Sábado de la V Semana de Cuaresma

4 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)







“Tendré mi morada junto a ellos” (Ez 37, 21-28)

El Señor quiere que Israel –la Iglesia- sea su morada y que las naciones –la humanidad entera- pueda ver que Él está presente en medio de los hombres a través de su pueblo: “yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. Pero para que eso se haga realidad hay que renunciar a toda idolatría y a todo pecado. La idolatría acontece cuando consideramos que una realidad –persona, idea, objeto, sociedad etc.- distinta de Dios, puede saciar los anhelos de nuestro corazón. Entonces el hombre se mutila espiritualmente a sí mismo, porque anestesia la inquietud de su corazón que le impulsa a ir hacia Dios. Conformarse con menos que Dios es traicionarse a sí mismo. “Porque nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín).

“Vieron y creyeron” (Jn 11, 45-57)

Al ver la resurrección de Lázaro muchos judíos “creyeron en él”, lo que alarmó a los sumos sacerdotes y a los fariseos que temieron que todos creyeran en él y que eso provocara una revuelta que traería la implacable represión romana. Por lo que decidieron prenderlo. Y entonces Jesús “se retiró” a la región vecina, al desierto, a “una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos”. Jesús no se comporta como un héroe desafiante sino como un padre –casi diría uno como una madre- que busca estar a solas con los suyos antes de la despedida final. Porque él no dispone de sí mismo, ni organiza su tiempo, sino que lo deja todo en manos de su Padre del cielo. Que sepamos “ver y creer” y también dejar nuestro tiempo en manos del Padre del cielo.

Emergencia sanitaria: Suplicar la sanación

El sacrificio de la Cruz, acontecido en un punto único del espacio y del tiempo -en un pequeño lugar llamado Jerusalén y bajo Poncio Pilatos- se hunde en la eternidad divina donde es guardado y está dispuesto para ser derramado sobre el mundo cada vez que sea llamado. En el silencio de estos días y en la soledad completa del templo vacío, el sacerdote llama al cielo para que la fuerza salvadora de la Cruz se derrame sobre nuestra humanidad herida y sane nuestras llagas, las de nuestras almas, “porque hemos pecado y cometido iniquidad apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido” (Dn 3, 29), y las de nuestros cuerpos. Para que podamos darle gracias diciendo: “Me has curado, me has hecho revivir, la amargura se me volvió paz cuando detuviste mi alma ante la tumba vacía y volviste la espalda a todos mis pecados” (Is 38, 17).