23 de mayo de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar (Hch 2, 1-11)
- Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra (Sal 103)
- Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo (1 Cor 12, 3b-7. 12-13)
- Secuencia: Ven, Espíritu divino
- Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 19-23)
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El relato de los
Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura de hoy, ha
puesto ante nuestros ojos el designio salvífico divino, y nos lo ha descrito
como un hacer la unidad de todos los
hombres asumiendo su diversidad, conservando sus diferencias: “cada uno los
oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”. La unidad
reside en el hecho de que todos cantan las maravillas de Dios; la diversidad en
el hecho de que cada uno lo hace en su propia lengua. Dios no quiere una
humanidad uniforme, homogénea. Dios ama la diversidad, la diferencia, como ya
se vio en la creación de la humanidad: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen
suya, a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó” (Gn 1,27). Dios es
uno, pero su imagen, que es el hombre, existe en la diferencia del varón y de
la mujer.
La unidad que Dios quiere crear
entre todos los hombres y entre los hombres y Él mismo, es una unidad que
recoge y asume la diferencia en la que viven los hombres y los pueblos. Es una
unidad enriquecida con las diferencias, unidad que el mundo no sabe realizar
(pues la unidad que realiza el mundo es la de la uniformidad del pensamiento
único) y que Dios va realizando en su Iglesia. Lo que en este día de
Pentecostés se manifestó públicamente por primera vez fue el ser de la Iglesia
como el lugar donde los hombres y los pueblos pueden unificarse entre sí y con
Dios sin perder su propia identidad, sin tener que renunciar a su diferencia.
La unidad que se hace en la Iglesia es la unidad de la confesión de fe y de la
caridad, tal como expresó magistralmente san Agustín al escribir: “En las cosas
necesarias, unidad; en las cosas discutibles, libertad; y siempre y en todos,
caridad”.
La diversidad de dones, naturales y
sobrenaturales, que Dios concede a los hombres tiene como objetivo “formar un
solo cuerpo”, tal como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura de hoy. La
diversidad se ordena, pues, a la unidad del cuerpo de Cristo, que es como la
unidad de un cuerpo vivo, en el cual no hay dos órganos iguales, todos son
necesarios y ninguno opera para sí mismo sino para el bien del cuerpo.
Los santos son quienes mejor viven
esta realidad. Ellos son los seres más singulares que existen; cada uno de
ellos es único e irrepetible, pero ninguno de ellos trabaja para sí mismo, sino
para el bien del conjunto, para el bien del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Por eso ellos se someten siempre al juicio de la Iglesia, al discernimiento que
la Iglesia hace de su obra, de su carisma, del don que Dios les ha dado. Y a
menudo lo que la Iglesia les dice, la forma que la Iglesia confiere a su obra,
no les gusta, no coincide con lo que a ellos les parecía o deseaban. Pero ellos
lo aceptan siempre, porque saben que es mejor vivir en la Iglesia, ser “miembro”
del cuerpo, que funcionar a su aire y por su cuenta. Teresa de Jesús lo expresó
perfectamente al exclamar, poco antes de morir, “por fin muero hija de la
Iglesia”.
En el evangelio de hoy contemplamos
a Cristo resucitado que sopla sobre los discípulos, encerrados en casa por
miedo a los judíos, entregándoles así su “aliento”. “Aliento” significa “vida”
y significa también “fuerza”. El Señor Jesús nos da su “vida”, que es la única
vida que ha vencido a la muerte. Él es, en efecto, “el que vive”, tal como leemos
en el Apocalipsis: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que
vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y
tengo las llaves de la Muerte y del Hades”. (Ap 1,17-18). Por eso les enseña
las manos y el costado, como para recordarles lo que Él ha sido capaz de
afrontar e insinuarles que ellos también, recibiendo su vida, tendrán que hacer
lo mismo.
Para que seamos capaces de hacerlo
es para lo que el Señor Jesús nos da su Espíritu, el Espíritu Santo. La
relación de Jesús con el Espíritu Santo es una relación del todo especial, que
se inicia ya en su concepción. Pues es precisamente el Espíritu Santo quien
viniendo sobre María (Lc 1,35) “plasma” por completo el ser humano de Jesús. En
la sinagoga de Nazaret Jesús se presentó a sí mismo como “ungido” por el
Espíritu del Señor (Lc 4,16-21). Como dice san Gregorio de Nisa: “La noción de
unción sugiere que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. Pues
del mismo modo que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite, no
hay ningún intermediario, así es también inmediato el contacto del Hijo con el
Espíritu”. De modo que el Espíritu Santo bien puede ser llamado el “Espíritu de
Jesús” y, al recibirlo, somos hechos presencia de Cristo -del Ungido- en medio
de los hombres, somos hechos “cuerpo” de Cristo por ser hechos “templos” del
Espíritu Santo.
Que el Señor nos conceda un corazón dócil al Espíritu Santo, para que por su acción en nosotros seamos “cristificados”, es decir, hechos conformes a Cristo, para alabanza de gloria del Padre del cielo. Amén.