Martes de la II Semana de Pascua

21 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)







Expropiados y entregados (He 4, 32-37)

Al contemplar el retrato de la primera comunidad cristiana de Jerusalén debemos tener muy claro que no estamos ante una cooperativa o una comuna, sino ante un grupo de hombres y de mujeres que han sido expropiados por el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, al que ellos, libre y voluntariamente, se han entregado. No llaman a nada propio suyo porque se lo han dado todo a Cristo, y todo lo suyo –“todo mi haber y mi poseer” (San Ignacio de Loyola)- ya es de Otro, ya es de Dios. Y toda su energía está dedicada a testimoniar la resurrección del Señor Jesús “con mucho valor”. En Cristo Jesús el amor de Dios se ha mostrado más fuerte que todas las fuerzas del mal. Y ellos están completamente entregados a este acontecimiento. Y nosotros también.

Como el viento (Jn 3, 7b-15)

Las cosas terrenas son todas bastante previsibles, precisamente porque son terrenas, es decir, porque se ajustan a unos patrones, a unas formas, a unos criterios, que todos conocemos y que son los que caracterizan el acontecer de este mundo. En cambio las cosas celestiales nos desconciertan porque no son previsibles ya que ninguno de nosotros ha estado en el cielo; solo el que “bajó del cielo” –es decir, Cristo- las conoce. Y el sello de todas las cosas celestiales es la libertad, que solo alcanza su plenitud precisamente en el cielo. Y la libertad, cristianamente hablando, nos remite al Espíritu Santo porque libre es “todo el que ha nacido del Espíritu”. “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2Co 3, 17).

Emergencia sanitaria: Un abrazo y no una asepsia

Decía el fundador del monasterio ecuménico de Taizé, en Francia, que el gesto más profundamente cristiano era el abrazo: esa especie de entrar el uno en el otro –sin que el uno absorba al otro- y constituir una unidad nueva. El abrazo es un signo de la comunión que el Espíritu Santo crea entre nosotros haciéndonos miembros de un mismo cuerpo, el cuerpo de Cristo, sin diluirnos en él. Es como un símbolo del cristianismo, de la vida nueva que Cristo nos ha traído. En estos días en que parece que el otro es antes que nada una posible ocasión de contagio, y los hombres nos evitamos y nos distanciamos, no olvidemos, por favor, que lo de ahora es una anomalía, que estamos hechos para el abrazo.