XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto


18 de octubre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Yo he tomado de la mano a Ciro, para doblegar ante él las naciones (Is 45, 1. 4-6)
  • Aclamad la gloria y el poder del Señor (Sal 95)
  • Recordamos vuestra fe, vuestro amor y vuestra esperanza (1 Tes 1, 1-5b) 
  • Dad al César lo que es del César y a Dios (Mt 22, 15-21)
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Dad al César lo que es del César. Con esta respuesta, queridos hermanos, el Señor declara legítimo el orden temporal y nos enseña que el cristiano, en principio, respeta ese orden temporal y se mueve en él con naturalidad, acatando las leyes que le son propias. A la luz de esta enseñanza de Jesús, san Pablo escribirá más tarde a los cristianos de Roma: “Todos deben someterse a las autoridades constituidas… Dad, pues, a cada uno lo que corresponda: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honor, honor” (Rm 13,1.7). 

Estas palabras significan que el cristiano es ciudadano de dos reinos, el de Dios y el de César y que, mientras no entren en conflicto las leyes del César con la Ley de Dios, el cristiano debe cumplir las leyes de César. Así lo comprendieron los primeros cristianos quienes, a pesar de ser perseguidos por el poder imperial, nunca se rebelaron contra él, ni sostuvieron que el imperio era intrínsecamente perverso, sino que siempre reivindicaron su condición de fieles ciudadanos del imperio, aunque siendo fieles, en primer lugar, a Dios. Se negaron a adorar al emperador, porque sólo podían adorar al Dios de Jesucristo; rechazaron las costumbres inmorales de aquella sociedad, el aborto, el abandono de niños recién nacidos, el adulterio etc. etc.; pero nunca se negaron a participar en la vida del imperio, como unos ciudadanos más.

Y a Dios lo que es de Dios. Lo que significa que el César tiene derechos, pero no tiene derecho a todo, porque hay cosas que sólo se le pueden dar a Dios. Cuando el César -es decir, el estado, el gobierno, el parlamento, la sociedad, la cultura etc.- pretenda que le demos lo que sólo corresponde a Dios, nosotros no se lo podremos dar. Los primeros cristianos no se sublevaron contra el imperio romano, pero cuando el emperador que lo presidía pretendía que ofrecieran incienso a su estatua, o que proclamaran que “el César es Señor”, prefirieron morir antes que hacerlo, porque el honor del incienso y el título de “Señor” (Kyrios) ellos lo reservaban para Cristo, para Dios y sólo para Él. Sólo Dios es Dios y sólo Él puede aspirar a que le demos nuestra conciencia, nuestro corazón. Cuando el César pretende configurar nuestra conciencia, decirnos los valores que tienen que guiar nuestra conducta, nosotros, los cristianos, tenemos que decirle que eso no le corresponde a él, que ese derecho sólo se lo reconocemos a Dios.

Nosotros nos debemos, pues, a una doble obediencia: a las leyes humanas y a las leyes divinas. En consecuencia hemos de pagar al César lo que le corresponde porque lleva su imagen y a Dios lo que le corresponde porque es su imagen y semejanza. Por el bautismo, la luz del rostro de Dios está impresa en nosotros (cf. Sal 4,7) y todos nosotros “con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor” (2Co 3,18), y esa gloria del Señor sólo le pertenece a Él y sólo se la podemos dar a Él. En cambio el dinero, que pertenece a “la figura de este mundo que pasa” (1Co 7, 31), sí se lo podemos dar al César, en la medida en que le corresponda según el ordenamiento temporal de las cosas. Porque en el dinero no hay nada definitivo, nada llamado a la eternidad, mientras que en la conciencia y en el corazón sí. Que el Señor nos libre de la avaricia que es una idolatría (Col 3,5) y que nuestro corazón y nuestra conciencia sólo le pertenezcan a Él. Que así sea.