¿Quedan héroes?

           (El protagonista de la novela, Davey Staunton, es un afamado abogado penalista de Canadá, que decide analizarse en una clínica de Zúrich llevada por discípulos de Jung. Al final de un largo periodo de análisis y antes de decidir si prosigue con él o vuelve a Canadá a reemprender sus tareas habituales, se toma unas vacaciones en St. Gallen y allí conoce, fortuitamente, a una misteriosa mujer, Liesl, que está familiarizada con los grandes maestros del análisis psicológico, y que intenta hacerle ver la mediocridad espiritual de su planteamiento vital, un planteamiento que descarta sistemáticamente la posibilidad del heroísmo. Es ella quien habla a continuación)

           El análisis con un gran analista es una magnífica aventura de exploración del propio yo, pero ¿cuántos analistas son grandes de veras? ¿Te he contado alguna vez que conocí un poco a Freud? Un gigante. Y sería apocalíptico hablar con tal gigante de uno mismo. No llegué a conocer a Adler, del cual se olvida todo el mundo, pero era sin duda otro gigante. Una vez fui a un seminario que impartió Jung en Zúrich, fue inolvidable. Pero conviene tener muy en cuenta que todos ellos eran hombres provistos de un sistema a conciencia. Freud, con su monumental obsesión por todo lo que se refería al sexo (actividad para la cual personalmente no halló mayor utilidad), era un ignorante casi absoluto en lo relativo a la naturaleza. Adler lo reducía todo prácticamente a voluntad de poder; Jung, ciertamente el más humano y el más amable, seguramente el más grande de todos, era, muy a su pesar, descendiente de párrocos y maestros, y era él mismo un superpárroco y un supermaestro. Todos ellos fueron hombres de carácter extraordinario, todos ellos idearon sistemas que han quedado marcados para siempre con el sello de su carácter… Davey, ¿te has parado a pensar alguna vez que esos tres hombres que fueron tan espléndidos en sus intentos por comprender a los demás primero tuvieron que comprenderse a sí mismos? Si hablaban, hablaban desde el conocimiento de sí mismos a que habían llegado. No acudieron con toda su confianza a la consulta de un médico para seguir el camino que éste indicara, por ser demasiado perezosos, por tener demasiado miedo a emprender por sí mismos el viaje interior. Todos ellos demostraron una osadía heroica. Y nunca convendría olvidar que hicieron el viaje interior mientras trabajaban como esclavos en las galeras de sus tareas cotidianas, considerando los problemas ajenos, manteniendo a sus familias, viviendo plenamente. Fueron héroes en un sentido en el que nunca podrá serlo, por ejemplo, un explorador del espacio, porque se internaron en lo desconocido absolutamente solos. ¿Fue su heroísmo tan solo un medio de agavillar toda una cosecha de inválidos? ¿Por qué no vuelves a tu casa y te unces tu yugo y demuestras que también sabes ser un héroe?

          - Yo no soy un héroe, Liesl.

          - ¡Qué modesto, qué atribulado suena eso? Y seguramente esperas que yo piense: es espléndido, que manera tan viril de aceptar sus propias limitaciones. Pero yo no pienso así. Toda esa modestia personal forma parte de la personalidad evasiva de nuestro tiempo. No sabes si eres un héroe o no, pero estás decidido a no averiguarlo jamás, porque te da miedo el peso que habrás de sobrellevar si lo eres y te da miedo la certeza de no serlo.

(…)

          - Parece que tengo una disposición natural que me inclina al pensamiento, no al sentimiento. Y la doctora von Haller me ha ayudado mucho en eso. Sin embargo, no tengo la ambición de desarrollar mucho el sentimiento. No creo que eso encajara con mi estilo de vida, Liesl.

          - Si no sientes, ¿cómo vas a descubrir si eres o no un héroe?

          - Yo no quiero ser un  héroe.

          - ¿Y qué? No todo el mundo está llamado a ser el héroe triunfal de su propia y muy romántica historia. Y cuando conocemos a alguien así, es altamente probable que sea un monstruo fascinante. Pero sólo por no ser un egotista y un bocazas no tienes por qué quedarte con esa idea tan de moda que es la del antihéroe y la del alma enana. Eso es lo que podríamos considerar la Sombra de la democracia: ha conseguido que sea muy loable, que sea cómodo, que sea lo correcto, terminar convertidos en alfeñiques[1] espirituales y apoyarnos en todos los demás mequetrefes y recibir el aplauso de todos ellos en una espléndida apoteosis de la mediocridad. Son alfeñiques pensantes, desde luego; ya lo creo, piensan todo lo que puede pensar un alfeñique sin meterse en serios problemas. Pero todavía quedan héroes. El héroe moderno es el hombre que vence en su pugna interior (…) Una de las grandes estupideces de nuestro tiempo es esa creencia en un Destino nivelador, en una especie de democracia de lo sobrenatural. 



Autor: Robertson DAVIES
Título: Mantícora
Editorial: Libros del Asteroide, Barcelona, 2012 (pp. 348-351)