponde al don de piedad, es decir, a aquella dimensión de la religión que corresponde a la justicia. Así por el don de piedad actúo rectamente -soy justo- con Dios y con los hombres, con la creación entera.

          En Jesús vemos claramente la conexión entre piedad y mansedumbre. Pues la única vez que Jesucristo se propuso a sí mismo como modelo de un modo directo, lo hizo designándose como manso y humilde de corazón (Mt 11,29). Su estilo, en efecto, fue el de no disputar, ni gritar, ni quebrar la caña cascada, ni apagar la mecha humeante (Is 42,1-4 Mt 12,19-20) y el de preferir la misericordia a los sacrificios (Mt 9,13; 12,7). La raíz de la mansedumbre de Jesús estriba en su piedad, es decir, en su relación con el Padre del cielo, hecha toda ella de una completa desapropiación de sí mismo, de un abandono total: El hijo no puede hacer nada por mismo si no lo ve hacer al Padre; pero lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo (Jn 5,19). No he venido por mí mismo, sino que el Padre me ha enviado (Jn 8,42). Mi enseñanza no es mía, sino del que me ha enviado (Jn 7,16). El Padre que me ha enviado es el que me ha prescrito lo que tengo que decir y lo que he de dar a entender (Jn 12,49). Estas frases revelan una piedad infinita, basada en la comunión entre el Padre y el Hijo, en el mismo Espíritu. De ella brota una mansedumbre insondable. Pues la raíz de toda violencia está precisamente en el empeño de hacer que todo comience por uno mismo. Lo primero que dice el hombre violento es: tomadme como soy. A ello sigue una maniobra para alienar la libertad de su prójimo. Y el tercer paso consiste en decir: ésta es mi ley. Después vendrá ya la crueldad, la división y la guerra.

          Jesús no comienza a partir de sí mismo, sino a partir del Padre. De ese modo llega a la raíz de la violencia intentando liberarnos del miedo. Los evangelios de la infancia ilustran bien este punto: Jesús se presenta como un ser inocuo, manso, inocente, que no hace daño a nadie. Es evidente que de este modo Dios ha querido desarmar el miedo. Jesús era manso y humilde de corazón. Los que se acercaban a él se encontraban en presencia de un ser que los trataba con un desinterés absoluto, que les decía claramente la verdad, pero sin ninguna pretensión de dominio. Él no necesitaba derrotar ni humillar a nadie para sentirse seguro. Su seguridad brotaba de la relación con el Padre y era inatacable. Por eso Jesús escapaba siempre a sus adversarios, porque su morada era la piedad filial y el amor al prójimo que de ella brotaba, y esa morada era inexpugnable.    

Relevancia cultural del don de piedad y de la mansedumbre

          Son muchos los argumentos que incitan al hombre contemporáneo a pensar que el paradigma más adecuado para comprender la realidad es la dialéctica del amo y del esclavo tal como la describió Hegel. Esta manera de ver la realidad genera una filosofía de la prepotencia cuya dinámica secreta conduce a la lucha por el poder y a la voluntad de perpetuarse en él, ejerciéndolo como dominio despótico (aunque hoy en día sutil y mediáticamente vehiculado) sobre los demás. El don de piedad es quien nos saca de esa visión cruel de la realidad permitiéndonos comprender que la actitud que está a la base de toda la creación y la historia humana no es la voluntad de poder sino la paternidad, no la relación amo-esclavo sino la relación padre-hijo.

          Escribe Juan Pablo II: “La actitud padre-hijo es una actitud permanente. Es más antigua que la historia del hombre. Los “rayos de paternidad” contenidos en ella pertenecen al Misterio trinitario de Dios mismo, que se irradia desde Él hacia el hombre y hacia su historia. A pesar de eso, como se sabe por la Revelación, en esta historia los “rayos de paternidad” encuentran una primera resistencia en el dato oscuro pero real del pecado original. Esta es verdaderamente la clave para interpretar la realidad. El pecado original no es sólo la violación de una voluntad positiva de Dios, sino también y sobre todo, de la motivación que está detrás. La cual tiende a abolir la paternidad,  destruyendo sus rayos que penetran en el mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios, que es Amor, y dejando la sola conciencia de amo y de esclavo. Así, el Señor aparece como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia el hombre se siente inducido a la lucha contra Dios”.

          La humanidad tiene un largo contencioso con el Padre ya desde los días del paraíso. En la base de la violencia está siempre una relación falsa con el Padre, con todo aquello que aparece en la dimensión de la paternidad: Dios, la autoridad, las generaciones antiguas, la cultura del pasado, la tradición etc. Nuestra cultura pretende eliminar al Padre, lo cual es en gran medida una abstracción, ya que una vez eliminado el Padre, surgen multitud de sustitutos: gurús de toda clase, jefes del pueblo considerados como infalibles, padres todopoderosos disimulados bajo la figura del partido único, de la ideología suprema, de las oligarquías financieras o culturales etc. El evangelio afirma claramente: si el Padre no existe los hombres dejarán de ser hermanos. La raza u otros criterios establecerán ciertos grados de humanidad. Habrá hombres e infrahombres. Seguirá reinando el racismo. No quedará eliminado el tribalismo. El etnocentrismo seguirá siendo un polo de discriminación.

          En los últimos treinta y cinco años ha habido más de ciento veinticinco conflictos bélicos en los que se han visto implicados más de sesenta y cinco naciones. Y sin embargo afirmar que nuestro mundo es un mundo marcado por la violencia no deja de ser una banalidad. En realidad la violencia permea por completo la historia entera de la humanidad. La saga de la fundación de la ciudad de Roma habla de un fratricidio y, según la Biblia, Caín fue el primer fundador de una ciudad (Gn 4,17). René Girard ha demostrado que tales vinculaciones literarias entre la constitución de la sociedad y la violencia, no son pura casualidad, sino que expresan la conciencia de que toda sociedad humana se asienta sobre la violencia. Según él una sociedad nace precisamente como intento de doblegar el caos de la violencia. Pero tal doblegamiento sólo es posible mediante otra violencia. Y de este modo la violencia se aloja en el corazón mismo de toda sociedad.

          La violencia puede ser definida como el gesto de dominar, aunque sólo sea temporalmente y en un punto limitado, al prójimo, infligiéndole para ello un daño físico o moral. La raíz de la violencia es el miedo: soy violento porque tengo miedo de un poder que puede y quiere dominarme, que puede y quiere hacerme daño. Todos los violentos son hombres dominados por el miedo: temen la fuerza que hay en el otro y quieren apropiársela para controlarlo. El violento es un ser remitido a sí mismo, es un ser que se comporta como si todo hubiera comenzado por él, como si él no hubiera nacido de nadie, como si la alteridad sólo significara peligro y no una posibilidad de comunión.

Efectos del don de piedad

          a) En nuestra relación con Dios

            1) Una gran ternura filial hacia el Padre que está en los cielos. Es el efecto primario y fundamental de este don. Por él el alma vive con inefable dulzura la experiencia de la filiación divina: Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Romanos 8, 15-16). Por el don de piedad llegamos a saborear el Padrenuestro, como expresión cumplida de esta experiencia de la filiación divina.

                2) Nos hace adorar el misterio inefable de la paternidad divina intratrinitaria. Por este don contemplamos más allá de nuestra propia filiación adoptiva, remontándonos hasta la fecundidad increada de Dios Padre que, en el seno de la eterna y bienaventurada Trinidad, engendra al Hijo desde antes de todos los siglos. La contemplación de este misterio conduce al alma a la adoración y a la alabanza de Dios por sí mismo, es decir, independientemente de los beneficios que nos ha concedido. Como decimos en el “Gloria” de la misa: “Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias”. Llegamos así al amor puro en toda su impresionante grandeza, pues es amor de Dios por sí mismo.

            3) Un filial abandono en los brazos del Padre celestial. El alma aprende a abandonarse: ya no pide ni rechaza nada en orden a salud o enfermedad, a una vida corta o larga, a consuelos o arideces, a energía o debilidad, a persecuciones o alabanzas, etc. El cristiano renuncia a ser él quien lleve el timón de su propia vida y consiente gustoso en que sea el Padre quien la dirija según su beneplácito. Entonces se aprende a vivir el abandono en la Providencia que el Señor nos inculcó en el sermón de la montaña: Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal (Mateo 6, 25-34).

          b) En nuestra relación con el prójimo

                    1) El don de piedad nos infunde la mansedumbre. La mansedumbre es una actitud espiritual propia de los anawim. La encontramos expresada en el salmo 36: “Cohibe la ira, reprime el coraje, no te exasperes, no sea que obres mal; porque los que obran mal son excluidos, pero los que esperan en el Señor poseerán la tierra. Aguarda un momento: desapareció el malvado, fíjate en su sitio: ya no está; en cambio los sufridos poseen la tierra y disfrutan de paz abundante” (8-11). El salmo proclama efímera la prosperidad de los malvados y exhorta a la humildad-mansedumbre, confiando en Yahveh. Esta misma humildad-mansedumbre es descrita bellamente por san Pablo: “Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de sentimientos de compasión, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia, soportándoos mutuamente y perdonándoos si alguno tiene queja de otro. Como el Señor os perdonó, así también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección” (Col 3,12-14). Como se ve la mansedumbre es una forma especial de humildad y de caridad que nace como respuesta a la actitud, llena de mansedumbre, de Dios hacia cada uno de nosotros.

                    El hombre manso se caracteriza por la piedad que consiste en amar a Dios como Padre y, en consecuencia, no poder dejar de ver en todo hombre, incluso en el que le somete a violencia, un hermano. El hombre manso posee, además, la capacidad de ir a buscar el aspecto de bien que hay en su adversario, intentando poner de relieve la verdad y el bien que se ocultan en el violento. Y está dispuesto a pagar el precio de esa conquista con su amor sacrificial. Así el hombre manso, por su paciencia, por su posesión de sí mismo, por su rechazo de los medios que ha adoptado su adversario, por el sufrimiento mismo que recibe del violento, se carga con el mal que hay en el otro, y esta asunción del mal del prójimo, del agresor se convierte en una especie de moneda de cambio para suscitar el bien en el violento, para que se convierta y emprenda también él, el camino de la mansedumbre. Pues el hombre manso cree que su respuesta, hecha de no violencia y de amor sacrificial, acabará abriendo brecha en la conciencia de su adversario.

                    2) Nos mueve al amor y devoción a las personas relacionadas de algún modo con la paternidad divina. Se entra en una percepción más intensa del papel de la Santísima Virgen María como madre del Hijo de Dios hecho hombre y, por lo tanto, como madre del Cristo total y, por ello mismo, madre nuestra. E igualmente ocurre con los ángeles, los santos, las almas del purgatorio, el papa y los obispos, nuestros propios padres, la patria, etc., es decir, con todo aquello que aparece en nuestra vida en la dimensión de la paternidad de Dios: todo ello se percibe con una nitidez especial y se adquiere una sensibilidad más delicada a su respeto.

          c) En nuestra relación con el universo

                1) Una nueva percepción del universo y de la creación entera como la “casa del Padre” en la que todo habla de Él y de su infinita ternura. Se percibe así la dimensión religiosa de todas las criaturas que, en esta luz de la paternidad divina, aparecen como hermanas nuestras: el lobo, los árboles, las flores y hasta la misma muerte (San Francisco de Asís). En algunos santos este don les ha llevado a extremos como abrazar apasionadamente a un árbol porque era un “hermano suyo” en Dios (San Francisco de Asís), o a extasiarse ante las florecillas de su jardín (San Pablo de la Cruz), o a llorar de ternura al contemplar una gallina cobijando a sus polluelos debajo de sus alas y acordarse del uso que de esa imagen hizo el Señor en el Evangelio (Mateo 23, 37). En cualquier caso la creación se percibe como brotando inmediatamente de las manos del Padre.

                2) La liberación de la superstición, de la astrología y del esoterismo (New Age). El don de piedad inspira al discípulo amar a Dios como el “Padre de las luces” que supera infinitamente a los astros por Él creados, tal como recuerda la Carta de Santiago: “No os engañéis, hermanos míos queridos: toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni fase de sombra” (St 1,16-17). Él es la fuente de toda vida y de toda providencia. Esta certeza de fe, que el don de piedad aviva en nosotros, nos preserva de la superstición, que consiste en la tendencia a otorgar a las cosas creadas y a los hechos diversos un poder sobre los acontecimientos. Los supersticiosos ven en los elementos más anodinos de la vida cotidiana, influjos sobre el desarrollo de la historia. Ahora bien, para que nuestra vida se desarrolle en la paz y la armonía, es inútil “tocar madera” o evitar cruzarse con un gato negro. Dios es quien toma en mano nuestra existencia y sus oídos están atentos a las plegarias de los justos. De modo que si uno quiere tener días felices lo que tiene que hacer es orar y guardarse de la mentira (cf. 1Pe 3, 12.10).

                    Dígase lo mismo de la astrología que consiste en atribuir a los movimientos de los astros un papel determinante en el desarrollo de la vida humana. Ya Isaías criticó a los fabricantes de horóscopos: “¡Levántense, pues, y sálvense los que miden el cielo, los que observan las estrellas y anuncian para cada mes lo que va a suceder!” (Is 47, 13). El don de piedad nos indica que el único astro bajo cuya influencia debemos vivir es María, la madre de Dios, a la que invocamos con el título de Estrella de la mañana.

                    Frente al esoterismo, que en sus diferentes y múltiples formas coincide siempre en concebir a Dios como una especie de energía impersonal, en la que debemos diluirnos para alcanzar la salvación, el don de piedad nos hace comprender que Dios es un Padre amoroso que tiene en brazos a sus hijos y que disfruta viéndolos y amándolos en su alteridad, y nos da la fuerza para no ceder  jamás a la tentación de creer que el acceso a la salvación requiere la disolución de nuestra identidad personal, ya que ella es fruto de nuestra relación filial con Dios: “Porque mucho vales a mis ojos, eres precioso y yo te amo” (Is 43,4).

 

“Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra”

          En la tradición bíblica la tierra es la heredad que Dios da a su pueblo en la alianza nupcial que establece con él. Pero ya el Deuteronomio espiritualiza la tierra, precisando que la heredad que el Señor va a dar a su pueblo es su descanso (12,9). Para alcanzarlo habrá que aprender la sabiduría: rastréala, búscala y se te dará a conocer; cuando la hayas asido, no la sueltes, porque, al fin, hallarás tu descanso, y ella se te trocará en contento (Eclo 6,27-28). Hasta el punto de que la acción de gracias se expresará en términos de descanso y no de tierra: Bendito sea el Señor, que ha dado el descanso a su pueblo Israel (1Re 8,56).

          Jesús rechazará las pretensiones políticas y territoriales de sus discípulos (Lo 24,21-27) y anunciará como herencia la vida eterna (Mt 19,29), o lo que es lo mismo el Reino (Mt 25,34). Se trata por lo tanto de una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, la cual os está reservada en el cielo (1Pe 1,4). Pues desde la encarnación del Hijo de Dios todo lugar geográfico ha quedado relativizado (Jn 4,20-24). La heredad que el pueblo escogido ha recibido, la tierra en la que puede vivir la alianza, es el propio Hijo de Dios, Cristo resucitado. En Él, en su cuerpo que es la Iglesia, participamos de la naturaleza divina (2Pe 1,4), caminando hacia la verdadera patria (Hb 11,16), la ciudad celestial en la que ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos ni dolor (Ap 21,4).

          Esta bienaventuranza expresa el misterio de la filiación divina que se nos ha dado en Cristo (Rm 8, 15), y sitúa la existencia del cristiano en la condición de extranjero y peregrino en este mundo de violencia. Así lo comprendieron y expresaron los primeros cristianos: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Habitan las ciudades que les cupo en suerte, pero habitan sus propias patrias como forasteros. La tierra extraña es para ellos patria, y la patria es tierra extraña. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo" (Didajé).

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Sagrada Familia: Jesús, María y José

15 de agosto 

 27 de diciembre de 2020

(Ciclo B - Año impar)





  • Quien teme al Señor honrará a sus padres (Eclo 3, 2-6. 12-14)
  • Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos (Sal 127)
  • La vida de familia en el Señor (Col 3, 12-21)
  • El niño iba creciendo, lleno de sabiduría (Lc 2, 22-40)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

          Mirar a la Sagrada Familia, que fue un matrimonio virginal: la calidad del amor entre María y José. La esencia del amor virginal es el “dejar ser” al otro y no pretender acapararlo para mí: saber agradecer la belleza del otro, aunque esa belleza no sea para mí.

          La esencia del matrimonio no son las relaciones sexuales. La esencia del matrimonio es el caminar juntos hacia el Destino, que es Cristo, que es Dios. ¡Ya quisierais los casados tener entre vosotros una ternura como la que hubo entre María y José!

          Lo primero en la Sagrada Familia es Dios. Lo que hizo a la Sagrada Familia no fue que José y María estuvieran enamorados y quisieran “hacerse felices” el uno al otro… Lo que hizo a la Sagrada Familia fue el hecho de que tanto para María como para José, el primero en su vida fue siempre y en todo Dios. Y por eso, y sólo por eso, María estaba esperando un hijo y José acogió en su casa a María y al hijo que ella esperaba.

          El evangelio de hoy repite tres veces “según la ley de Moisés”, “para cumplir con él lo previsto por la ley”, “cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor”, es decir, el rescate del hijo primogénito y la purificación de la madre después del parto. María y José lo cumplieron sin pretender ninguna excepción. María había tenido un parto virginal, sin efusión de sangre, y por lo tanto no estaba obligada a hacer el rito de la purificación. Ella era, en verdad, un caso “especial”; y sin embargo no quiso ser “especial”: se sometió a la ley común, actuó como actuaba toda madre piadosa en Israel (aplicación al tema de bautizos, primeras comuniones, bodas…).

          La familia, lugar de gratuidad. Cuando Dios es el primero para todos, la familia se convierte en el lugar de la GRATUIDAD, donde cada uno es amado por sí mismo, por el simple hecho de ser, de existir, y NO por las “utilidades” que tenga.

          Cuando nace un niño “no sirve para nada” excepto para comer, descomer y no dejar dormir. La grandeza de la paternidad y de la maternidad consiste en acogerlo, en cuidarlo, en ayudarle a crecer, en trabajar para que él sea y sea en la máxima plenitud posible. Y los padres, al hacer esto, crecen en humanidad.

          Cuando los padres se hacen mayores, a menudo, vuelven a ser como niños. “Honra a tu padre y a tu madre”, es decir, reconócelo más allá de su “utilidad”, de los servicios y favores que te pueda hacer. Ámalos por sí mismos, sin que sirva para nada ese amor. Y ese amor te hará crecer. Y además, es el amor más PURO, porque es el más desinteresado.

          La hospitalidad. La familia es imagen de la Santísima Trinidad, donde cada una de las Tres Divinas Personas no busca sino el honor y la gloria de las otras dos.

          La familia cristiana ha de ser el signo de que Dios es Amor, de que la creación es un hogar (aunque algo estropeado por el pecado), de que todo hombre ha sido creado porque es amado por sí mismo, independientemente de las condiciones en que se desarrolle su existencia.

          «Es preciso recordar a un gran número de personas que permanecen solteras (…) Estas personas están particularmente cercanas al Corazón de Jesús (…) A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares (…) Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente de cuantos están “cansados y agobiados”» (Catecismo 1658).

          Recordemos a M. Teresa de Calcuta y sus moribundos…

          Lo que más se opone a la familia es el espíritu calculador, utilitarista, interesado, egoísta. La belleza de la familia es la de la gratuidad, la de la alegría de ser, la de acoger la vida.

          Que seamos generosos y abramos nuestro corazón a este don tan grande. Y que el Señor nos lo conceda.

           Mirar a la Sagrada Familia, que fue un matrimonio virginal: la calidad del amor entre María y José. La esencia del amor virginal es el “dejar ser” al otro y no pretender acapararlo para mí: saber agradecer la belleza del otro, aunque esa belleza no sea para mí.

          La esencia del matrimonio no son las relaciones sexuales. La esencia del matrimonio es el caminar juntos hacia el Destino, que es Cristo, que es Dios. ¡Ya quisierais los casados tener entre vosotros una ternura como la que hubo entre María y José!

          Lo primero en la Sagrada Familia es Dios. Lo que hizo a la Sagrada Familia no fue que José y María estuvieran enamorados y quisieran “hacerse felices” el uno al otro… Lo que hizo a la Sagrada Familia fue el hecho de que tanto para María como para José, el primero en su vida fue siempre y en todo Dios. Y por eso, y sólo por eso, María estaba esperando un hijo y José acogió en su casa a María y al hijo que ella esperaba.

          El evangelio de hoy repite tres veces “según la ley de Moisés”, “para cumplir con él lo previsto por la ley”, “cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor”, es decir, el rescate del hijo primogénito y la purificación de la madre después del parto. María y José lo cumplieron sin pretender ninguna excepción. María había tenido un parto virginal, sin efusión de sangre, y por lo tanto no estaba obligada a hacer el rito de la purificación. Ella era, en verdad, un caso “especial”; y sin embargo no quiso ser “especial”: se sometió a la ley común, actuó como actuaba toda madre piadosa en Israel (aplicación al tema de bautizos, primeras comuniones, bodas…).

          La familia, lugar de gratuidad. Cuando Dios es el primero para todos, la familia se convierte en el lugar de la GRATUIDAD, donde cada uno es amado por sí mismo, por el simple hecho de ser, de existir, y NO por las “utilidades” que tenga.

          Cuando nace un niño “no sirve para nada” excepto para comer, descomer y no dejar dormir. La grandeza de la paternidad y de la maternidad consiste en acogerlo, en cuidarlo, en ayudarle a crecer, en trabajar para que él sea y sea en la máxima plenitud posible. Y los padres, al hacer esto, crecen en humanidad.

          Cuando los padres se hacen mayores, a menudo, vuelven a ser como niños. “Honra a tu padre y a tu madre”, es decir, reconócelo más allá de su “utilidad”, de los servicios y favores que te pueda hacer. Ámalos por sí mismos, sin que sirva para nada ese amor. Y ese amor te hará crecer. Y además, es el amor más PURO, porque es el más desinteresado.

          La hospitalidad. La familia es imagen de la Santísima Trinidad, donde cada una de las Tres Divinas Personas no busca sino el honor y la gloria de las otras dos.

          La familia cristiana ha de ser el signo de que Dios es Amor, de que la creación es un hogar (aunque algo estropeado por el pecado), de que todo hombre ha sido creado porque es amado por sí mismo, independientemente de las condiciones en que se desarrolle su existencia.

          «Es preciso recordar a un gran número de personas que permanecen solteras (…) Estas personas están particularmente cercanas al Corazón de Jesús (…) A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares (…) Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente de cuantos están “cansados y agobiados”» (Catecismo 1658).

          Recordemos a M. Teresa de Calcuta y sus moribundos…

          Lo que más se opone a la familia es el espíritu calculador, utilitarista, interesado, egoísta. La belleza de la familia es la de la gratuidad, la de la alegría de ser, la de acoger la vida.

          Que seamos generosos y abramos nuestro corazón a este don tan grande. Y que el Señor nos lo conceda.

Navidad - Misa del día

15 de agosto 

25 de diciembre de 2020

(Ciclo B - Año impar)





  • Verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios (Is 52, 7-10)
  • Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios (Sal 97)
  • Dios nos ha hablado por el Hijo (Heb 1, 1-6)
  • El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 1-18)
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          “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres”, hemos proclamado en la segunda lectura de hoy. Un acontecimiento increíble ha sucedido: “Cuando un sosegado silencio lo envolvía todo y la noche se encontraba en la mitad de su carrera”, la Palabra de Dios “saltó del cielo, desde el trono real” y vino a la tierra, morando en medio de nosotros (Sb 18,14). “Dios ha realizado un milagro nunca visto entre los habitantes de la tierra: el que mide el cielo con la palma de su mano, yace en un pesebre de poco más de un palmo; el que en la cavidad de su mano contiene todo el mar, experimenta qué es nacer en una gruta. El cielo está lleno de su gloria y el pesebre está colmado de su esplendor”, canta San Efrén (+373).

          “Os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo”, dice el ángel a los pastores. Se trata de un admirable intercambio por el que el Hijo de Dios asume nuestra naturaleza humana, para hacernos partícipes de su naturaleza divina, para deificarnos, para hacernos dioses, por participación en su vida divina. Como dice San Gregorio Nacianceno (+390): “El que enriquece mendiga. Se empobrece tomando mi carne para que yo me enriquezca con su naturaleza divina. Se vacía quien está repleto de todas las cosas (…) para que yo participe de su plenitud”. Él, siendo rico, se ha hecho pobre por vosotros, a fin de que su pobreza os enriquezca (2Co 8,9)”.

          Y la alegría de esta buena noticia de la salvación que Dios trae a los hombres, es ofrecida, en primer lugar, a unos personajes que gozaban de muy mala fama en Israel. Se trata de los pastores. De ellos afirma el Talmud de Babilonia que “es muy difícil que hagan penitencia”; tenían fama, en efecto, de deshonestos y de ladrones. Pues a ellos, precisamente a ellos, es a quien Dios comunica la alegre noticia del nacimiento en la carne de su Hijo, porque, como dirá más tarde Jesús, “el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10), aquello para lo cual, humanamente hablando, ya no había esperanza.

          También el signo que Dios, a través del ángel, les ofrece para reconocerlo es un signo desconcertante: no lo encontrarán acostado en una cuna, como sería lo normal, sino en un pesebre. Es un signo que sirve para indicar que el Mesías que ha nacido es humilde y sufriente, que pertenece a los pobres y que, por lo tanto, es capaz de entender y de amar a los pastores. En palabras de San Ambrosio (+397): “He aquí el pesebre por el que nos fue revelado este divino misterio: que los gentiles, viviendo a la manera de las bestias sin razón en los establos, serían alimentados por la abundancia del alimento sagrado”. “Belén” significa, en efecto, “casa del pan” y Cristo es “el  pan vivo bajado del cielo” (Jn 6,51) que da vida eterna a quien lo come (Jn 6,58).

          Todo ello significa, hermanos, que hay esperanza para todos, que Dios no da por perdido a nadie, que aunque el hombre viva muchas veces más como un animal que como una persona, la “misericordia entrañable” de Dios (Lc 1,78) nunca lo da por perdido y no deja de salir a su encuentro. Navidad significa esto: que el amor de Dios rechazado por nosotros -pues no hubo sitio para ellos en la posada- no ceja en su empeño, y que acepta el último lugar -el pesebre- con tal de poder alcanzarnos. Por tanto, hermanos, demos gracias a Dios y no desfallezcamos en nuestra oración y en nuestro trabajo para que la salvación llegue a todo hombre. Pues no hay ningún abismo de miseria física o moral que no pueda ser iluminado y rescatado por Cristo, a quien corresponde la gloria y el poder por los siglos de los siglos.

Navidad - Misa de medianoche

15 de agosto 

 25 de diciembre de 2020

(Ciclo B - Año impar)





  • Un hijo se nos ha dado (Is 9, 1-6)
  • Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor (Sal 95)
  • Se ha manifestado la gracia de Dios para todos los hombres (Tit 2, 11-14)
  • Hoy os ha nacido un Salvador (Lc 2, 1-14)
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          Queridos hermanos: ¿Cuál es el misterio que estamos celebrando? NO celebramos ciertamente el solsticio de invierno, ni los paisajes nevados, ni un vago y genérico “espíritu de la Navidad”, ni unos sentimientos filantrópicos de simpatía y bondad para todos, SINO el nacimiento en la carne del Hijo único de Dios. Es este acontecimiento histórico, realmente acontecido, lo que celebramos hoy. Es este hecho, que es el único, por cierto, que puede fundamentar unos sentimientos de bondad y de misericordia para con todos los hombres, y sobre todo de  esperanza de salvación para todos.

          Este hecho consiste en que “un niño nos ha nacido, un hijo de nos ha dado”, como afirma el profeta Isaías en la primera lectura de hoy. Cuando nace un niño, sus padres descubren inmediatamente, con sorpresa, que ese hijo que ha venido al mundo a través de ellos, a través de su abrazo de amor, es otro, es distinto, es un sujeto humano diferente, en el que ya se vislumbran formas y criterios propios, independientes de los de sus padres. Aunque su existencia misma depende todavía por completo del cuidado de sus padres para subsistir, sin embargo ya muestra claramente su alteridad, su ser-otro.

          En el caso de Jesús, que no procede del abrazo de sus padres, sino directamente de Dios, porque Él es el Hijo único de Dios que se ha hecho hombre en el seno virginal de María, esta alteridad se marca con una fuerza inconmensurable: Él es el Otro por excelencia, y por eso mismo nos trae la salvación. La salvación, hermanos, no viene del hombre; el hombre no se puede salvar a sí mismo. Ningún producto humano salvará a los hombres: no será la ciencia, ni la tecnología, ni la cultura, la que salvará al hombre, sino tan sólo este Niño cuyo nacimiento estamos celebrando. La ciencia y la técnica podrán añadir algunos años a la vida del hombre en la tierra; la cultura podrá llenar esos años de actividades significativas; pero sólo este Niño será capaz de llenar esos años de vida eterna, de la única vida que ha vencido a la muerte, y que es la Suya, la vida de la que Él vive en comunión con el Padre y con el Espíritu Santo, la vida divina.

          Nos ha nacido un niño, no un libro, ni un programa, ni un código ético: “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”. La salvación no llega a nosotros a través de unas ideas, o de unas acciones, o de unas obras de filantropía. La salvación se nos ofrece en un niño, y sólo quien acoja a este Niño, cuyo nacimiento celebramos hoy, podrá alcanzarla. Acoger a un niño es algo muy exigente, que termina por cambiar nuestra vida por completo. Porque es acoger una fragilidad extrema -nada hay tan frágil como un bebé- y decir: “quiero que seas”, y poner todo el empeño y toda la vida al servicio de que ese niño sea, exista, crezca. Dios viene a nosotros como un niño. Y hace falta que cada uno de nosotros lo acoja, lo deje existir y le ayude a crecer en la propia vida. Para lo cual es imprescindible que uno aparte de su vida todo aquello que pueda dañar a ese niño, todo aquello que hace incompatible su presencia en mi vida. Y eso es el pecado. “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa”, nos ha recordado el apóstol en la segunda lectura, haciéndose eco de lo que este Niño proclamará cuando ya sea un hombre adulto: “no podéis servir a dos señores: no podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13), ni a ningún otro ídolo.

          Por eso hemos de aprender, en medio de esta sociedad de bienestar y consumo, a vivir con sobriedad, a mostrar a todo el mundo que la felicidad, la alegría y la paz del alma, no dependen de las posibilidades adquisitivas, sino de la belleza que irradia el rostro bendito de Jesús que hemos acogido en nuestra vida y que constituye nuestro tesoro más grande: “¡Oh Jesús, mi único tesoro!” decía Santa Teresita en una de sus oraciones.

          Es importante, hermanos, que se vea que somos el pueblo y la familia de este Niño, el pueblo y la familia de Jesús. Que lo que a nosotros nos interesa es que Él sea conocido, amado, acogido por todos. Que no tenemos otro interés ni otra función en la historia humana. Que nuestra misión no es política, ni cultural, ni económica; que no somos una fundación benéfica ni una O. N. G.: somos el pueblo y la familia de Jesús, sus hermanos nacidos “no de la carne, ni de la sangre, sino de Dios”, porque “hemos creído en Él”. Somos su Cuerpo, el lugar de su presencia y su acción en el mundo, el lugar donde resplandece la luz de su rostro: “Y todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos” (2Co 3,18), para que la luz del rostro de Cristo alcance a todos los hombres. Amén.

IV Domingo de Adviento

15 de agosto 

20 de diciembre de 2020

(Ciclo B - Año impar)





  • El reino de David se mantendrá siempre firme ante el Señor (2 Sam 7, 1-5. 8b-12. 14a. 16)
  • Cantaré eternamente tus misericordias, Señor (Sal 88)
  • El misterio mantenido en secreto durante siglos eternos ha sido manifestado ahora (Rom 16, 25-27)
  • Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo (Lc 1, 26-38)
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          En la proximidad de la Navidad la liturgia de este IV domingo de Adviento nos recuerda cuál es la identidad de Jesús, del Mesías esperado, porque en la identidad de Jesús, descubrimos también la identidad de Dios. El evangelio de hoy nos describe esta identidad con dos expresiones: “Hijo del Altísimo” o “Hijo de Dios” y, por otro lado, “hijo de David”, puesto que el ángel le dice a María que el Señor Dios le dará el trono de David su padre.

          San León Magno afirma, en una de sus cartas: “De nada sirve reconocer a nuestro Señor como hijo de la bienaventurada Virgen María y como hombre verdadero y perfecto, si no se le cree descendiente de aquella estirpe que en el Evangelio se le atribuye. Pues dice Mateo: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. El evangelio de hoy se preocupa de subrayar que José, con quien estaba desposada la virgen María, era “de la estirpe de David”.

          Jesús, de hecho, fue reconocido y aclamado, durante su vida pública como “hijo de David”. ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!, le grita el ciego Bartimeo en Jericó (Mc 10,47-48). ¡Hosanna al Hijo de David!, le aclaman los niños cuando expulsa a los vendedores del Templo de Jerusalén (Mt 21,15). ¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! le dice la mujer cananea (Mt 15,22). Y en la entrada en Jerusalén la gente que iba detrás y delante de él gritaba: ¡Hosanna al Hijo de David! (Mt 21,9), mientras algunos de los que le acompañaban gritaban: Bendito el Reino que viene de nuestro padre David (Mc 11,10).

          “Hijo de David” significa: en ti se cumple la promesa que Dios hizo a nuestro padre David, por medio del profeta Natán; significa: tú eres esa descendencia prometida a David que reinará para siempre en presencia del Señor y cuyo trono durará por siempre, tal como hemos escuchado en la primera lectura de hoy. Así lo entendió San Pedro (cf. Hch 2, 29-31), quien proclamará el día de Pentecostés, que  el Reino de nuestro padre David ha quedado consolidado, puesto que la carne de Cristo, nacido del linaje de David, no había conocido la corrupción del sepulcro, dando así cumplimiento a las palabras del salmo 15: “Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción” (Sal 15, 10). 

          Hermanos: Quienes creyeron en Jesús, no dieron su fe al iniciador de una religión nueva, sino a aquel en quien se cumplían y se hacían realidad las promesas hechas a los padres, a David, a Moisés y a Abrahán, como el propio Jesús, una vez resucitado, explicará a Cleofás y a su compañero, camino de Emaús: Y empezando por Moisés (es decir, por la Ley) y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras (Lc 24,27). Ser cristiano es insertarse, por la fe y el bautismo, en la historia que el Señor inició con Abraham, Isaac y Jacob, y que continuó con Moisés, con David, con los profetas, culminándola en Jesucristo. Por eso la Iglesia no deja de leernos el Antiguo Testamento, para recordarnos siempre la historia a la que pertenecemos, en la que nos hemos integrado, y que es la historia de la salvación, la que nos conduce al banquete del reino de los Cielos, en el que  vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob (Mt 8, 11). Nosotros, que no somos descendencia de Abraham según la carne, somos los que hemos venido “de oriente y occidente” y participamos con él en el banquete del Reino.

          Al entrar en esta historia, hemos comprendido que Dios es fiel, que cumple sus promesas, a su ritmo, que es un ritmo pausado, tranquilo, porque para el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día (2Pe 3,8). David murió unos mil años antes de Cristo; pero, al cabo de esos mil años, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley (Ga 4,4). Él es el Hijo de David y el Hijo del Altísimo, el Hijo de Dios, tal como San Pablo, escribiendo a Timoteo, dice: Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Éste ha sido mi evangelio (2Tm 2,8).  Dios es fiel, por encima incluso de nuestra infidelidad: “Si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2Tm, 2,13).

          La fidelidad de Dios, que cumple siempre sus promesas, es el fundamento de nuestra esperanza, tal como dice la Carta a los Hebreos: “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa” (Hb 10, 23). Pues la esperanza es el  “ancla firme y segura de nuestra alma, que penetra hasta dentro de la cortina, adonde entró por nosotros como precursor Jesús(Hb 6, 19-20), que está sentado a la derecha del Padre y en quien nuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también nosotros apareceremos gloriosos con él (Col 3, 3-4). Por eso, en este tiempo de Adviento, oramos diciendo: “¡Marana tha, Ven, Señor Jesús!”.

Inviolata



¡Tú eres, oh María,
pura, casta y sin mancha!
Tú que has llegado a ser
la radiante puerta del cielo,
oh Madre muy amada de Jesucristo,
recibe nuestras piadosas alabanzas,
que brotan del corazón y de los labios:
que nuestros corazones y nuestros cuerpos
permanezcan puros.
Por tus dulces plegarias
alcánzanos la salvación
para la eternidad.
¡Oh Madre llena de bondad,
oh María nuestra Reina,
tú que eres la única sin pecado!


(Oración del siglo XIII)




III Domingo de Adviento

15 de agosto

 

13 de diciembre de 2020

(Ciclo B - Año impar)





  • Desbordo de gozo en el Señor (Is 61, 1-2a. 10-11)
  • Me alegro con mi Dios (Salmo: Lc 1, 46-50. 53-54)
  • Que vuestro espíritu, alma y cuerpo se mantenga hasta la venida del Señor (1 Tes 5, 16-24)
  • En medio de vosotros hay unoque no conocéis (Jn 1, 6-8. 19-28)
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          El evangelio de hoy nos presenta a Juan el Bautista ante todo como el testigo de la luz, según lo que el evangelista afirma de él poco antes: “Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino (…) para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él” (Jn 1,6-8). El bautismo era una actividad insólita en la historia de Israel. Por eso Juan, bautizando, llamaba la atención, y suscitaba algunas preguntas del tipo: “¿Adónde quiere llegar Juan actuando así? ¿Quién piensa que es?” Por eso las autoridades judías, desde Jerusalén, envían una delegación compuesta por sacerdotes, levitas y fariseos, para preguntarle a Juan quién es él y con qué autoridad hace lo que está haciendo. Estas preguntas van a darle a Juan la ocasión de dar testimonio de la luz.

          Resulta paradójico que la luz necesite un testimonio. Sin embargo los hombres no se encuentran de manera espontánea con el resplandor de la luz, y hace falta que alguien les ayude a reconocer ese resplandor, a descubrir dónde está la luz. Es como si la luz fuera un tesoro escondido que debe ser primero descubierto, para que, a continuación, lo ilumine todo con su resplandor. Y así es Jesús. Él es “la Palabra (…) que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Pero su verdadera realidad no se encuentra simplemente en la superficie, siendo accesible con cualquier acercamiento. Porque Él no se impone, no hace violencia ni fuerza a nadie. Por eso es siempre posible evitarle y prescindir de Él. Jesús es la luz que exige la libre decisión del hombre para iluminar. Esa libre decisión se llama fe. Y para que el hombre pueda tomarla es imprescindible la ayuda del testimonio. Juan es el primer testigo de Jesús, el primero que revela su verdadera realidad y que le pone de manifiesto como luz.

          El testimonio es, en la vida del hombre, un método importantísimo para acceder a la verdad. Pues sobre muchas cuestiones, y cuestiones muy importantes para nuestra vida, nosotros no tenemos un acceso directo e inmediato a los datos de la cuestión -tal vez porque están situados en otro tiempo distinto al nuestro-, y no nos queda otro camino que recurrir a testigos dignos de crédito, a personas que han participado en esos acontecimientos y que merecen nuestra confianza. Así ocurre, por ejemplo, en los procesos judiciales donde, normalmente, los jueces nunca han asistido personalmente a los sucesos que tienen que juzgar. El testimonio que da Juan en el evangelio de hoy se articula en tres momentos: primero dice Juan quien no es él, después declara quién es él; y finalmente explica quién es el que viene después de él.

          Juan declara que él no es el Mesías, ni Elías, ni tampoco el Profeta. Como quiera que Elías no había muerto sino que había sido arrebatado al cielo en un carro de fuego (2R 2,11), y que el profeta Malaquías había anunciado que Elías sería enviado por Dios “antes del día de Yahveh, grande y terrible” (Ml 3,23), los judíos esperaban la venida de Elías poco antes de la llegada del Mesías. Y como quiera que la vestimenta de Juan el Bautista recordaba a la de Elías, pues sólo de ellos dos dice la Escritura que llevaban una “correa de cuero a la cintura” (Mc 1,6), Juan se siente precisado a afirmar que él no es Elías (lo cual, por cierto, no empece para que su misión esté en la línea de Elías, tal como afirma san Mateo al escribir: “Y si queréis admitirlo, él es Elías, el que iba a venir” (Mt 11,14), porque él viene delante del Mesías, aunque no inmediatamente antes del “día del Señor, fuerte y terrible”, que será la Parusía). Finalmente dice que él no es “el Profeta”, lo que se refiere al personaje del que habla Moisés en el Deuteronomio cuando dice que “el Señor suscitará, en medio de ti, un profeta como yo, de entre tus hermanos” (Dt 18,18).

          Después Juan declara quién es él, y se presenta como el precursor, es decir, el que va por delante preparando el camino al que viene detrás de él, que es tan importante, que Dios mismo ya anunció, por el profeta Isaías, que enviaría a alguien para preparar su camino. Y finalmente anuncia dos rasgos de aquel que viene detrás de él: el ocultamiento y la dignidad. “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”, dice Juan. Y sin embargo su dignidad es tan grande que ni siquiera Juan se considera digno de desatarle la correa de su sandalia (un servicio propio de esclavos). La dignidad del que viene detrás de él la explicará Juan, en otros momentos, hablando de que él “bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,8), de que “en su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga” (Mt 3,12), o presentándolo como “el novio” que se le da a “la novia” que es Israel (Jn 3,29), o señalándolo como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).

          Lo mismo que fue Juan el Bautista para los primeros apóstoles, tenemos  que ser cada uno de nosotros para los hombres de nuestro tiempo. En medio de nosotros está, oculto en su Iglesia, aquél que es la luz “de todo hombre que viene a este mundo”. Pero es imprescindible que nosotros demos testimonio de él, para que pueda ser reconocido y acogido por la fe en todos los corazones.

Lo indecible y lo esencial

(El narrador evoca las conversaciones con su abuela, que vive en la estepa rusa, en los tiempos del comunismo de Stalin, durante un verano de su adolescencia. Retrospectivamente se da cuenta de que aquel verano marcó el final de su infancia, porque sus conversaciones con su abuela perdieron el sentido poético y evocador que habían tenido los veranos anteriores y se hicieron banales e intranscendentes, incapaces de evocar lo esencial) 

          Entretanto, continuábamos colmando el silencio, cual tonel de las Danaides, con palabras inútiles y réplicas vacías: “¡Hace más calor que ayer! Gavrilych está otra vez borracho…La Kukuchka[1] no ha pasado esta noche… ¿Fíjate, está ardiendo la estepa! No, es una nube… Haré más té… Hoy, en el mercado, vendían sandías de Uzbekistán…”.

          ¡Lo indecible! Estaba misteriosamente ligado –ahora lo entendía- a lo esencial. Lo esencial era indecible. Incomunicable. Y todo lo que, en este mundo, me torturaba por su muda belleza, todo lo que prescindía de la palabra, me parecía esencial. Lo indecible era esencial.

          Esta ecuación creó en mi cabeza una especie de cortocircuito intelectual. Y gracias a su concisión, aquel verano me topé con esta terrible verdad: “La gente habla porque teme el silencio. Hablan maquinalmente, en voz alta o para sus adentros, se embriagan con esa papilla vocal que envisca a seres y objetos. Hablan de cosas sin importancia, de dinero, de amor, de nada. Y utilizan, incluso cuando hablan de sus amores sublimes, palabras dichas cien veces, frases totalmente desgastadas. Hablan por hablar. Quieren conjurar el silencio…”.

          El matraz del alquimista se había roto. Conscientes de la absurdidad de nuestras palabras, proseguíamos nuestro diálogo diario: “Parece que va a llover. Mira ese nubarrón. No, es que está ardiendo la estepa… Anda, la Kukuchka ha pasado más pronto de lo habitual… Gavrilych… El té… En el mercado…”.

          Sí, una parte de mi vida había quedado atrás. La infancia (…) El final también de un periodo de mi vida, un final marcado por este extraordinario descubrimiento: mis conocimientos no me procuraban ni la felicidad ni el contacto privilegiado con lo esencial.

 


 Autor: Andrei MAKINE

Título: El testamento francés

Editorial: Tusquets Editores, Barcelona, 1997, (pp. 149 y 153)

 



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