13 de diciembre de 2020
- Desbordo de gozo en el Señor (Is 61, 1-2a. 10-11)
- Me alegro con mi Dios (Salmo: Lc 1, 46-50. 53-54)
- Que vuestro espíritu, alma y cuerpo se mantenga hasta la venida del Señor (1 Tes 5, 16-24)
- En medio de vosotros hay unoque no conocéis (Jn 1, 6-8. 19-28)
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El evangelio de hoy nos presenta a
Juan el Bautista ante todo como el testigo
de la luz, según lo que el evangelista afirma de él poco antes: “Hubo un
hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino (…) para dar testimonio de
la luz, para que todos creyeran por él” (Jn 1,6-8). El bautismo era una
actividad insólita en la historia de Israel. Por eso Juan, bautizando, llamaba
la atención, y suscitaba algunas preguntas del tipo: “¿Adónde quiere llegar
Juan actuando así? ¿Quién piensa que es?” Por eso las autoridades judías, desde
Jerusalén, envían una delegación compuesta por sacerdotes, levitas y fariseos,
para preguntarle a Juan quién es él y con qué autoridad hace lo que está
haciendo. Estas preguntas van a darle a Juan la ocasión de dar testimonio de la
luz.
Resulta paradójico que la luz necesite
un testimonio. Sin embargo los hombres no se encuentran de manera espontánea
con el resplandor de la luz, y hace falta que alguien les ayude a reconocer ese
resplandor, a descubrir dónde está la luz. Es como si la luz fuera un tesoro
escondido que debe ser primero descubierto, para que, a continuación, lo
ilumine todo con su resplandor. Y así es Jesús. Él es “la Palabra (…) que
ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Pero su verdadera
realidad no se encuentra simplemente en la superficie, siendo accesible con
cualquier acercamiento. Porque Él no se impone, no hace violencia ni fuerza a
nadie. Por eso es siempre posible evitarle y prescindir de Él. Jesús es la luz
que exige la libre decisión del hombre para iluminar. Esa libre decisión se
llama fe. Y para que el hombre pueda tomarla es imprescindible la ayuda del
testimonio. Juan es el primer testigo de Jesús, el primero que revela su
verdadera realidad y que le pone de manifiesto como luz.
El testimonio es, en la vida del
hombre, un método importantísimo para acceder a la verdad. Pues sobre muchas
cuestiones, y cuestiones muy importantes para nuestra vida, nosotros no tenemos
un acceso directo e inmediato a los datos de la cuestión -tal vez porque están
situados en otro tiempo distinto al nuestro-, y no nos queda otro camino que
recurrir a testigos dignos de crédito, a personas que han participado en esos
acontecimientos y que merecen nuestra confianza. Así ocurre, por ejemplo, en
los procesos judiciales donde, normalmente, los jueces nunca han asistido
personalmente a los sucesos que tienen que juzgar. El testimonio que da Juan en
el evangelio de hoy se articula en tres momentos: primero dice Juan quien no es él, después declara quién
es él; y finalmente explica quién es
el que viene después de él.
Juan declara que él no es el Mesías,
ni Elías, ni tampoco el Profeta. Como quiera que Elías no había muerto sino que
había sido arrebatado al cielo en un carro de fuego (2R 2,11), y que el profeta
Malaquías había anunciado que Elías sería enviado por Dios “antes del día de
Yahveh, grande y terrible” (Ml 3,23), los judíos esperaban la venida de Elías
poco antes de la llegada del Mesías. Y como quiera que la vestimenta de Juan el
Bautista recordaba a la de Elías, pues sólo de ellos dos dice la Escritura que
llevaban una “correa de cuero a la cintura” (Mc 1,6), Juan se siente precisado
a afirmar que él no es Elías (lo cual, por cierto, no empece para que su misión
esté en la línea de Elías, tal como afirma san Mateo al escribir: “Y si queréis
admitirlo, él es Elías, el que iba a venir” (Mt 11,14), porque él viene delante
del Mesías, aunque no inmediatamente antes del “día del Señor, fuerte y
terrible”, que será la Parusía). Finalmente dice que él no es “el Profeta”, lo
que se refiere al personaje del que habla Moisés en el Deuteronomio cuando dice
que “el Señor suscitará, en medio de ti, un profeta como yo, de entre tus
hermanos” (Dt 18,18).
Después Juan declara quién es él, y se
presenta como el precursor, es decir, el que va por delante preparando el
camino al que viene detrás de él, que es tan importante, que Dios mismo ya
anunció, por el profeta Isaías, que enviaría a alguien para preparar su camino.
Y finalmente anuncia dos rasgos de aquel que viene detrás de él: el
ocultamiento y la dignidad. “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”,
dice Juan. Y sin embargo su dignidad es tan grande que ni siquiera Juan se
considera digno de desatarle la correa de su sandalia (un servicio propio de
esclavos). La dignidad del que viene detrás de él la explicará Juan, en otros
momentos, hablando de que él “bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,8), de que
“en su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el
granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga” (Mt 3,12), o
presentándolo como “el novio” que se le da a “la novia” que es Israel (Jn
3,29), o señalándolo como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”
(Jn 1,29).
Lo mismo que fue Juan el Bautista para los primeros apóstoles, tenemos que ser cada uno de nosotros para los hombres de nuestro tiempo. En medio de nosotros está, oculto en su Iglesia, aquél que es la luz “de todo hombre que viene a este mundo”. Pero es imprescindible que nosotros demos testimonio de él, para que pueda ser reconocido y acogido por la fe en todos los corazones.