Todos los santos

15 de agosto 

1 de noviembre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas (Ap 7, 2-4. 9-14)
  • Esta es la generación que busca tu rostro, Señor (Sal 23)
  • Veremos a Dios tal cual es (1 Jn 3, 1-3)
  • Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo (Mt 5, 1-12a)
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- Cantidad. Lo primero que llama la atención en esta fiesta es la afirmación que hace la Iglesia de que hay muchos, muchísimos santos: “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar” (Ap). Los que la Iglesia venera, inscribiéndolos en el catálogo de los santos, son una pequeñísima parte de esa muchedumbre. En ella están tantos y tantos hermanos nuestros, que han sido en esta tierra padres y madres de familia, hombres y mujeres solteros, sacerdotes, religiosos, personas más o menos anónimas que, a pesar de sus fallos, han abierto su corazón a Dios. Nosotros esperamos que en esa muchedumbre estén nuestros antepasados, nuestros seres queridos; también nuestros enemigos, aquellos con los que no hemos sabido entendernos aquí en la tierra: que después, en el cielo, estemos por fin todos juntos y reconciliados.

- Identidad y diferencia. Todos los santos reflejan el rostro bendito del Señor, alguno o algunos de los rasgos de ese rostro. El evangelio de hoy nos ha descrito ese rostro mediante las nueve bienaventuranzas que nos narra san Mateo. Cada uno de los santos ha reflejado en su vida alguna de esas bienaventuranzas, ha sido una pequeña encarnación del rostro de Cristo. Y por eso está en el cielo. Los santos son Cristo en medio de nosotros; no valen por sí mismos, sino por Aquel que se hace presente en ellos. 

Todos los santos han tenido que “purificarse a sí mismos” (2ª lect.): todos han tenido que hacer renuncias, cambios, rupturas, esfuerzos en la propia vida. Ninguno ha nacido santo. Todos han “lavado y blanqueado su túnica en la sangre del Cordero”, es decir, todos han unido su destino al destino de Cristo, dándole a Dios plena libertad para configurarlo como Él quisiera. Todos han tenido, pues, que aceptar cosas con las que no contaban; ninguno se ha diseñado a sí mismo; todos han consentido en que el Espíritu Santo dibujara en ellos el rostro de Cristo con los acentos y los matices que Él quisiera. En todo esto coinciden todos los santos, en todo esto son idénticos.
En cambio son diferentes en todo lo demás. No hay dos santos iguales, pues los hay “de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap). De modo que hay santos divertidos y santos aburridos, amables y severos, comprensivos y exigentes, poéticos y filosóficos, activos y contemplativos, pacíficos y guerreros, con una vida ordinaria y con una vida extraordinaria, inocentes y penitentes. Y es normal que nos gusten unos más que otros. “No es santo de mi devoción”, pero es santo, y eso es lo que importa, aunque yo no le tenga devoción.

- Los santos nos están esperando, con un deseo ardiente, que en ellos se hace oración, de que nos incorporemos a su número. ¡Qué triste tiene que ser una vida en la que no hay nadie esperándonos! Porque nuestro corazón espera presencias que le correspondan, rostros amigos con los que poder compartir y habitar, y deseamos que ellos también nos esperen a nosotros, como Tobías esperaba a Sara y Sara a Tobías, aunque ninguno de los dos lo sabía y fue el arcángel san Rafael quien les ayudó a reconocerse mutuamente como hechos el uno para el otro.
A nosotros nos espera el Señor y todos los que están con Él, todos los santos. Nos espera la Virgen María, nos espera san José, nos esperan (…) que cada cual ponga aquí los santos de su devoción, aunque también nos esperan los otros. Ellos oran por nosotros para que nuestro viaje aquí en la tierra transcurra bien, para que no nos salgamos del camino, para que tengamos los menos accidentes y las menos heridas posibles. Porque nos aman y desean nuestra compañía. Ellos son nuestra familia más verdadera y el cielo es nuestro hogar. Que sepamos vivir  a la altura de nuestra vocación de “ciudadanos del cielo” (Flp 3,20) y moradores de la casa de Dios. Que tengamos claro nuestro destino.