Lunes de la III Semana de Pascua

27 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • No lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba (Hch 6, 8-15)
  • Dichoso el que camina en la ley del Señor (Sal 118)
  • Trabajad no por el alimento que perece, sino por el que perdura para la vida eterna (Jn 6, 22-29)
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“Su rostro les pareció el de un ángel” (He 6, 8-15)

Cuando un hombre se encuentra con Cristo, el Crucificado-Resucitado, experimenta que el poder de Dios es infinitamente superior a todas las fuerzas del mal y que, en consecuencia, no hay nada, absolutamente nada, que pueda impedir que Cristo resucitado lleve a su pleno cumplimiento nuestro pobre ser, haciéndolo partícipe de su propia vida divina. Ese era el caso de Esteban que, agradecido, no dejaba de contemplar en su corazón el rostro bendito del Señor. “Contempladlo y quedaréis radiantes” (Sal 33, 6). Por eso su vida se iba transfigurando en la luz del Resucitado. “Su rostro les pareció el de un ángel” porque “todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2Co 3, 18). 

“El alimento que perdura para la vida eterna”

“Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”. Con estas palabras el Señor quiere aclarar el significado de su presencia en medio de nosotros. Él no ha venido a resolver los problemas humanos haciendo milagros que dispensen al hombre del esfuerzo por resolverlos él mismo. Los milagros son signos que nos deben remitir siempre, más allá de la materialidad del milagro acontecido, hacia el significado espiritual que con ese milagro Dios nos entrega. Por eso el Señor exhorta a trabajar “no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna”. Ese alimento es el propio Cristo y la obra de Dios es que creamos en él.

Emergencia sanitaria: El papel del azar en la vida del hombre

El hombre hace la experiencia del azar cuando en la trama de su vida surge algo no controlado ni ordenado: por ejemplo, un encuentro que nadie sabe cómo se impuso y que permanece extraño; una coincidencia de sucesos externos cuya causa no podemos ni tan siquiera sospechar, etc. Y no es raro que esos acontecimientos resulten, a la postre, determinantes para el desarrollo ulterior de la vida. Dos personas hacen un viaje juntas y al regresar una ha contraído una enfermedad y la otra no: han estado en los mismos sitios, han vivido los mismos encuentros, han compartido la misma habitación, pero una se ha contagiado y la otra no. El azar nos recuerda que somos muy limitados y que no podemos controlarlo todo, que hay cosas que escaparán siempre a nuestra comprensión racional. Es bueno aceptar nuestros límites. El cristiano lo hace con serenidad y confianza porque esos límites, como la vida entera, están en las manos de Dios: “En tus manos están mis azares” (Sal 30, 16).