XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto

 4 de octubre de 2020

(Ciclo A - Año par)





  • La viña del Señor del universo es la casa de Israel (Is 5, 1-7)
  • La viña del Señor es la casa de Israel (Sal 79)
  • Ponedlo por obra, y el Dios de la paz estará con vosotros (Flp 4, 6-9)
  • Arrendará la viña a otros labradores (Mt 21, 33-43)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

La imagen de la viña sirve, tanto en el evangelio como en la primera lectura de hoy, para describirnos sintéticamente el drama de la historia de la salvación. Este drama consiste precisamente en que Dios, para realizar su plan de salvación universal, ha elegido una porción de la humanidad a la que ha cuidado y educado con todo cariño, para que le sirviera de instrumento de su obra de salvación; y esta porción de la humanidad, que es la casa de Israel, que es la Iglesia, que es el alma de cada bautizado, en vez de existir para el Señor, en vez de florecer y fructificar para Él, ha querido existir, florecer y fructificar para sí misma, en vez de para Dios. 

Para recordarle que la razón de su existencia era ser el pueblo de Dios, es decir, su pertenencia total al Señor, el Señor ha ido enviando a los profetas. Cada uno de ellos, a su manera y según las circunstancias de su tiempo, ha dicho en el fondo lo mismo: no existís para vosotros mismos sino para Dios, la razón de ser de vuestra existencia no es que exista un pueblo más, sino que ese pueblo sea de Dios, y que por lo tanto exista, funcione, actúe, florezca y dé frutos para Dios, como signo de la presencia de Dios en medio de los hombres y de su voluntad salvadora. Y este mensaje ha sentado siempre mal, porque los miembros de ese pueblo han querido existir para ellos en vez de para Dios. Por eso han maltratado a los profetas. 

Finalmente, Dios se ha jugado la gran carta enviando a su propio Hijo. Éste les ha repetido lo mismo, les ha dicho que su razón de ser no era existir como una nación independiente frente al imperio romano, sino dar gloria a Dios. Y el resultado ha sido su muerte en la cruz: lo que el Hijo les decía, no era lo que ellos querían oír. Y desde entonces hasta ahora, y hasta que vuelva el Señor, la cuestión sigue siendo la misma: ¿de quién y para quién soy yo? ¿De quién y para quién es la Iglesia?

“Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios”, afirma san Pablo (1Co 3,21-23). Cada uno de nosotros es de Cristo  puesto que, por la fe y el bautismo, ha sido injertado en Cristo, hecho miembro del Cuerpo del cual Él es la Cabeza. Yo ¿de quién soy? ¿Quién es mi propietario? ¿A quién pertenecen mis frutos? Cuando un cristiano se hace esta pregunta la respuesta es clara: soy de Dios y de su Hijo, que es Cristo, y los frutos de mi vida son suyos, le pertenecen a Él. Reconocer y vivir esto es ser cristiano, como lo perciben, a veces dramáticamente, los paganos que se preparan al bautismo: “He decidido no bautizarme, dijo una joven japonesa a las hermanas que la habían preparado al bautismo, porque he comprendido que si me bautizo ya no seré la dueña de mí misma”. Le habían dado una buena catequesis de preparación al bautismo.

Ser cristiano es pertenecer a Otro, pertenecer a Cristo y, por él, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, al Padre. Para nosotros pertenecer a Cristo, ser suyos, no es tener un amo despótico que nos tiraniza, no es una esclavitud alienante, sino una pertenencia de amor, como dice el Cantar de los cantares: “Que mi amado es para mí y yo soy para mi amado (Ct 2,16). Nosotros le damos libremente nuestro corazón, todo nuestro ser, porque nadie corresponde mejor, de una manera más radical, más total, a lo que nuestro corazón anhela. Y queremos que nuestros frutos, sean muchos o pocos, sean para Él: “Para ti son mis perfumes, Señor”, decía santa Teresita.

Que el Señor nos lo conceda.