XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

11 de octubre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • Preparará el Señor un festín, y enjugará las lágrimas de todos los rostros (Is 25, 6-10a)
  • Habitaré en la casa del Señor por años sin término (Sal 22)
  • Todo lo puedo en aquel que me conforta (Flp 4, 12-14. 19-20)
  • A todos los que encontréis, llamadlos a la boda (Mt 22, 1-14)
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La parábola del evangelio de hoy nos habla, queridos hermanos, de la historia de la salvación y nos la describe como un banquete de bodas, subrayando el carácter dramático que lo acompaña.

Ya en el Antiguo Testamento el amor de Dios hacia los hombres se nos había revelado como un amor esponsal, tal como lo vemos en el Cantar de los cantares, en el profeta Oseas y también en el profeta Isaías, que llega a pronunciar esta contundente frase: “el que te creó te desposa” (Is 54,5). Estas bodas se han cumplido en la encarnación del Hijo de Dios, en la que “Dios Padre casó a su Hijo cuando le unió a la naturaleza humana en el seno de la Virgen, cuando quiso que el que era Dios en la eternidad, se hiciese hombre en el tiempo”, según afirma san Gregorio Magno.

El carácter dramático que acompaña a estas bodas reside, en primer lugar, en la indiferencia con la que los invitados a la boda responden a la invitación de Dios: “Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”. El interés por las cosas de este mundo y de esta vida se antepone al deseo de Dios: no se encuentra tiempo para atender la invitación de Dios. Y el drama sube de tono cuando algunos, no sólo no atienden a la invitación divina, sino que esta invitación genera en ellos una agresividad tal que “echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos”. Así ha ocurrió con los profetas y con Jesucristo, y así sigue ocurriendo con los cristianos hoy en día. 

Dios Padre aprovecha el rechazo de los primeros invitados a la boda -el pueblo de Israel- para ampliar la invitación a todos los pueblos: “Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda”. San Pablo meditará mucho sobre este misterio en los capítulos 9, 10 y 11 de su carta a los Romanos y afirmará que el rechazo que el grueso del pueblo de Israel ha hecho de la salvación ofrecida en Cristo “ha sido una riqueza para el mundo” (Rm 11, 12). Y concluye: “Porque si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 15).

El lugar donde se celebra el banquete de bodas es la Iglesia y en ella nos encontramos, como dice la parábola, con hombres “malos y buenos”. San Gregorio Magno comenta este detalle con mucha fuerza: “Porque en la Santa Iglesia abundan los hombres carnales y escasean los espirituales (…) Porque ancho es el camino que conduce a la perdición y son muchos los que andan por él; pero el que conduce a la vida es estrecho y son pocos los que caminan por él (Mt 7,13)”. Y, sigue diciendo el santo Papa, “mientras vivamos aquí, es necesario que recorramos mezclados el camino de este mundo. Sólo se nos distinguirá cuando lleguemos al término de nuestro viaje”. Por lo tanto, concluye san Gregorio, “si sois buenos, tolerad a los malos con moderación mientras estéis en este mundo. Pues el que no tolera a los malos, él mismo manifiesta por su intolerancia que no es bueno; pues rehúsa ser Abel el que no es ejercitado por la maldad de Caín”.

El banquete de la fiesta de bodas es la Eucaristía y para participar en él hemos de “cambiar de traje”, hemos de “vestirnos de fiesta”, de ponernos el traje adecuado. En la Biblia el traje simboliza el estado completo del hombre ante Dios, la condición del hombre tal como aparece a los ojos de Dios (cf. Ap 3, 4.5.18). Puesto que para la participación en el banquete de bodas se requiere un vestido de boda, se desprende que no estamos preparados para la comunión con Dios en cualquier estado, que hay cosas que hay que quitar -porque sobran, porque estorban- y cosas que hay que poner, porque faltan y que, sin embargo, deberían estar, para poder vivir correctamente este acontecimiento. 

El traje de fiesta es, hermanos, la caridad; no el bautismo y la fe, sino la caridad. Por el bautismo y la fe entramos en la casa del banquete de bodas, es decir, en la Iglesia. Pero tan sólo la caridad nos da el traje de fiesta, es decir, la necesaria conversión. Pretender participar del banquete de bodas sin este traje de fiesta es un atrevimiento que provoca nuestra propia condena, como nos recuerda la advertencia del  apóstol San Pablo: “Examínese, pues, cada cual (…) Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condena” (1 Co 11,28-29). Se nos recuerda la necesidad de la conversión. Por eso la Iglesia nos enseña que para comulgar hemos de estar en gracia de Dios.

Que el Señor nos conceda el coraje de la conversión, el coraje de la caridad, para que participemos dignamente de la Eucaristía. Amén.