Entretanto,
continuábamos colmando el silencio, cual tonel de las Danaides, con palabras
inútiles y réplicas vacías: “¡Hace más calor que ayer! Gavrilych está otra vez
borracho…La Kukuchka[1] no ha
pasado esta noche… ¿Fíjate, está ardiendo la estepa! No, es una nube… Haré más
té… Hoy, en el mercado, vendían sandías de Uzbekistán…”.
¡Lo
indecible! Estaba misteriosamente ligado –ahora lo entendía- a lo esencial. Lo
esencial era indecible. Incomunicable. Y todo lo que, en este mundo, me
torturaba por su muda belleza, todo lo que prescindía de la palabra, me parecía
esencial. Lo indecible era esencial.
Esta
ecuación creó en mi cabeza una especie de cortocircuito intelectual. Y gracias
a su concisión, aquel verano me topé con esta terrible verdad: “La gente habla
porque teme el silencio. Hablan maquinalmente, en voz alta o para sus adentros,
se embriagan con esa papilla vocal que envisca a seres y objetos. Hablan de
cosas sin importancia, de dinero, de amor, de nada. Y utilizan, incluso cuando
hablan de sus amores sublimes, palabras dichas cien veces, frases totalmente
desgastadas. Hablan por hablar. Quieren conjurar el silencio…”.
El
matraz del alquimista se había roto. Conscientes de la absurdidad de nuestras
palabras, proseguíamos nuestro diálogo diario: “Parece que va a llover. Mira
ese nubarrón. No, es que está ardiendo la estepa… Anda, la Kukuchka ha pasado
más pronto de lo habitual… Gavrilych… El té… En el mercado…”.
Sí,
una parte de mi vida había quedado atrás. La infancia (…) El final también de
un periodo de mi vida, un final marcado por este extraordinario descubrimiento:
mis conocimientos no me procuraban ni la felicidad ni el contacto privilegiado
con lo esencial.
Título: El testamento francés
Editorial: Tusquets Editores, Barcelona, 1997, (pp. 149 y 153)