I Domingo de Adviento

15 de agosto 

 29 de noviembre de 2020

(Ciclo B - Año impar)





  • ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! (Is 63, 16c-17. 19c; 64, 2b-7)
  • Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve (Sal 79)
  • Aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1 Cor 1, 3-9)
  • Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa (Mc 13, 33-37)
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Dos palabras resumen la exhortación que el Señor nos hace en este primer domingo de Adviento: “Mirad” y “vigilad”. “Mirad”, es decir, “tened los ojos abiertos” para percibir bien cuál es vuestra situación. Para ello el Señor nos narra una breve parábola de la que se desprende que nuestra situación se caracteriza por dos rasgos:

a) Por la ausencia del dueño de la casa, del Señor. En efecto, el mundo, y con él nuestra vida, transcurre como si no hubiera “dueño de la casa”, puesto que está ausente, puesto que se ha ido de viaje. Esta sensación de ausencia puede suscitar en nosotros algunas tentaciones, que San Agustín (+ 430) describe así: “Los hombres observan que los bienes y los males de la vida presente son participados indistintamente por buenos y malos (…) Y se dicen para sus adentros que Dios no se ocupa de las cosas humanas, sino que las ha abandonado al azar, en el profundo abismo de este mundo, ni se preocupa en absoluto de nosotros. Y de ahí pasan a desdeñar los mandamientos”.

b) Por el hecho ineludible de que, el Señor, ahora ausente, volverá: esta casa (que somos nosotros, que es el mundo, que es la historia humana) es suya, y Él volverá a retomar lo suyo. Por lo tanto, la percepción correcta de la situación no se expresa bien diciendo que el Señor está ausente, sino más bien diciendo que el Señor está viniendo. Vendrá, en efecto, en primer lugar, el día de nuestra muerte. Escuchemos de nuevo a San Agustín: “Vendrá para cada uno el día en que cada persona ha de salir de aquí tal como va a ser juzgado. Por eso debe vigilar todo cristiano, para que no le encuentre desprevenido la venida del Señor. Y le hallará desprevenido ese día final, si le encuentra desprevenido el último día de su vida”. Vendrá también, finalmente, para toda la humanidad, al final de la historia humana, cuando con su venida resuciten los muertos y Él juzgue a todos los hombres y los pueblos de la tierra.

“Vigilad”, “velad”, es la otra actitud que nos inculca el Señor. El encargado de vigilar, según la parábola, es el portero de la casa. El “portero” del hombre es su corazón, porque en realidad el hombre no mira con los ojos sino con el corazón, es el corazón del hombre el que determina la orientación de la mirada, tal como decía San Agustín: Ubi amor, ibi oculus, el ojo mira lo que ama el corazón, lo que constituye su “tesoro”, porque  “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21). 

“Yo dormía, pero mi corazón velaba”, leemos en el Cantar de los cantares (5,2). El corazón vela, queridos hermanos, si mantiene vivo en él el deseo de Cristo. Pues el deseo más profundo del hombre es el deseo de Dios: “mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 62,2). El corazón vela cuando este deseo de Dios no es censurado, ni anestesiado. El peligro de nuestra sociedad es la multiplicación de los intereses y los atractivos superficiales, que pueden acaparar toda la atención del hombre y hacerle olvidar el deseo profundo de su corazón, que es Cristo, Dios con nosotros, el Emmanuel. De ahí la necesidad del silencio y de la austeridad, para que el corazón no quede embotado: “Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros” (Lc 21,34).

Cuando el alma se llena de sensaciones, de imágenes, de atractivos e intereses que, aunque no sean pecaminosos, son superficiales, banales, alejados de lo esencial, se produce un efecto de saturación que adormece el corazón, que lo embota. Como recuerda San Gregorio de Nisa (+ 395) lo que debe dormir es el cuerpo, no el corazón; lo que debe ser adormecido es “la turbación de los sentidos”, es decir, la vorágine de imágenes y de palabras frívolas que invade nuestra alma y que embota el corazón. El corazón debe, en cambio, permanecer en vela, vigilante, atento a la venida de Aquel que ama. 

La Iglesia, en el ritual de exequias, ora con las palabras de San Gregorio Nacianceno (+ 390): “No permitas, Señor, que en la hora de nuestra muerte, desesperados y sin acordarnos de él, nos sintamos como arrancados y expulsados de este mundo (…) sino que, por el contrario, alegres y bien dispuestos, lleguemos a la vida eterna y feliz, en Cristo Jesús, Señor nuestro”. “Que mi alma se alce sin demora al eterno abrazo de tu Amor misericordioso”, pedía Santa Teresita. Pero para que esta plegaria pueda ser atendida, es necesario que mantengamos vivo en nosotros el deseo de Cristo, el deseo de Dios. Y para ello necesitamos mucho más silencio y mucha menos televisión. Que el Señor nos haga capaces de guardar nuestro corazón.