Introducción: el papel de los dones del Espíritu Santo en la vida cristiana
Los
Padres de la Iglesia han comparado los dones del Espíritu Santo a las velas de
un barco: sirven para recoger el viento, es decir, el “soplo” del Espíritu.
Para vivir como “hijos de Dios” los hombres necesitamos una auténtica
renovación de nuestro ser, la creación en nosotros de un nuevo “organismo” que
nos permita actuar como hijos de Dios. Esta va a ser la función de los dones
del Espíritu Santo que son, en realidad, “dona
totius Trinitatis”, pero que atribuimos por apropiación, a la Persona del
Espíritu Santo, como una obra del Amor de Dios santificando a los hombres. La
creación en nosotros de este nuevo “organismo interior” nos hará capaces de
actuar “al modo divino”, de obrar de una manera deiforme, como unos hijos que
se parecen de verdad a su Padre Dios. A través de ellos Dios nos comunica su
propia manera de pensar, de amar y de obrar, en la medida en que le es posible
a una criatura participar en el modo mismo del obrar divino. En realidad se
trata de la creación de un nuevo sujeto
en el que toda la subjetividad sea vehículo, transparencia, receptáculo, de la
subjetividad de Cristo, tal como afirma Pablo: Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Gálatas 2, 20). De tal manera que, a través
de sus dones, el Espíritu Santo “dibuja” en nosotros el rostro bendito del
Ungido, de Cristo, con lo que nosotros empezamos a parecernos a Él, y por eso empiezan a realizarse en nosotros las
bienaventuranzas. Las bienaventuranzas son, ante todo, el retrato del rostro de
Jesús, de su manera de ser, de sentir, de reaccionar, de actuar. Por eso a
medida que somos “cristificados” van apareciendo en nosotros. Los doctores de
la Iglesia han establecido una correspondencia entre los dones del Espíritu
Santo y las bienaventuranzas: cada don crea en nosotros una de las
bienaventuranzas.
En
la vida cristiana hay un umbral: es el punto en el que el hombre ya no intenta
practicar las virtudes de un modo humano, sino más bien dejarse llevar por el
Espíritu. Hasta ese momento el cristiano ha sido un adulto que ha decidido y ha
hecho, con la ayuda de Dios, lo que ha podido. A partir de ahora se va a
convertir en un niño, va a entrar en un abandono total. Este “umbral” se
identifica con el “caminito” de Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz,
que consiste en “dejarse llevar” por la acción del Espíritu Santo. Pues la
esencia de este camino espiritual consiste en que “es Jesús quien lo hace todo,
yo no hago nada”. Santa Teresita descubrió que la debilidad (“soy una nada muy
pequeña”) es el lugar donde actúa la fuerza de Dios, con tal que uno reconozca
con toda franqueza la propia impotencia ante Dios y le pida a Jesús que Él sea
nuestra “justicia y santidad”, renunciando a apropiarse cualquier mérito. Y
esto es vivir según la dinámica de los dones del Espíritu Santo.
En
la “escala” de los dones del Espíritu Santo la cumbre está ocupada por el don
del sabiduría; pero el primer escalón
para llegar a esa cumbre es el don de temor
de Dios. Por eso la Escritura afirma que “el principio de la sabiduría es
el temor de Dios” (Sal 110, 10).
Cabría pensar que la palabra “temor”
no tiene cabida en el cristianismo. Ante lo divino y sus manifestaciones, el
hombre siente naturalmente temor. Así lo vemos en muchísimos lugares de los
Evangelios, como cuando Jesús calma la tempestad con solo su palabra (Mc 4,41),
o como cuando expulsa a la Legión de demonios que poseían al endemoniado de
Gerasa (Mc 5,15), o en la misma Transfiguración del Señor sobre el monte (Lc
9,34). Por eso la novedad que Cristo aporta se puede describir como una
liberación del temor: “Para que, libres de temor, le sirvamos en santidad y
justicia, en su presencia, todos nuestros días” (Lc 1,74-75). De hecho, una de
las frases que se repiten con frecuencia en los Evangelios es “no temáis”, “no
temas” (Mt 10,28-31; 14,27; 28,5 y 10; Lc 1,30; 2,10; 5,8; 8,85; Hch 27,24).
San Pablo describe la novedad cristiana con estas palabras: “Y vosotros no
habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba,
Padre!” (Rm 8,15) Y San Juan, por su parte, sentencia: “No cabe temor en el
amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor, porque el temor entraña
castigo; quien teme no ha alcanzado la plenitud en el amor” (1Jn 4,18).
Sin embargo el propio Nuevo Testamento
utiliza la palabra “temor” en un sentido positivo, como una de las
características de la experiencia cristiana. Así lo vemos en San Pablo: “Sed
sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21); “Teniendo, pues,
estas promesas, queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del
espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios” (2Co 7,1). Y en San
Pedro: “Y si llamáis Padre a quien, sin acepción de personas, juzga a cada cual
según su conducta, conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro”
(1Pe 1,17). Y también en San Lucas: “Las iglesias gozaban de paz en toda Judea,
Galilea y Samaria; pues se edificaban y progresaban en el temor del Señor y
estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo” (Hch 9,31). Notemos esta
última cita donde el progreso “en el temor del Señor” va unido a “la
consolación del Espíritu Santo”.
Un
texto de San Hilario puede ayudarnos a resolver esta aparente contradicción y a
descubrir la esencia de este don. Dice así “En cambio, con respecto al temor
del Señor, hallamos escrito: Venid,
hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Así, pues, el temor
de Dios ha de ser aprendido, ya que es enseñado. No radica en el miedo, sino en
la instrucción racional; ni es el miedo connatural a nuestra condición, sino
que consiste en la observancia de los preceptos, en las obras de una vida
inocente, en el conocimiento de la verdad. Para nosotros el temor de Dios
radica en el amor, y en el amor halla su perfección”.
En la Biblia, en efecto, “temer a Dios” es la expresión típica de la
fidelidad a la Alianza. El temor de Dios implica el amor con el que Israel responde
al amor con que Dios lo ama, así como una obediencia absoluta a todo lo que
manda. Por eso cuando los
grandes profetas anuncian la plenitud de la salvación, incluyen siempre, como
uno de sus componentes esenciales, el temor del Señor. Isaías, por ejemplo, al
hablar del Mesías, afirma que uno de los rasgos determinantes de su ser es el
temor de Yahveh: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus
raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría
y de inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de
temor de Yahveh. Y le inspirará el temor de Yahveh” (Is 11,1-3). Y Jeremías por
su parte, cuando describe la plenitud de la salvación futura, afirma: “He aquí
que yo los reúno de todos los países a donde los empujé en mi ira y mi furor y
enojo grande, y les haré volver a este lugar, y les haré vivir en seguridad,
serán mi pueblo y yo seré su Dios; y les daré otro corazón y otro camino, de
suerte que me temerán todos los días para bien de ellos y de sus hijos después
de ellos” (Jr 32,37-39).
El
“temor de Dios” instaura, ante todo, una jerarquía de valores en la cual “lo
más querido”, lo más amado, es Dios. Uno “teme” perder lo que más ama, uno
“teme” traicionar, no estar a la altura, del ser más querido. En esta línea se
sitúa el temor de Dios y así se comprenden perfectamente las palabras de la
Escritura antes citadas. El temor de Dios es el inicio de la sabiduría porque, al establecer la correcta jerarquía
de valores, se convierte en un principio ordenador que orienta la mirada del
hombre y engendra en él la verdadera comprensión de la realidad: “Plenitud de
la sabiduría es temer al Señor” (Eco 1,16).
El
temor de Dios, como nos indica San Hilario, no es “el miedo connatural a
nuestra condición” de seres finitos, que existen en un mundo limitado,
sometidos a una serie de necesidades cuya satisfacción es incierta. Esta
condición del hombre como ser-en-el-mundo hace de él un ser frágil, fácilmente
presa del “temor” de no poder satisfacer sus necesidades, y a menudo víctima
del “miedo” a las diferentes y numerosas desgracias que pueden afligir la vida
del hombre sobre la tierra. Precisamente el “temor de Dios” libera al hombre de
todos sus miedos: en la medida, en efecto, en que Dios va siendo para mí “el
primero”, “lo más querido”, me libero de todos mis miedos, puesto que el
“tesoro de mi corazón” –según la expresión evangélica: “donde está tu tesoro
allí está tu corazón”- está libre de
todas las contingencias de la vida terrena y nada, ni la misma muerte, me puede
separar de él: “Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles
ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura
ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8, 38-39). Por eso no tiene nada de
sorprendente que la respuesta más audaz frente a los enfermos de sida haya
venido de los cristianos: el temor de Dios los hace capaces de vencer todos los
miedos.
Juan
Pablo II comenta que la expresión auténtica y plena del temor de Dios es Cristo
mismo. Cristo quiere que tengamos miedo de todo lo que es ofensa a Dios. Lo
quiere porque ha venido al mundo para liberar la libertad del hombre, que está
cautiva por el poder del pecado, según la palabra del Señor: “el que comete
pecado es un esclavo” (Jn 8, 34). De
modo que el temor de Dios nos libera de todos los miedos haciéndonos temer
únicamente a “Aquel que pueda arrojar alma y cuerpo en el abismo” y liberándonos por lo tanto del temor
de quien “sólo puede matar el cuerpo” (Lc
12, 5).
El
efecto fundamental de este don es una docilidad especial al Espíritu Santo para
apartarse del pecado y someterse totalmente a la voluntad divina. Todos los
dones del Espíritu Santo expresan, comunicándolo al hombre, aspectos del ser
divino (la inteligencia, la sabiduría, la fortaleza, etc.). El don del temor
expresa la santidad divina, el alejamiento radical y absoluto de Dios en
relación con el mal, la inocencia del Cordero, que es sin mancha desde antes de la fundación del mundo (1Pe 1, 19). Dios
es absolutamente incompatible con el mal, hasta el punto incluso de que sus
ojos son demasiado puros para ver el mal (Ha
1, 12-13), y de que, como explica Santo Tomás de Aquino, Dios no tiene idea del
mal.
Siendo
Dios radicalmente incompatible con el mal y siendo yo un hombre pecador, se
comprende mi “temor” a no estar nunca suficientemente purificado, para poder
acogerle en mi corazón: aléjate de mí,
Señor, que soy un hombre pecador (Lc 5, 10) tal como dijo Pedro a Jesús.
“Todos nosotros estamos agradecidos a
Pedro por lo que dijo aquel día”, comenta Juan Pablo II. El don de temor
nos sitúa en esta perspectiva tan verdadera y tan fundamental y nos induce a
apartarnos radicalmente del pecado, avivando en nosotros la conciencia de la
absoluta santidad de Dios y, por lo tanto, de la correlativa pureza que es
imprescindible para vivir junto a Él. El don de temor nos libra así de la falsa
familiaridad con Dios, de toda chabacanería y vulgaridad en la relación con Él,
obligándonos a considerar siempre el abismo que nos separa de Él. De este modo
aviva en nosotros nuestra conciencia creatural y nos permite adquirir la
sabiduría propia de un “corazón sensato”: enséñanos
a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato (Sal
89,12).
Pues
entre Dios y el hombre existe siempre un abismo infinito que el hombre no puede
franquear por sí sólo; tan sólo mediante el Espíritu Santo que todo lo sondea, hasta las profundidades de
Dios (1Co 2, 10), se puede franquear este abismo de vértigo. La Inmaculada
sintió este vértigo: Ella se conturbó (Lc
1, 29). Quien no percibe este desnivel infinito entre el hombre y Dios, quien
no experimenta ninguna conmoción interior antes de orar, o de comulgar, o de
confesarse, o de recibir el sacramento del orden o del matrimonio; quien no
siente nunca “temor y temblor” ante la proximidad de Dios, no suele ser un
auténtico “espiritual”, sino más bien un superficial o un atolondrado. Sólo
mediante la recepción del Espíritu Santo se puede superar este “vértigo”: Pues no recibisteis un espíritu de esclavos
para recaer en el temor (Rm 8, 15). Los verdaderos santos son los últimos,
entre todos los habitantes de la tierra, a quienes se les ocurriría presumir de
su propia salvación.
El
don de temor produce en nosotros, al mismo tiempo, el sentimiento vivo de la
grandeza y de la santidad de Dios, y la conciencia de nuestra pequeñez (“Yo soy
todo y tú eres nada”: la diferencia entre “El que es” y el que ha sido creado
de la nada, que tan presente estaba en Santa Catalina de Siena), y de nuestra
impureza, de nuestro pecado. Como consecuencia de ello -y siempre sobre la base
de que Dios es el amor de nuestro corazón- nos inspira un gran horror al pecado
(el “antes morir que pecar” de Santo Domingo Savio), una determinación firme de
apartarnos del mal y, caso de cometer pecado, un vivísimo arrepentimiento. En
este contexto se comprenden las “exageraciones” de los santos, que han hecho de
todo con tal de no cometer pecado. En una sociedad como la nuestra, que ha
hecho de la “tolerancia” el valor supremo, es importante recordar que no es
legítimo ser tolerante con el mal en la propia vida, y que quien no tenga la
audacia de decir no, de hacer rupturas, acabará siendo cómplice del mal: El don
de temor desarrolla en nosotros una extrema vigilancia
para evitar el mal y todo lo que conduce a él.
Santo
Tomás hace corresponder el don de temor con la primera bienaventuranza, la de
los pobres de espíritu, porque este don nos hace sentir “pequeños” ante Dios,
lo cual es propio del pobre de espíritu. Pobres de espíritu son los que se
someten humildemente a Dios, los que aceptan gozosamente su pertenencia a Él,
los que viven “colgados del cuello de Dios” como sugiere el salmo 130 (“como un
niño en brazos de su madre”), esperándolo todo de Él. Son los que han
renunciado a ser los dueños de su propia vida porque han consentido en que sea
Dios quien dirija su propia vida, haciéndolo con un gran gozo y un profundo
agradecimiento. Así se han hecho como los
niños, condición indispensable parta entrar en el Reino de Dios (Mt 18, 3).
Pues el niño es el símbolo de una existencia desposeída de todo y que transcurre,
sin embargo, en una gran seguridad. Porque el niño confía sin límites en sus
padres y lo espera todo de ellos. Así lo han entendido los santos. Santa
Teresita del Niño Jesús escribe: “La santidad no está en tal o cual práctica de
piedad sino que consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y
pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados
hasta la audacia en su bondad de Padre”.
La bienaventuranza de la pobreza de espíritu es la
traducción temporal de la manera eterna de existir que tiene Jesús como Hijo de
Dios. Pues el Hijo existe a partir de su Padre, en una dependencia total que es
fuente de una comunión igualmente total. Así vivió Jesús su vida terrena, en
una desapropiación absoluta, refiriéndola en cada instante, en un movimiento
incondicional de amor, a su Padre del cielo. Hasta el punto de poder afirmar
que “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4, 34).
Jesús
no definía nunca su porvenir sino que lo recibía de alguien mayor que él y, de
este modo, crecía su libertad e irradiaba una seguridad absoluta, y sus
palabras y sus gestos creaban constantemente espacios espirituales en los que
invitaba a entrar a los demás. Y todo esto provenía de su pobreza: “Yo estoy en
el Padre y el Padre en mí. Las palabras que os digo, no las digo de mí mismo,
sino el Padre que vive en mí es quien hace sus obras” (Jn 14, 10-11). En esta inmensa pobreza espiritual
encontraba el medio de enriquecer a sus discípulos. Porque para él las cosas no
eran nunca ídolos sino iconos de la presencia y del amor del Padre. Las
maravillas del Padre, el mundo, la historia, todas las cosas eran suyas. Al no
haberlas idolatrado nunca, las vivía sin apego alguno y las comunicaba tal como
las recibía. Y lo hacía sin envidia, sin celos, sin mezquindad. Le gustaba
multiplicar los panes, hacer surgir la vida. Le resultaba imposible despedir a
los hombres con las manos vacías.
Donde
Jesús vivió paradigmáticamente el temor de Dios fue en el huerto de los olivos,
donde el yo humano de Cristo se resiste ante el designio salvador del Padre y
lo que éste comporta. Y ahí fue donde Jesús mostró que para él lo primero era
el Padre del cielo y su voluntad, que ésta era la jerarquía de valores (y la
consiguiente “sabiduría”) vigente en él: “Padre mío, si es posible, que pase de
mí este cáliz, pero que no sea como yo quiero, sino como quieras tú” (Mt
26,39). Al rezar el primer misterio doloroso, supliquemos el don de temor de
Dios para cada uno de nosotros.