Dios es nuestro padre


1.- Introducción: el secreto de Jesús.

La personalidad de Jesús constituyó un enigma para sus contemporáneos. Jesús no encajaba en ninguno de los modelos de su tiempo y de su país: no era un fariseo, ni un escriba, ni un zelote, ni un romano, ni un monje de Qumrán, ni un sacerdote del templo. Se le podía considerar un profeta, pero Él se autodenominaba el Hijo del Hombre, expresión que evocaba un misterioso personaje del que habló el profeta Daniel (7,13). En algunas ocasiones Él habló de su fracaso y de su muerte en unos términos que hacían pensar en otro misterioso personaje –el Servidor sufriente– profetizado por Isaías (53,2-6). La libertad con la que Él actuaba rompía los moldes tradicionales y parece que, para ser el hijo del carpintero, se autoestimaba en exceso al pretender que la gente lo dejara todo y le siguiera, al declararse señor del sábado y al permitirse enseñar con la autoridad propia de sus pero yo os digo.

Sin embargo el mismo que actuaba de esta manera tenía también una clara conciencia de ser un enviado, de cumplir una misión, en la más estricta obediencia. Por eso el misterio de su personalidad hay que comprenderlo desde el ángulo de la filiación con respecto a Dios. Todos los testimonios de los evangelios apuntan en esta dirección: Él se consideraba antes que nada el Hijo,  hasta el punto que san Marcos pudo dar a su evangelio este título: Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (1,1). Jesús, en efecto, llama a Dios Abba, término arameo que significa Padre con un matiz de familiaridad (Marcos 14,36). Él se autodenomina a sí mismo Hijo en relación a Dios, su Padre. Ya en su adolescencia cuando su madre le dijo: Hijo, ¿por qué has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados te andábamos buscando, Él respondió: Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? (Lucas 2,48-49), distinguiendo claramente entre su “madre y padre” terrenos, por un lado, y su Padre del cielo por el otro, y afirmando con rotundidad su total e incondicional pertenencia a este último. A lo largo de toda su vida Él manifiesta una clara conciencia de haber sido enviado por el Padre (Juan 5,23 y 37) –a quien designa a menudo como el que me ha enviado– y de quien ha recibido una misión cuyo cumplimiento constituye su “alimento” (Juan 4,34), aunque sea una misión dura y desagradable para su sensibilidad humana: Abba, Padre, a ti todo te es posible, ¡aparta de mí este cáliz! Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú (Marcos 14,36). Por eso la carta a los hebreos afirma: A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer (Hebreos 5,8).

Sin embargo este “ser hijo” de Jesús con respecto a Dios es un ser hijo muy distinto del nuestro, como él mismo subraya: Vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios (Juan 20,17). En efecto, Jesús no es un hijo de Dios, sino el Hijo de Dios, el único, como Él mismo afirma: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna (Juan 3,16), y como la voz del Padre lo proclamó en su bautismo en el Jordán –Este es mi Hijo amado, en quien me complazco– (Mateo 3,17) y en la transfiguración –Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadle– (Mateo 17,5). El carácter único y excepcional de esta filiación se expresa en la afirmación contundente de Jesús: Yo y el Padre somos uno (Juan 10,30), en base a la cual cuando Felipe le pide a Jesús que les muestre al Padre, Jesús responderá: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú «muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? (Juan 14,9-10). Es tan grande esa unidad entre el Padre y el Hijo que, del mismo modo que el Padre está en el cielo y habita en lo alto –expresiones que designan el lugar de Dios– Jesús habla de sí mismo como del que ha venido del cielo o el que ha venido de lo alto.

El contenido esencial de la predicación de Jesús está estrechamente vinculado con su filiación divina. Pues Jesús anuncia la inminente llegada del reino de Dios (Marcos 1,14-15), pero no bajo el signo de la ira sino bajo el de la gracia, la misericordia y el perdón divino (Lucas 4,16-21). La clave última de esta situación reside en el hecho de que, habiéndose hecho el Hijo de Dios nuestro hermano por su Encarnación, todos nosotros hemos sido hechos hijos de Dios, hasta el punto de que el mismo Espíritu Santo pone en nuestros corazones la palabra íntima y entrañable con la que Jesús se dirige a su Padre del cielo -¡Abba!– (Gálatas 4,6; Romanos 8,15), de tal manera que también nosotros podemos compartir la oración misma de Jesús y decir con Él Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo 6,9).

2.- Qué significa que Dios es nuestro Padre.

a) Origen de todo y autoridad transcendente sobre todo.

Que Dios es nuestro Padre significa, ante todo, que Él es el origen de todo lo que existe y que posee una autoridad soberana y todopoderosa sobre todo. Al confesar la fe en Dios Padre afirmamos que es todopoderoso.  La omnipotencia de Dios es universal pues nada es imposible para Dios (Lucas 1,37), es amorosa porque Dios es amor (1ª Juan 4,8) y es misteriosa porque el Señor la ejerce de una manera desconcertante para nosotros ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad (2ª Corintios 12,9).

Dios es, en efecto, el Creador que ha dado y sigue dando el ser a todas las cosas, que todo lo cuida, guía y conserva. Su solicitud se extiende a todos los seres, aunque sean pequeños e insignificantes, como los lirios del campo o las aves del cielo (Mateo 6,26-30); de tal modo que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mateo 10,30). Dios es también el Señor de la historia que ayuda y salva, libera y redime, que aquí y ahora produce lo nuevo e inesperado y que todo ello lo hace, no sólo en la interioridad del corazón del hombre,  sino también en su cuerpo, como lo muestran los milagros de Jesús. Por eso nosotros, si abrimos nuestro corazón a Dios por la fe, no debemos agobiarnos (Mateo 6,25.31) ni tener miedo (Mateo 10,31), ya que para el creyente no hay nada imposible: Todo es posible al que tiene fe (Marcos 9,23).

Sin embargo Dios despliega este obrar maravilloso y omnipotente de un modo desconcertante para nosotros. A lo largo de la historia de la salvación, en efecto, encontramos una constante en el comportamiento divino: la elección de instrumentos, personas, situaciones, etc. de escasa relevancia histórica y poco poder mundano, para realizar el despliegue de su omnipotencia. Dios elige la debilidad, la pequeñez histórica, social, cultural, económica, etc. etc. para realizar sus maravillas, de tal manera que se vea claramente que éstas son obras de su poder y no fruto del ingenio o de la sabiduría de los hombres. Esto se aprecia muy bien en la principal maravilla realizada por Dios: la encarnación, muerte y resurrección de su Hijo único Jesucristo. Pues toda ella está montada sobre la debilidad y el anonadamiento de Aquel que “siendo rico se hizo pobre por nosotros”, que siendo Hijo de Dios “no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos” (Filipenses 2,6-7). Y esto porque “la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad” (2ª Corintios 12,9). De esta manera Dios desconcierta a los sabios y entendidos de este mundo que no pueden comprender que el poder de Dios se ejerza en formas de debilidad histórica, “porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina más fuerte que la fuerza de los hombres” (1ª Corintios 1,25). De este modo Dios se muestra todopoderoso autor de maravillas en la vida de todos aquellos que son humildes, que no ponen su esperanza en los poderes de este mundo –dinero, política, cultura, relaciones sociales, etc.– sino únicamente en Él. Ellos son los que alaban, con María, el poder de aquél que “ha mirado la humillación de su esclava” (Lucas 1,48).

b) Amor gratuito.

El amor del Padre a sus criaturas es un amor gratuito, es un amor “porque sí”. El Padre no crea por ninguna “necesidad”, sino “porque sí”, por amor, por el gusto de darse, de comunicarse. Su amor hacia nosotros no depende de nuestra actitud hacia Él que “hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos” (Mateo 5,45).

El correlato humano de ese amor es el espíritu de infancia. La infancia es la edad en que se tiene una conciencia espontánea y muy clara de que “mis padres me aman”, de que “tengo cubiertas las espaldas”, de que, pase lo que pase y haga lo que haga, mis padres van a dar la cara por mí y no van a dejar de quererme. Pues está muy claro que yo les pertenezco. La infancia es la conciencia de una pertenencia amorosa; el niño piensa y sabe que él es “de sus padres”. Vivir la paternidad de Dios es vivir la pertenencia amorosa a Él: Le pertenezco, soy suyo y Él no dejará de quererme y de cuidar de mí: ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide yo no me olvidaré (Isaías 49,15). Por eso el creyente vive tranquilo, sin agobios ni miedos, como un niño en brazos de su madre (Salmo 130,2), y puede tener la audacia de dar su vida; pues sabe que Dios cuida de él (1ª Pedro 5,7) y que, por lo tanto, él puede decir en paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo (Salmo 4,9).

c) Amor exigente.

El amor es siempre exigente porque no se resigna al mal del amado (cfr. padres, esposos, amigos). El amor de Dios Padre “exige” mi bien y por ello exige a mi libertad que trabaje por ese bien ya que Él no puede conseguir mi bien si yo no colaboro con Él. Pues ése es el misterio de la libertad: “hagamos al hombre...”. Ese plural se refiere también al mismo hombre: si el hombre no colabora con Dios, el hombre no puede “ser hecho”.

Por eso la vida del hombre está marcada por una misión que el Padre nos confía y que Él había previsto para cada uno de nosotros desde toda la eternidad: “Él nos eligió, en la persona de Cristo ... antes de todos los siglos” (Ef). Y nosotros estamos “hechos” en vistas a esa misión: “antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado” (Jeremías 1,5). La misión es dura y exigente y el Padre –que es padre y no abuelo– no nos libra de ella, sino que nos da la fuerza para llevarla a cabo (“danos hoy nuestro pan de cada día”). Así lo hizo con Cristo, su único Hijo (por naturaleza), quien, asustado ante lo terrible de su misión, “oró con ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas, al que podía salvarle de la muerte y fue escuchado por su actitud reverente; y aún siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hebreos 5,7-8). La paternidad de Dios no consiste en librarnos “mágicamente” de nuestras “malas horas”, sino en darnos las fuerzas para afrontarlas con la actitud adecuada para que sirvan a nuestro crecimiento espiritual, a nuestro desarrollo como personas. “El Señor corrige a los que ama y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Si quedarais sin corrección, cosa que todos reciben, sería señal de que sois bastardos y no hijos” (Hebreos 12,6-8).

d) Amor misericordioso.

Ante el amor exigente del Padre el hombre muchas veces dice no o dice un sí parcial, tacaño, raquítico: es el pecado que se nos revela así como fuerza de muerte, como obstáculo para el crecimiento, como negación del gusto por la vida: no se quiere crecer, se tiene miedo de la vida, de la libertad y del esfuerzo que supone.

Cuando ocurre eso el misterio del Padre se nos revela como misterio de acogida y de perdón. Su mejor expresión es la parábola del hijo pródigo: cuando el hijo sabe que no merece llamarse “hijo”, el Padre le llama “hijo mío” y le devuelve así su dignidad esencial (que es precisamente la de ser hijo), amándole con un amor que va más allá de la justicia. El corazón del Padre revela aquí su último secreto y ese secreto se llama misericordia: un decir al hombre “tú eres mi hijo” más allá de todos nuestros actos con los que nosotros hemos desmentido esa “filiación”. Así el amor del Padre tiene características maternas, pues es propio de la madre el reconocer siempre al hijo, cualquiera que sea la situación o la condición en que se encuentre. Por eso dice el Señor: ¿Acaso puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no me olvidaré (Isaías 49,15).

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