VII Domingo de Pascua. Ascensión del Señor.

24 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • A la vista de ellos, fue elevado al cielo (Hch 1, 1-11)
  • Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas (Sal 46)
  • Lo sentó a su derecha en el cielo (Ef 1, 17-23)
  • Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28, 16-20)
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El evangelio que acabamos de escuchar nos refiere las últimas palabras del Señor antes de subir al cielo, a sentarse a la derecha del Padre. En estas palabras el Señor hace dos afirmaciones categóricas sobre sí mismo y nos confía una misión. La primera afirmación sobre sí mismo que hace el Señor es “se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra”. San Pablo, en la segunda lectura de hoy, explica que Cristo resucitado está sentado “a la derecha del Padre” en el cielo. “Sentarse a la derecha del Rey” significa disponer de todo el poder del Rey. Por eso Pablo precisa que Cristo está “por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación”, es decir, por encima de todo el mundo angélico, mediante el cual Dios gobierna el universo, “y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”: una manera de decir que no hay, ni habrá, ninguna realidad (ningún “nombre”) que pueda compararse a Cristo. Por eso añade: “y todo lo puso bajo sus pies”. Los discípulos por lo tanto no se equivocaron al postrarse ante Jesús, porque en Él, en ese hombre, Jesús de Nazaret, “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2,9). Como tiene pleno poder en el cielo y en la tierra, Él ahora los envía a toda la tierra y les da un encargo, una misión, que desglosa en tres mandatos. Escuchémoslos con atención, porque son encargos para nosotros.

1) “Haced discípulos de todos los pueblos”, es decir, llevad a los hombres a Cristo, traédmelos a mí, facilitad el que los hombres se encuentren conmigo, el que me escuchen, me sigan, compartan su destino con el mío, como habéis hecho vosotros durante estos tres años. La experiencia más valiosa es precisamente ésta: el haber convivido conmigo, el estar en mi intimidad, en mi compañía. “Llamó a los que él quiso (…) para que estuvieran con él y para enviarlos a evangelizar” (Mc 3,13-14). Esto se puede hacer gracias a la Iglesia y a los sacramentos, que son el lugar de encuentro con Cristo. “Haced discípulos” significa, pues, introducir en una experiencia, en la experiencia del encuentro y de la convivencia con el Señor; es mucho más que enseñar una doctrina.

2) “Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El bautismo presupone el conocimiento de que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, es decir, la revelación del Nombre de Dios, de su realidad íntima y escondida. Ese Nombre ya quiso ser conocido por Moisés, que se lo preguntó al Señor en la zarza ardiente; pero el Señor le dio una respuesta evasiva: “Yo soy el que soy” o “Yo seré el que seré”, porque su Nombre es “el Misterio escondido desde siglos en Dios” (Ef 3,9) y que ha sido revelado “por la predicación de Jesucristo” (Rm 16,25). En efecto, el Señor, orando la noche del jueves santo, dijo al Padre: “He manifestado tu Nombre a los hombres” (Jn 17,6). Y esta manifestación nos ha revelado que Dios es único, pero no solitario; que Dios lleva en su seno, desde toda la eternidad, un Hijo amado, en la unidad del Espíritu Santo; que Dios es uno en la comunión de las tres divinas personas; que Dios es Amor (1Jn 4,8) y que, por lo tanto, invita a los hombres a la comunión con Él, a participar en la comunión que Él es. Esa invitación se hace realidad por la oferta del bautismo, en el que somos injertados en el único Hijo de Dios, que es Cristo, y somos hechos “hijos en el Hijo”, y empieza a circular por nosotros la misma vida de Dios.

3) “Enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. Para que esa vida que Dios nos da en el bautismo y en los demás sacramentos permanezca y crezca en nosotros, es imprescindible “guardar” todo lo que Él nos ha mandado, es decir, vivir como Él nos ha dicho que tenemos que vivir. Pues la vida divina no es compatible con determinadas conductas, las que san Pablo llama “obras de la carne”: “fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (Ga 5, 19-21). Es un error creer que puedo conservar el don que Dios me ha dado en el bautismo viviendo de cualquier manera. De cualquier manera no, sino de la manera que Dios quiere.

La segunda afirmación que hace el Señor sobre sí mismo es “y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Éste es el don más preciado que tenemos: la compañía, la presencia de Cristo en nuestra vida. No se nos ha prometido que nos irá bien, que no tendremos enfermedades ni desgracias físicas o morales; se nos ha prometido que, pase lo que pase y ocurra lo que ocurra, Él estará con nosotros, que podremos vivirlo todo, lo positivo y lo negativo, con Él, en su presencia, en su compañía. Ese es nuestro privilegio, nuestra suerte, la bendición que hemos recibido. Y con esta bendición nos basta. Sólo con esto ya podemos ser felices, ya podemos vivir esta vida con esperanza y con alegría. Que así sea.