Martes de la III Semana de Pascua

28 de abril de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Señor Jesús, recibe mi espíritu (Hch 7, 51 - 8, 1a)
  • A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu (Sal 30)
  • No fue Moisés, sino que es mi Padre el que da el verdadero pan del cielo (Jn 6, 30-35)
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El Cristiano es otro Cristo (He 7, 51-8, 1a)

El hombre se hace cristiano por el bautismo y la confirmación, con la recepción del Espíritu Santo que comportan. Y el Espíritu Santo nos cristifica, es decir, nos da la forma de Cristo haciéndonos semejantes a Él. Es lo que vemos en Esteban, el primero de los mártires, que murió entregando su espíritu al Señor Jesús -como lo entregó Cristo al Padre en su propia muerte- y perdonando a sus enemigos, como también lo hizo el Señor desde la Cruz. La confianza en Dios tan grande como para entregarle nuestro “espíritu”, es decir, nuestro ser personal, y el perdón a los enemigos son dos rasgos esenciales del ser cristiano. Porque el cristiano es otro Cristo. 

El pan que baja del cielo (Jn 6, 30-35) 

El pan es como el símbolo de todo alimento, él que es “fruto de la tierra y del trabajo del hombre” y que sostiene nuestra vida terrena. Pero el hombre no es un animal más cuya existencia se agota en su decurso temporal. Por eso el Señor dijo: “no sólo de pan vive el hombre” (Mt 4, 4). No, el hombre, para vivir como hombre, para ser de verdad humano, necesita alimentarse de otras realidades: de palabras, de relaciones humanas, de imágenes, de arte, de poesía y, por encima de todo, de la relación con la Transcendencia, con el Misterio, de la relación con Dios. Para alimentar esta última, Dios, en su misericordia, nos ha dado un pan que no es de esta tierra sino que baja del cielo. Ese pan es Cristo. Y acogiéndolo y alimentándose de él, el hombre puede llegar mucho más allá de lo que su naturaleza insinúa: puede llegar a ser hijo de Dios. 

Emergencia sanitaria: Despertar del sueño del progreso 

El desarrollo de las ciencias experimentales ha creado en nosotros el convencimiento, ingenuo y orgulloso a la vez, de que no hay problema ni situación humana que pueda vencernos, de que la ciencia resolverá todos los enigmas, e incluso algunos han llegado a creer que nos librará hasta de la muerte. Pero la pandemia del coronavirus nos ha despertado bruscamente de este sueño. Ha bastado, como dijo el padre Raniero Cantalamessa el Viernes Santo ante el Papa, el más pequeño y deforme elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales y que la potencia financiera, militar, científica y tecnológica, no bastan para salvarnos. “El hombre rico e inconsciente es como un animal que perece” (Sal 48, 21). Que la actual emergencia sanitaria nos cure del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el delirio de omnipotencia. “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 89, 12).