El don de piedad


 Qué es el don de piedad

          El don de piedad es el don del Espíritu Santo por el que se nos revela el verdadero rostro de Dios, que es el de Abba, es decir, el del Padre lleno de autoridad y poder pero entrañablemente bueno y misericordioso. Este don nos sirve para redescubrir la piedad, es decir, el valor de la relación filial, toda ella hecha de respeto, de armonía, de comunión. Por este don el Espíritu Santo infunde en nosotros el sentido de pertenencia a la Familia de Dios. Esta Familia es, ante todo, la Santísima Trinidad, el Ser mismo de Dios que, siendo Uno y Único es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero esta Familia divina ha sido ampliada mediante la creación, con la que Dios ha querido participar su paternidad a una multitud de hijos, a los que Él eligió en la persona de Cristo, antes de la creación del mundo y a los que destinó en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos (Efesios 1, 4-5). Es la familia de los hijos de Dios, en la que Dios es el Padre y nosotros somos los hijos, y por lo tanto hermanos entre nosotros. Por el don de piedad recibimos el espíritu de la Familia de Dios. Es un don “afectivo” porque nos hace sentir un afecto filial hacia Dios y fraternal hacia los hombres.      

          La relación de adopción filial que existe entre Dios y nosotros da su fundamento a todo un orden de relaciones nuevas, con los demás, con el universo y con nosotros mismos. Santo Tomás de Aquino enseña que la mansedumbre corresponde al don de piedad, es decir, a aquella dimensión de la religión que corresponde a la justicia. Así por el don de piedad actúo rectamente -soy justo- con Dios y con los hombres, con la creación entera.

          En Jesús vemos claramente la conexión entre piedad y mansedumbre. Pues la única vez que Jesucristo se propuso a sí mismo como modelo de un modo directo, lo hizo designándose como manso y humilde de corazón (Mt 11,29). Su estilo, en efecto, fue el de no disputar, ni gritar, ni quebrar la caña cascada, ni apagar la mecha humeante (Is 42,1-4 Mt 12,19-20) y el de preferir la misericordia a los sacrificios (Mt 9,13; 12,7). La raíz de la mansedumbre de Jesús estriba en su piedad, es decir, en su relación con el Padre del cielo, hecha toda ella de una completa desapropiación de sí mismo, de un abandono total: El hijo no puede hacer nada por mismo si no lo ve hacer al Padre; pero lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo (Jn 5,19). No he venido por mí mismo, sino que el Padre me ha enviado (Jn 8,42). Mi enseñanza no es mía, sino del que me ha enviado (Jn 7,16). El Padre que me ha enviado es el que me ha prescrito lo que tengo que decir y lo que he de dar a entender (Jn 12,49). Estas frases revelan una piedad infinita, basada en la comunión entre el Padre y el Hijo, en el mismo Espíritu. De ella brota una mansedumbre insondable. Pues la raíz de toda violencia está precisamente en el empeño de hacer que todo comience por uno mismo. Lo primero que dice el hombre violento es: tomadme como soy. A ello sigue una maniobra para alienar la libertad de su prójimo. Y el tercer paso consiste en decir: ésta es mi ley. Después vendrá ya la crueldad, la división y la guerra.

          Jesús no comienza a partir de sí mismo, sino a partir del Padre. De ese modo llega a la raíz de la violencia intentando liberarnos del miedo. Los evangelios de la infancia ilustran bien este punto: Jesús se presenta como un ser inocuo, manso, inocente, que no hace daño a nadie. Es evidente que de este modo Dios ha querido desarmar el miedo. Jesús era manso y humilde de corazón. Los que se acercaban a él se encontraban en presencia de un ser que los trataba con un desinterés absoluto, que les decía claramente la verdad, pero sin ninguna pretensión de dominio. Él no necesitaba derrotar ni humillar a nadie para sentirse seguro. Su seguridad brotaba de la relación con el Padre y era inatacable. Por eso Jesús escapaba siempre a sus adversarios, porque su morada era la piedad filial y el amor al prójimo que de ella brotaba, y esa morada era inexpugnable.    

Relevancia cultural del don de piedad y de la mansedumbre

          Son muchos los argumentos que incitan al hombre contemporáneo a pensar que el paradigma más adecuado para comprender la realidad es la dialéctica del amo y del esclavo tal como la describió Hegel. Esta manera de ver la realidad genera una filosofía de la prepotencia cuya dinámica secreta conduce a la lucha por el poder y a la voluntad de perpetuarse en él, ejerciéndolo como dominio despótico (aunque hoy en día sutil y mediáticamente vehiculado) sobre los demás. El don de piedad es quien nos saca de esa visión cruel de la realidad permitiéndonos comprender que la actitud que está a la base de toda la creación y la historia humana no es la voluntad de poder sino la paternidad, no la relación amo-esclavo sino la relación padre-hijo.

          Escribe Juan Pablo II: “La actitud padre-hijo es una actitud permanente. Es más antigua que la historia del hombre. Los “rayos de paternidad” contenidos en ella pertenecen al Misterio trinitario de Dios mismo, que se irradia desde Él hacia el hombre y hacia su historia. A pesar de eso, como se sabe por la Revelación, en esta historia los “rayos de paternidad” encuentran una primera resistencia en el dato oscuro pero real del pecado original. Esta es verdaderamente la clave para interpretar la realidad. El pecado original no es sólo la violación de una voluntad positiva de Dios, sino también y sobre todo, de la motivación que está detrás. La cual tiende a abolir la paternidad,  destruyendo sus rayos que penetran en el mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios, que es Amor, y dejando la sola conciencia de amo y de esclavo. Así, el Señor aparece como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia el hombre se siente inducido a la lucha contra Dios”.

          La humanidad tiene un largo contencioso con el Padre ya desde los días del paraíso. En la base de la violencia está siempre una relación falsa con el Padre, con todo aquello que aparece en la dimensión de la paternidad: Dios, la autoridad, las generaciones antiguas, la cultura del pasado, la tradición etc. Nuestra cultura pretende eliminar al Padre, lo cual es en gran medida una abstracción, ya que una vez eliminado el Padre, surgen multitud de sustitutos: gurús de toda clase, jefes del pueblo considerados como infalibles, padres todopoderosos disimulados bajo la figura del partido único, de la ideología suprema, de las oligarquías financieras o culturales etc. El evangelio afirma claramente: si el Padre no existe los hombres dejarán de ser hermanos. La raza u otros criterios establecerán ciertos grados de humanidad. Habrá hombres e infrahombres. Seguirá reinando el racismo. No quedará eliminado el tribalismo. El etnocentrismo seguirá siendo un polo de discriminación.

          En los últimos treinta y cinco años ha habido más de ciento veinticinco conflictos bélicos en los que se han visto implicados más de sesenta y cinco naciones. Y sin embargo afirmar que nuestro mundo es un mundo marcado por la violencia no deja de ser una banalidad. En realidad la violencia permea por completo la historia entera de la humanidad. La saga de la fundación de la ciudad de Roma habla de un fratricidio y, según la Biblia, Caín fue el primer fundador de una ciudad (Gn 4,17). René Girard ha demostrado que tales vinculaciones literarias entre la constitución de la sociedad y la violencia, no son pura casualidad, sino que expresan la conciencia de que toda sociedad humana se asienta sobre la violencia. Según él una sociedad nace precisamente como intento de doblegar el caos de la violencia. Pero tal doblegamiento sólo es posible mediante otra violencia. Y de este modo la violencia se aloja en el corazón mismo de toda sociedad.

          La violencia puede ser definida como el gesto de dominar, aunque sólo sea temporalmente y en un punto limitado, al prójimo, infligiéndole para ello un daño físico o moral. La raíz de la violencia es el miedo: soy violento porque tengo miedo de un poder que puede y quiere dominarme, que puede y quiere hacerme daño. Todos los violentos son hombres dominados por el miedo: temen la fuerza que hay en el otro y quieren apropiársela para controlarlo. El violento es un ser remitido a sí mismo, es un ser que se comporta como si todo hubiera comenzado por él, como si él no hubiera nacido de nadie, como si la alteridad sólo significara peligro y no una posibilidad de comunión.

Efectos del don de piedad

          a) En nuestra relación con Dios

            1) Una gran ternura filial hacia el Padre que está en los cielos. Es el efecto primario y fundamental de este don. Por él el alma vive con inefable dulzura la experiencia de la filiación divina: Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Romanos 8, 15-16). Por el don de piedad llegamos a saborear el Padrenuestro, como expresión cumplida de esta experiencia de la filiación divina.

                2) Nos hace adorar el misterio inefable de la paternidad divina intratrinitaria. Por este don contemplamos más allá de nuestra propia filiación adoptiva, remontándonos hasta la fecundidad increada de Dios Padre que, en el seno de la eterna y bienaventurada Trinidad, engendra al Hijo desde antes de todos los siglos. La contemplación de este misterio conduce al alma a la adoración y a la alabanza de Dios por sí mismo, es decir, independientemente de los beneficios que nos ha concedido. Como decimos en el “Gloria” de la misa: “Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias”. Llegamos así al amor puro en toda su impresionante grandeza, pues es amor de Dios por sí mismo.

            3) Un filial abandono en los brazos del Padre celestial. El alma aprende a abandonarse: ya no pide ni rechaza nada en orden a salud o enfermedad, a una vida corta o larga, a consuelos o arideces, a energía o debilidad, a persecuciones o alabanzas, etc. El cristiano renuncia a ser él quien lleve el timón de su propia vida y consiente gustoso en que sea el Padre quien la dirija según su beneplácito. Entonces se aprende a vivir el abandono en la Providencia que el Señor nos inculcó en el sermón de la montaña: Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal (Mateo 6, 25-34).

          b) En nuestra relación con el prójimo

                    1) El don de piedad nos infunde la mansedumbre. La mansedumbre es una actitud espiritual propia de los anawim. La encontramos expresada en el salmo 36: “Cohibe la ira, reprime el coraje, no te exasperes, no sea que obres mal; porque los que obran mal son excluidos, pero los que esperan en el Señor poseerán la tierra. Aguarda un momento: desapareció el malvado, fíjate en su sitio: ya no está; en cambio los sufridos poseen la tierra y disfrutan de paz abundante” (8-11). El salmo proclama efímera la prosperidad de los malvados y exhorta a la humildad-mansedumbre, confiando en Yahveh. Esta misma humildad-mansedumbre es descrita bellamente por san Pablo: “Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de sentimientos de compasión, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia, soportándoos mutuamente y perdonándoos si alguno tiene queja de otro. Como el Señor os perdonó, así también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección” (Col 3,12-14). Como se ve la mansedumbre es una forma especial de humildad y de caridad que nace como respuesta a la actitud, llena de mansedumbre, de Dios hacia cada uno de nosotros.

                    El hombre manso se caracteriza por la piedad que consiste en amar a Dios como Padre y, en consecuencia, no poder dejar de ver en todo hombre, incluso en el que le somete a violencia, un hermano. El hombre manso posee, además, la capacidad de ir a buscar el aspecto de bien que hay en su adversario, intentando poner de relieve la verdad y el bien que se ocultan en el violento. Y está dispuesto a pagar el precio de esa conquista con su amor sacrificial. Así el hombre manso, por su paciencia, por su posesión de sí mismo, por su rechazo de los medios que ha adoptado su adversario, por el sufrimiento mismo que recibe del violento, se carga con el mal que hay en el otro, y esta asunción del mal del prójimo, del agresor se convierte en una especie de moneda de cambio para suscitar el bien en el violento, para que se convierta y emprenda también él, el camino de la mansedumbre. Pues el hombre manso cree que su respuesta, hecha de no violencia y de amor sacrificial, acabará abriendo brecha en la conciencia de su adversario.

                    2) Nos mueve al amor y devoción a las personas relacionadas de algún modo con la paternidad divina. Se entra en una percepción más intensa del papel de la Santísima Virgen María como madre del Hijo de Dios hecho hombre y, por lo tanto, como madre del Cristo total y, por ello mismo, madre nuestra. E igualmente ocurre con los ángeles, los santos, las almas del purgatorio, el papa y los obispos, nuestros propios padres, la patria, etc., es decir, con todo aquello que aparece en nuestra vida en la dimensión de la paternidad de Dios: todo ello se percibe con una nitidez especial y se adquiere una sensibilidad más delicada a su respeto.

          c) En nuestra relación con el universo

                1) Una nueva percepción del universo y de la creación entera como la “casa del Padre” en la que todo habla de Él y de su infinita ternura. Se percibe así la dimensión religiosa de todas las criaturas que, en esta luz de la paternidad divina, aparecen como hermanas nuestras: el lobo, los árboles, las flores y hasta la misma muerte (San Francisco de Asís). En algunos santos este don les ha llevado a extremos como abrazar apasionadamente a un árbol porque era un “hermano suyo” en Dios (San Francisco de Asís), o a extasiarse ante las florecillas de su jardín (San Pablo de la Cruz), o a llorar de ternura al contemplar una gallina cobijando a sus polluelos debajo de sus alas y acordarse del uso que de esa imagen hizo el Señor en el Evangelio (Mateo 23, 37). En cualquier caso la creación se percibe como brotando inmediatamente de las manos del Padre.

                2) La liberación de la superstición, de la astrología y del esoterismo (New Age). El don de piedad inspira al discípulo amar a Dios como el “Padre de las luces” que supera infinitamente a los astros por Él creados, tal como recuerda la Carta de Santiago: “No os engañéis, hermanos míos queridos: toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni fase de sombra” (St 1,16-17). Él es la fuente de toda vida y de toda providencia. Esta certeza de fe, que el don de piedad aviva en nosotros, nos preserva de la superstición, que consiste en la tendencia a otorgar a las cosas creadas y a los hechos diversos un poder sobre los acontecimientos. Los supersticiosos ven en los elementos más anodinos de la vida cotidiana, influjos sobre el desarrollo de la historia. Ahora bien, para que nuestra vida se desarrolle en la paz y la armonía, es inútil “tocar madera” o evitar cruzarse con un gato negro. Dios es quien toma en mano nuestra existencia y sus oídos están atentos a las plegarias de los justos. De modo que si uno quiere tener días felices lo que tiene que hacer es orar y guardarse de la mentira (cf. 1Pe 3, 12.10).

                    Dígase lo mismo de la astrología que consiste en atribuir a los movimientos de los astros un papel determinante en el desarrollo de la vida humana. Ya Isaías criticó a los fabricantes de horóscopos: “¡Levántense, pues, y sálvense los que miden el cielo, los que observan las estrellas y anuncian para cada mes lo que va a suceder!” (Is 47, 13). El don de piedad nos indica que el único astro bajo cuya influencia debemos vivir es María, la madre de Dios, a la que invocamos con el título de Estrella de la mañana.

                    Frente al esoterismo, que en sus diferentes y múltiples formas coincide siempre en concebir a Dios como una especie de energía impersonal, en la que debemos diluirnos para alcanzar la salvación, el don de piedad nos hace comprender que Dios es un Padre amoroso que tiene en brazos a sus hijos y que disfruta viéndolos y amándolos en su alteridad, y nos da la fuerza para no ceder  jamás a la tentación de creer que el acceso a la salvación requiere la disolución de nuestra identidad personal, ya que ella es fruto de nuestra relación filial con Dios: “Porque mucho vales a mis ojos, eres precioso y yo te amo” (Is 43,4).

 

“Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra”

          En la tradición bíblica la tierra es la heredad que Dios da a su pueblo en la alianza nupcial que establece con él. Pero ya el Deuteronomio espiritualiza la tierra, precisando que la heredad que el Señor va a dar a su pueblo es su descanso (12,9). Para alcanzarlo habrá que aprender la sabiduría: rastréala, búscala y se te dará a conocer; cuando la hayas asido, no la sueltes, porque, al fin, hallarás tu descanso, y ella se te trocará en contento (Eclo 6,27-28). Hasta el punto de que la acción de gracias se expresará en términos de descanso y no de tierra: Bendito sea el Señor, que ha dado el descanso a su pueblo Israel (1Re 8,56).

          Jesús rechazará las pretensiones políticas y territoriales de sus discípulos (Lo 24,21-27) y anunciará como herencia la vida eterna (Mt 19,29), o lo que es lo mismo el Reino (Mt 25,34). Se trata por lo tanto de una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, la cual os está reservada en el cielo (1Pe 1,4). Pues desde la encarnación del Hijo de Dios todo lugar geográfico ha quedado relativizado (Jn 4,20-24). La heredad que el pueblo escogido ha recibido, la tierra en la que puede vivir la alianza, es el propio Hijo de Dios, Cristo resucitado. En Él, en su cuerpo que es la Iglesia, participamos de la naturaleza divina (2Pe 1,4), caminando hacia la verdadera patria (Hb 11,16), la ciudad celestial en la que ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos ni dolor (Ap 21,4).

          Esta bienaventuranza expresa el misterio de la filiación divina que se nos ha dado en Cristo (Rm 8, 15), y sitúa la existencia del cristiano en la condición de extranjero y peregrino en este mundo de violencia. Así lo comprendieron y expresaron los primeros cristianos: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Habitan las ciudades que les cupo en suerte, pero habitan sus propias patrias como forasteros. La tierra extraña es para ellos patria, y la patria es tierra extraña. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo" (Didajé).

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