Otra belleza

(El relator es un profesor y literato que vive en la bohemia de Leningrado, en los últimos años de la dictadura comunista, y que va a realizar un trabajillo de antropología cultural sobre los ritos nupciales de una pequeña aldea de Siberia llamada Mirnoie. Al llegar allí descubre que hay una mujer en el pueblo, Vera, maestra del pueblo, que lleva esperando desde hace treinta años el regreso del hombre que amaba y al que la burocracia soviética dio como desaparecido en la guerra, pero no como muerto. Ella lo espera todos los días. El relator quiere “estudiar” a esta mujer y comprender su misterio y entabla una relación con ella que “culmina” en una noche que pasan juntos. Él está convencido de que ella intentará retenerle a él, para saciar esa ansia de afecto que él supone en ella. Y se pregunta qué tipo de razones o de excusas tendrá que inventar para justificar su marcha, su partida del pueblo. El relator tiene una visión muy psicológica, muy “carnal”, de la relación hombre-mujer. La madrugada en que él parte la ve en el lago trajinando con la barca y decide ayudarla, temiendo la mirada de ella y la conversación que va a tener que sostener. Sin embargo, la despedida es del todo diferente y ella ni pregunta ni pide nada. La diferencia entre él y ella es la que hay entre el cuerpo y la psique, por un lado, y el espíritu o corazón y la libertad por otro)

           

“Una mujer tan intensamente destinada a la felicidad (siquiera a una felicidad puramente física, sí, a un simple bienestar carnal) y que elige, con aparente despreocupación, la soledad, la fidelidad para con un ausente, el rechazo a amar…”

Escribí esta frase en ese momento singular en que creemos haber llegado a conocer a la otra persona (a esa mujer, a Vera). Antes impera la curiosidad, la adivinación, la sed de confesarse cosas. El deseo del otro, la atracción por sus zonas oscuras. Luego, ya descifrado su secreto, llegan esas palabras, con frecuencia pretenciosas y categóricas, que disecan, constatan, clasifican. Todo se torna comprensible, tranquilizador. Entonces puede comenzar la rutina de una relación o de una indiferencia. El misterio del otro queda despejado. Su cuerpo se reduce a una mecánica carnal, deseable o no. Su corazón, a un inventario de reacciones previsibles.

De hecho, en esa fase se produce una especie de asesinato, pues matamos a ese ser infinito e inagotable a quien hemos conocido. Preferimos vérnoslas con una construcción verbal más que con vivo…

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Tal vez lo que retenía en Mirnoie era aquella sensación de que todo era ajeno, una sensación que nuca había experimentado con tanta intensidad. En esa ausencia de tiempo en la que vivía el pueblo, las cosas y los seres parecían liberarse de su utilidad y comenzaban a ser amados por su sola presencia bajo aquel cielo del Norte.

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Y así anotaba con mi lenguaje de entonces aquellos instantes de luz liberados del tiempo. Adivinaba que no eran simples parcelas de armonía, sino una vida total. Allí, en Mirnoie, aquella vida podía vivirse, día tras día, con la certeza de que era exactamente lo que debería haberse vivido desde siempre (…) A veces, muy sinceramente, me decía a mí mismo: “Es una mujer que vive a través de esos raros instantes de belleza”.

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-No hay que hacerse ilusiones –dijo Vera cuando le hablé de sus alumnos-. Aquí, el único futuro posible es marcharse. No vivimos siquiera en el pasado, sino en el pluscuamperfecto. Los niños se marcharán a otra parte, a las ciudades, donde el sueño será una obra con barro hasta las orejas, un centro de obreros jóvenes, el alcohol, la violencia. Pero ¿ve usted?, a veces pienso que aun así les quedará algo de estos bosques. Y de nuestras clases. Una mariposa despertada justo antes del invierno. El que Liocha haya pensado en eso quiere decir que le dejará huella. A pesar de la muerte de su padre borracho, a pesar de la mugre de las ciudades adonde no tardará en ir a parar. A pesar de todo. Es poco, desde luego. Pero estoy segura de que puede salvar a una persona. A veces basta tan poco para no hundirse…

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-Comprendí que todos nuestros debates de Leningrado, antisoviéticos o prosoviéticos, ya no significaban nada aquí, en Mirnoie. Cuando bien, me encontré con media docena de mujeres viejísimas que habían perdido a sus allegados en la guerra y que iban a morirse. Así de sencillo. Seres humanos que se disponían a morir en la soledad, sin quejarse, sin buscar culpables. Antes de conocerlas, nunca pensé de verdad, profundamente, en Dios…

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“Abnegación, altruismo…” Sin darme cuenta, el carácter de aquella mujer seguía suscitando en mi pensamiento fórmulas que trataban de descifrarlo. Pero todas ellas fracasaban ante la sencillez, muy poco meditada, con la que actuaba Vera. Terminé concluyendo que el bien (¡el Bien!) era algo complejo y propicio a la grandilocuencia tan pronto se lo transformaba en un problema moral, en un objeto de debate. Y pasaba a ser humilde y claro en cuanto se daba el primer paso real hacia él: aquella marcha a través del bosque, aquel esfuerzo prosaicamente muscular que disipaba las quimeras edificantes de la buena conciencia.

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Llegado cierto grado de sufrimiento, el dolor nos permite captar plenamente la belleza inmediata de cada instante.

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Ella me mira a los ojos, me sonríe, luego me besa en la mejilla y regresa a la barca. Solo cuando da el primer golpe de remo dice:

-Así estará muy cerca de la ciudad. Podrá coger el tren de las once…Que Dios le proteja.

Su rostro me parece envejecido, una trenza de pelo plateado le resbala sobre la frente. Y, sin embargo, toda ella trasluce una juventud nueva, vibrante, que está naciendo en el movimiento de sus labios, en el batir de las pestañas, en la ligereza de su cuerpo, que ya se lleva la barca…



Autor: Andreï MAKINE
Título: La mujer que esperaba
Editorial: Tusquets, Barcelona, 2006 (pp. 11, 57, 59-61, 91, 96, 99, 105, 168)