13 de junio de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Yo exalto al árbol humilde (Ez 17, 22-24)
- Es bueno darte gracias, Señor (Sal 91)
- En destierro o en patria, nos esforzamos en agradar al Señor (2 Cor 5, 6-10)
- Es la semilla más pequeña, y se hace más alta que las demás hortalizas (Mc 4, 26-34)
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Las dos parábolas de este domingo
nos instruyen sobre el Reino de Dios. La primera de ellas nos recuerda que la
semilla del Evangelio trabaja en silencio, trabaja por sí sola y posee una gran
fuerza por la que hace surgir primero la hierba, luego la espiga y finalmente
el grano. Y todo ello ocurre mientras el sembrador duerme, sin que él haga
nada. Una vez que se ha sembrado la semilla, el sembrador desaparece y todo el
proceso de crecimiento sucede sin él, todo ocurre como si él no existiera.
Esta parábola debe hacernos pensar
mucho a los padres cristianos, a los sacerdotes, a los educadores católicos,
que, a menudo, tenemos la impresión de que no hemos hecho nada, porque hemos
sembrado la semilla y ahora no se ve nada, no brota nada, todo sucede etsi Deus non daretur, como si no
hubiera Dios, como si Dios no existiera o por lo menos no interviniera en la
historia de los hombres.
Frente a estas impresiones la
parábola nos enseña varias cosas. La primera de ellas es que lo más importante
de todo, lo decisivo, lo determinante es haber
sembrado la semilla, es decir, haber anunciado a Jesucristo. Tú diles a tus
hijos, a tus alumnos, a tus parroquianos, que la solución es Cristo, que Él es
el Camino y la Verdad y la Vida. Que ellos lo oigan de tus labios, que lo vean
en tu corazón, que alguien se lo anuncie. Eso es lo más importante.
Lo segundo es que tenemos que
aprender a esperar, a dar tiempo a las cosas: la vida, tanto la natural como la
sobrenatural, requiere tiempo, porque el crecimiento es siempre lento. Hay que
darle tiempo a la semilla del Reino para que realice su obra, y Dios se lo da,
Dios sabe esperar (“dejad que crezcan juntos” dice en la parábola del trigo y
la cizaña). Los confesores lo sabemos…
Lo tercero es que el Reino de Dios,
que es la casa de Dios, es de Dios y
lo construye Dios y no nosotros: “si el Señor no construye su casa, en vano se
cansan los albañiles” (Sal 126, 1). Si lo construyéramos nosotros, sería una
obra humana y no sería el Reino de Dios. Por eso dice de nuevo el mismo salmo:
“es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de la
fatiga, Dios lo da a sus amigos mientras duermen” (v. 2).
Por lo tanto, si no es el esfuerzo
humano lo determinante para la implantación del Reino de Dios, ¿qué es,
entonces? Lo determinante es la apertura de nuestro corazón, y de todo nuestro
ser, para acoger la semilla de ese Reino. Eso es lo determinante: que estemos
abiertos a esa semilla, a ese anuncio. Por eso el Señor se enfadaba tanto con
los fariseos y conectaba tan bien con los publicanos y los pecadores: porque
los primeros no ofrecían ninguna apertura a la gracia: su “justicia”, su
cumplir efectivamente todos los mandamientos, los “blindaba” frente a la
gracia, como aquel que había guardado todos los mandamientos desde su juventud
y fue incapaz de abrirse a la mirada de amor del Señor (Mc 10,17-22); mientras
que los otros, que estaban rotos por sus propios pecados, sí ofrecían aperturas
a la gracia.
Finalmente la parábola nos enseña
que aunque no aparezca ya el sembrador y parezca que él está completamente
ausente, no significa que la simiente haya sido abandonada para siempre a su
suerte. Cuando el fruto esté maduro, el sembrador se presentará y hará la
recolección de forma plenamente visible y perceptible. Porque Dios es realmente
Rey y Señor. No permanecerá oculto par siempre; intervendrá con todo su poder y
dirá la última palabra.
La otra parábola, la del grano de
mostaza, nos recuerda que Dios se complace en elegir instrumentos pequeños e
insignificantes para mostrar así mejor que la obra que hace con ellos -la
implantación de su Reino- es obra Suya y no nuestra. De la misma manera que
existe una manifiesta desproporción entre la pequeña semilla y la más alta de
las hortalizas en la que anidan los pájaros del cielo, así ocurre también con
el Reino de Dios, que se inicia con instrumentos humanos muy pequeños y llega a
convertirse en la Jerusalén del cielo, que es nuestra madre (Ga 4, 26), y que
está poblada por una “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda
nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap 7, 9).
Y esto significa, hermanos, que la pequeñez, la insignificancia, el límite, la incapacidad que hay en mí, no es obstáculo para el Reino de Dios, sino ocasión para que Dios muestre su poder, para que Él manifieste su gloria. Siempre, desde luego, con la misma condición: que yo entregue esa pequeñez al Señor para que Él haga su obra. Y si yo me desapropio de ella -en vez de retenerla celosamente como cosa mía, diciendo “yo soy así”-, entonces el Señor actuará. Aquel muchacho sólo tenía cinco panes y dos peces, pero se los dio a Jesús, los puso a su disposición, y con eso el Señor dio de comer a cinco mil hombres y todavía sobró. No son mis cualidades las que me hacen idóneo para el Reino de Dios, sino la capacidad de darle al Señor lo que soy y lo que tengo, por poco que sea. Porque Dios no nos elige porque somos capaces, sino que es la elección de Dios la que nos hace capaces.