6 de diciembre de 2020
- Preparadle un camino al Señor (Is 40, 1-5. 9-11)
- Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación (Sal 84)
- Esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva (2 Pe 3, 8-14)
- Enderezad los senderos del Señor (Mc 1, 1-8)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
En
este tiempo de Adviento la liturgia de la Iglesia dirige nuestra atención hacia
la única promesa que Dios nos ha hecho y que todavía no ha cumplido, la que
profesamos en el Credo diciendo: “Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y
muertos”. Y a nosotros, como a los primeros cristianos, se nos plantea la
cuestión: ¿por qué tarda tanto en venir el Señor?
San
Pedro, en la segunda lectura de hoy, responde a esta pregunta recordándonos, en
primer lugar, que el tiempo de Dios no es como el tiempo de los hombres, que
para Dios “mil años son como un día y un día es como mil años”. Con ello nos
invita a entrar en el misterio de Dios, a comprender que los plazos de Dios no
son nuestros plazos, y que los “cálculos” de Dios no se hacen con una medida
humana. Nos invita, por lo tanto, a la confianza, al abandono, a saber que Él
está ahí, actuando, pero con un obrar que no se ajusta a los parámetros de
nuestra temporalidad.
En
segundo lugar nos da la clave secreta de todo ello: que como “Dios es Amor”
(1Jn 4,8), “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de
la verdad” (1Tm 2,4). Y como consecuencia de ello tiene paciencia. Si Dios no tuviera paciencia con nosotros
estaríamos todos condenados. Pero, tal
como el Señor le dijo a Moisés, Él es “lento a la ira” (Ex 34,6-7). Ya lo
demostró con nuestro padre Adán, a quien dijo que el día que comiera del árbol
prohibido moriría (Gn 2,17); y sin embargo Adán comió, y vivió 930 años, según
dice la Escritura (Gn 5,5). Dios nos da
tiempo para que nos arrepintamos y alcancemos así su perdón.
Y
puesto que Dios es así de bueno, “esperad y apresurad la venida del Señor”, nos
sigue diciendo San Pedro en la segunda lectura de hoy. Esperad, es decir, comportaos como quien sabe que lo que el Señor
ha prometido lo realizará, como quien no duda lo más mínimo de que Él volverá,
y de que no lo hará como la primera vez, en la humildad de la carne, sino
“sobre las nubes del cielo” (Mt 26,64), para “juzgar a los vivos y a los
muertos” (Credo) y para implantar el Reino de Dios en toda su plenitud. “No hay
nada más triste que el alba de un día en el que nada sucederá”, ha dicho un
escritor italiano. Si nada va a suceder, la ley de la vida va a ser siempre la
ley del más fuerte, y los pobres, los que lloran, los sufridos, los que tienen
hambre y sed de justicia, nunca serán felices. Sin embargo Cristo los declaró
felices: porque Él volverá e implantará “un cielo nuevo y una tierra nueva, en
que habite la justicia”.
Y
apresurad la venida del Señor. ¿Cómo
podemos “apresurar” la venida del Señor? Siendo santos. La santidad apresura la
venida del Señor porque en la persona del santo Dios ya ha venido, ya ha hecho
su obra; los santos son anticipaciones de la Jerusalén celestial, son adelantos
del mundo nuevo, del cielo nuevo y de la tierra nueva en los que habita la
justicia. Juan el Bautista lo sabía y sabía que él no podía conferir la
santidad, sino tan sólo recoger el testimonio del arrepentimiento, el
reconocimiento de los pecados: “confesaban sus pecados y él los bautizaba en el
Jordán”, dice el Evangelio de hoy. Por eso añadía: “Detrás de mí viene el que
puede más que yo (…) Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con
Espíritu Santo”.
El
que puede más que él y bautiza con Espíritu Santo está en medio de nosotros: es
Cristo, el Señor. Y Él puede y quiere, con el poder de su Espíritu, hacer de
nosotros santos. Venimos a la Iglesia precisamente a encontrarle, para que Él
pose su mano sobre nosotros y realice en cada uno de nosotros las maravillas de
su Amor, haciendo de nosotros santos.
La
santidad, hermanos, es mucho más que las buenas obras, es mucho más que la
moral. Es una participación en el ser de Dios, en la vida divina, en el “fuego
devorador” (Dt 4,24; Is 33,14) que es “nuestro Dios” (Hb 12,29).
La
santidad es la mirada de Dios en nosotros. Es el milagro de que, a pesar de
todas las miserias humanas, las propias y las ajenas, seamos capaces de
mirarnos, a nosotros mismos y a los demás, con una ternura que no es traición a
la Verdad, y con un corazón lleno de esperanza.
La
santidad es la anticipación del cielo aquí en la tierra. Un anciano que
conoció, siendo joven, a san Juan Bosco, decía de él: “Nos hablaba del cielo
como si hubiera estado en él”. Así es en verdad, porque en el corazón de los
santos ya es el cielo.
Donde
hay un santo, hermanos, todo es posible, el milagro se hace realidad: los
hombres comprenden que se pueden reconciliar entre sí, que se puede vivir de
otra manera, que no hay ninguna fatalidad que no pueda ser rota por el Amor de
Dios que ellos viven y llevan en su corazón.
Los
santos son nuestra esperanza.
Que seamos los santos que Dios quiere que seamos, los santos que el mundo, y muy en especial España, necesita.