XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

8 de noviembre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Quienes buscan la sabiduría la encuentran (Sab 6, 12-16)
  • Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío (Sal 62)
  • Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto (1 Tes 4, 13-18)
  • ¡Que llega el esposo, salid a su encuentro! (Mt 25, 1-13)
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El Señor mediante esta parábola nos entrega, queridos hermanos, una enseñanza nueva e importante sobre nuestra salvación. Las diez vírgenes son un símbolo de los creyentes, de  los discípulos, de nosotros, los cristianos. Ya de entrada se nos insinúa, por lo tanto, que no basta con ser cristiano -con ser “virgen”- para alcanzar la salvación, puesto que de las diez vírgenes cinco son necias y cinco son sensatas. La parábola está centrada sobre el hecho de que “el Esposo tardaba”: el Esposo, obviamente, es Cristo, pues por el bautismo hemos sido desposados con Cristo “como una virgen pura” (2 Co 11,2), y su tardanza es el tiempo que media entre su resurrección y ascensión gloriosa al cielo y su segunda venida.

Dice la parábola que “todas se durmieron”. En este caso el dormirse no es un defecto o un pecado, porque la parábola no quiere inculcarnos tanto la vigilancia cuanto la preparación, el hecho de estar ya preparados para cuando aparezca el Señor. Pues el Señor, en efecto, aparecerá de improviso (Mc 13,36; Lc 21, 34) -San Lucas dice que caerá sobre nosotros “como un lazo” (21,35). Cristo es el Señor de las sorpresas y por eso llegará “a medianoche”. 

La parábola, por lo tanto, nos exhorta a vivir la fe en la duración, a comprender que el paso del tiempo es el verdadero banco de prueba de nuestra fe: no basta creer en un momento de euforia o de entusiasmo espiritual; hay que creer a lo largo del tiempo, perseverando en la fe y haciendo que nuestra fe haga resplandecer nuestra lámpara. Las lámparas son nuestros corazones, como nos explica San Gregorio Magno, y el Señor quiere que brillen con “el resplandor de la gloria de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios” (2 Co 4,4). Pues tal como explica San Pablo en la segunda carta a los corintios, “todos nosotros (…) nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2 Co 3,18). “Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4,6).

Por lo tanto no basta con ser “virgen”, es decir, creyente, para entrar al festín de las bodas del Cordero, es decir, para alcanzar la salvación; hace falta que el resplandor de la gloria de Cristo brille en nuestros corazones. Para lo cual es indispensable el aceite. El aceite, hermanos, es el don del Espíritu Santo, al que la liturgia de la Iglesia llama spiritalis unctio, la “unción espiritual” por la que somos “cristificados”, es decir, hechos conformes a Cristo, semejantes a Él, y entonces resplandecemos con la misma gloria con la que resplandece Él: “Yo les he dado la gloria que tú me diste” dijo Cristo al Padre en su oración sacerdotal, la noche del jueves santo (Jn 17,22), la misma gloria que Él tenía, junto al Padre, “antes de la creación del mundo” (Jn 17,5.24). “Gloria” es otro de los nombres del Espíritu Santo. La parábola, por lo tanto, nos enseña que tenemos un tiempo para obtener el don del Espíritu Santo, sin el cual es imposible que brillemos resplandecientes cuando venga el Señor. Ese tiempo es el de nuestra vida terrena, que es única, como única es la muerte (Hb 9,27), y es en él donde hemos de obtener el aceite del Espíritu Santo. 

Por lo tanto se nos exhorta, queridos hermanos, a que centremos toda nuestra vida espiritual en el presente, porque es ahora y sólo ahora, cuando podemos prepararnos a la venida del Señor, tanto a la venida personal a cada uno de nosotros, que ocurrirá en la hora de nuestra muerte, como a la venida universal, que sucederá en la Parusía: “Ahora es el tiempo aceptable, ahora es el día de la salvación”, afirma San Pablo (2 Co 6,2). Como recuerda San Gregorio Magno “cuando llegue el Esposo ya no se podrá adquirir el aceite”, ni tampoco nos lo podrán prestar otros, porque la salvación exige de cada uno de nosotros una respuesta personal e intransferible.

La obtención del Espíritu Santo es el objetivo de la vida espiritual, tal como nos han enseñado todos los santos, sobre todo los santos del Oriente cristiano. Pues sin su presencia y su acción en nuestros corazones, es imposible nuestra conversión, es imposible que surja en nosotros el hombre nuevo a imagen y semejanza del último y definitivo Adán que es Cristo, como lo muestra la reacción de Pablo en Éfeso ante aquellos pretendidos cristianos que ni siquiera habían oído hablar del Espíritu Santo (Hch 19 1-7). 

Oremos, pues, queridos hermanos, pidiendo al Señor que no cese de derramar en nuestros corazones el aceite del Espíritu Santo, para que, despiertos o dormidos, brillemos siempre con el resplandor de la gloria de Cristo y nos encuentre preparados,  cuando Él venga.