Lunes de la Octava de Pascua

13 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros, somos testigos (Hch 2, 14. 22-33)
  • Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti (Sal 15)
  • Comunicad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán (Mt 28, 8-15)
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Historia humana y acción divina (He 2, 14. 22-33)

San Pedro no endulza la realidad de lo sucedido sino que la proclama con toda su crudeza: “lo matasteis clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos”. Sin la verdad no se puede construir nada sólido. Solo que a la obra humana añade la acción divina: “Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte”. Y este es el gran bien que Cristo nos ha traído: unir la historia humana, llena de violencia y de injusticia, a la acción divina, toda ella llena de perdón y misericordia y portadora de una vida nueva por la efusión del Espíritu Santo. A la cruda verdad de la iniquidad de los hombres se añade la misericordia restauradora de Dios. Y de la unión de ambas surge una realidad nueva, por la acción del Espíritu Santo. “Esto es lo que estáis viendo y oyendo”.

El relato del poder y la alegría de la verdad (Mt 28, 8-15)

El poder, en este caso religioso y militar, no quiere reconocer lo que ha sucedido, el acontecimiento, la verdad y se dedica a construir un relato que desacredite a la realidad, que niegue la resurrección de Jesucristo. El relato es coherente y sirve para negar la novedad de la resurrección y para desacreditar a los discípulos, dejándolos como tramposos y mentirosos. Pero la verdad es que Cristo ha resucitado y que se le puede ver y tocar, que uno se puede postrar a sus pies y abrazarlos, y que eso llena el corazón de alegría y libera del temor. “Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”. En Galilea empezó todo y Cristo resucitado los convoca en Galilea para un nuevo y definitivo inicio. El que nace de la certeza de su resurrección.

Emergencia Sanitaria: El infectado es un hermano

Me contaba María, misionera en un país de África, que, cuando estalló la epidemia del SIDA, la reacción de la mayoría de la gente era apartarse de los enfermos, por miedo al contagio, abandonándolos a su suerte. Ella se acercaba a ellos y lo primero que hacía era darles un beso. Después hablaba, rezaba y ayudaba como podía. Pero lo primero era reconocer que ese enfermo es un hermano que debe ser amado. En África ese gesto era como una insensatez inmensa y una gran locura; pero a través de él se hacía presente un amor que no es de este mundo, que no viene del Ministerio de Sanidad, sino del cielo: el Amor de Cristo resucitado, el Amor que ha vencido a la muerte. (N. B.- Mi amiga María sigue evangelizando en África).