Viernes de la IV Semana de Pascua

8 de mayo de 2020
(Ciclo A - Año par)







Una plenitud superior a lo esperado (He 13, 26-33)

La promesa que Dios hizo a Abraham y que fue reiterando a los largo de la historia de la salvación tuvo siempre, ya desde el principio, un carácter increíble, desmesurado, excesivo en relación a las expectativas humanas: Dios prometía mucho más de lo que los hombres esperaban, era como un sueño tan bello que nadie se había atrevido a soñar: que las espadas se convertirían en arados, que el león pacería junto al cordero, que el niño metería la mano en la hura del áspid sin daño alguno, que se consideraría desgraciado quien viviera menos de cien años etc. etc. Y esa promesa Dios la ha cumplido resucitando a Jesús. Porque la resurrección de Jesús no es una vuelta a su vida humana anterior sino el inicio de un nuevo eón, de un mundo nuevo, de una nueva condición humana vivificada pro el Espíritu Santo. Se trata de un cambio ontológico, de un nuevo nivel de ser, del inicio del octavo y definitivo día en el que “Dios sea todo en todos” (1Co 15, 28).

Muchas moradas (Jn 14, 6bc)

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas”, dice el Señor. La “casa de mi Padre” es el cielo, esa es la casa definitiva y eterna hacia la que caminamos. Pero mientras caminamos aquí en la tierra, “la casa de mi Padre” es también la Iglesia y también en ella hay “muchas moradas”. Esas moradas son los diferentes carismas, las diferentes espiritualidades que encontramos dentro de la Iglesia y que la Iglesia reconoce como propias, como válidas. La Iglesia se puede comparar a una gran mansión que posee muchas habitaciones, muchas estancias, en las que los cristianos pueden desarrollar la vida cristiana. Y cada habitación tiene sus matices propios, su “clima” peculiar, su estilo. Pero lo importante es que son habitaciones de la Casa, es decir de la Iglesia. Sería un error amar más la propia habitación que la Casa: es imprescindible que todos amemos más lo común cristiano que lo propio y específico del carisma dentro del cual lo vivimos.

Emergencia sanitaria: El último hombre
Cuando Nietzsche quiso describir la decadencia de lo humano acuñó la expresión “el último hombre” para significar con ella un ser que busca su pequeña felicidad egoísta, su comodidad; un hombre que no cree en nada y que no está habitado por ninguna gran pasión, por ningún entusiasmo; que más que vivir vegeta. Y describió a ese tipo de hombre con este aforismo: “Para el día se tiene un pequeño placer; para la noche otro pequeño placer. Pero se venera la salud”. Que el cuidado de nuestra salud no nos empequeñezca espiritualmente. Porque la vida nos ha sido dada para entregarla y sería lamentable que nos dedicáramos a conservarla. “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16, 25-26).