Santísima Trinidad

15 de agosto 

30 de mayo de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • El Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro (Dt 4, 32-34. 39-40)
  • Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad (Sal 32)
  • Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!» (Rom 8, 14-17)
  • Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 16-20)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

            ¿Cuándo y dónde, fuera de Israel, se ha visto un Dios que se mezcle con los hombres, que entre en la aventura humana “con signos, prodigios y guerra”? Esta pregunta, que se hace retóricamente la primera lectura de hoy, expresa el convencimiento común a toda la humanidad de que lo propio de Dios -o de los dioses- ha sido siempre llevar una existencia feliz en el cielo -en el Olimpo, decían los griegos- y contemplar a los hombres desde lo alto, dejándoles llevar su existencia azarosa y contingente, pero sin mezclarse en ella (salvo, eventualmente, para divertirse).

            En la historia de Israel, sin embargo, se revela un Dios que no teme mezclarse con los hombres, un Dios que no teme entrar en su historia, una historia llena de absurdos y crueldades. Y el Dios de Israel entra en ella seriamente, no ocasionalmente; su seriedad se llama alianza: Dios está ahí para mostrar que ha hecho alianza con Israel, que Israel es su pueblo y que, por lo tanto, puede contar siempre con Él. La culminación de esta revelación es Jesús. Con Él Dios muestra que está dispuesto a ser fiel a su alianza hasta el extremo de la Cruz. Con ella Dios nos ha mostrado que “ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38-39). Si ha sido capaz de ser fiel hasta el extremo de la Cruz, verdaderamente podemos contar siempre con Él: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

            El entrar de Dios en la historia humana tiene como finalidad hacernos partícipes de su vida, compartir con nosotros su ser, introducirnos en su familia, en la familia que Él es. Porque Dios no es un ser solitario que se encuentra, en el plano divino, solo consigo mismo, teniendo frente a sí tan sólo a las criaturas. Ésta era la idea de Dios propia del Antiguo Testamento. Pero Jesús nos ha revelado que Dios, en su mismo ser divino, lleva, desde toda la eternidad, un Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. De modo que frente a Dios Padre está el Hijo, y ambos están unidos por el Espíritu Santo en el amor divino. La inefable unidad divina encierra la alteridad de Tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es, pues, familia, comunión, Amor. Y su entrar en la historia humana, hasta el abismo de la Cruz, tiene como finalidad ofrecernos la posibilidad de ser miembros de la familia que Él es, de entrar para siempre en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De tal manera que de ser “su pueblo” pasamos a ser “sus hijos” en un sentido muy fuerte: “partícipes de la naturaleza divina”, escribe san Pedro (2Pe 1,4), “hijos de Dios”, afirma san Pablo en la segunda lectura de hoy, precisando: “y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo”.

            Esta posibilidad se nos ofrece en el bautismo y el Señor Jesús nos ha encargado ofrecerla a todos los hombres: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Por el bautismo somos injertados en el olivo, que es Cristo, de modo que la savia de ese olivo empiece a circular por nuestro ser; somos unidos como sarmientos a la vida verdadera, que es Cristo, de modo que la vida de esa vid penetre todo nuestro ser. Por el bautismo nos entregamos a Cristo por amor y Cristo nos da su Espíritu, por el que clamamos en nuestro corazón “¡Abba! ¡Padre!” y entramos en la familia de Dios. Y esa es la gran alegría de nuestra vida, el don inmenso que hemos recibido, “la esperanza de la gloria” (Col 1,27).

            Que demos gracias a Dios por el don inmenso del bautismo y que toda nuestra vida sea una glorificación, es decir, una manifestación pública de la belleza  del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, del Dios que es Amor. Que así sea.