Castidad y alegría

La castidad que el Señor nos pide a todos los cristianos consiste en un amor de adoración por el cual ponemos a Dios en el centro de nuestra vida y ocupa Él el primer lugar en ella. Pero a algunos, a los llamados a una entrega especial a Él, en la vida religiosa o en cualquier otra forma de consagración total a Dios, el Señor no les pide solo ser el primero en su vida sino serlo todo: se trata de un amor nupcial por el que se les pide que todas sus capacidades de adhesión y de afecto estén centradas en Dios.

Esta castidad total por Dios no debe ser entendida ante todo como una carencia, como una privación de cónyuge, de hijos, de placer, como un puro sacrificio. El aspecto de sacrificio existe, pero es secundario. Lo primario es la unión amorosa a Dios: un amor pleno que quiere abarcar todas las dimensiones del ser, con una intimidad y una fidelidad destinadas a expandirse hasta la eternidad. La persona así consagrada a Dios en la castidad, conoce la alegría de la que habla san Juan Bautista (Jn 3, 29), una alegría perfecta que se apodera de todo el ser del hombre y lo hace exultar en Dios, y cuyo origen es el Espíritu Santo.

Nuestra época tiende a pensar que si no hay bienestar y placer no hay felicidad. Por eso las palabras de Cristo declarando bienaventurados –felices- a los afligidos y perseguidos desconciertan a los hombres de hoy. Pero Cristo habla siempre pensando en Dios y en la vida eterna, mientras que nosotros nos limitamos a la esfera personal e inmediata. Cristo nos invita a ir más allá de lo inmediatamente sentido, nos invita a desprendernos de nosotros mismos para entrar en la perspectiva de Dios. Nuestra época tiende a pensar que la alegría es espontánea, cuando en realidad es el fruto de un encuentro libre entre Dios y cada uno de nosotros, en el que recibimos las visitas amorosas, ardientes y puras del Espíritu Santo. Es Él quien nos otorga ese estado de felicidad y de alegría que “nadie os podrá quitar” (Jn 16, 22).

La felicidad es una Persona y, para acceder a ella, hace falta establecer momentos de encuentro, prepararse para ellos y saber reconocerlo y acogerlo cuando viene a nosotros. Por eso el Señor insiste: “velad” (Mt 24, 42), “estad preparados, porque en el momento que menos penséis vendrá el Hijo del hombre” (Mt 24, 44). Lo que el Señor dice para todos los cristianos vale especialmente para las personas consagradas en la castidad, que dependen más del amor de Dios y de su ternura.

La felicidad en Dios no es comparable a ningún placer de esta vida. Nunca se triunfa del placer por el deber, sino por un placer más grande, por la felicidad y la alegría. Hay que redescubrir lo que san Agustín llamaba la delectatio victrix, el gusto vencedor: solo la felicidad triunfa sobre el placer. La delectatio victirx, la alegría divina, es un placer que vale más que todos los placeres. La castidad nos hace renunciar al placer para alcanzar la alegría.

Introduciendo una sana distancia con todo lo creado, la castidad hace posible el acuerdo perfecto con el universo entero. No solamente con Dios, que es el depositario real de la felicidad completa y profunda; no solamente con el prójimo, percibido en el designio del amor de Dios sobre él; también con toda la creación. Es la comunión plena con la vida, el gesto que se hace ofrenda, el paso que se convierte en danza, lo cotidiano que deviene celebración, el más mínimo pensamiento que se transmuta en acción de gracias y en intercesión. No se trata de una euforia ciega, desconectada de lo real, sino de una percepción de lo real en la mirada de Dios, lo que permite permanecer en la rectitud y en la esperanza incluso cuando las pruebas y la adversidad, habituales en esta vida, se hacen presentes. Percibir el designio de amor de Dios sobre todos los seres nos permite tener una mirada puesta a la vez sobre lo real de nuestra existencia terrena y sobre la eternidad.



Autor: Soeur CATHERINE

Título: Récits d’une ermite de montagne

Editorial: Le Relié, Paris, 2019, (pp. 132-144)




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