8 de agosto de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Con la fuerza de aquella comida, caminó hasta el monte de Dios (1 Re 19, 4-8)
- Gustad y ved qué bueno es el Señor (Sal 33)
- Vivid en el amor como Cristo (Ef 4, 30 - 5, 2)
- Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo (Jn 6, 41-51)
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“Levántate, come, que el camino es
superior a tus fuerzas”. Con estas palabras que el ángel dice al profeta Elías
se nos está anunciando una gran verdad: que el cristianismo no es humano sino
divino, que no es una realidad que nosotros podamos establecer con nuestra
voluntad y nuestro esfuerzo, que no es una realidad natural sino sobrenatural,
una realidad que viene del cielo y que solo puede ser vivida si el mismo cielo
–es decir, el mismo Dios- nos suministra un alimento que nos haga capaces de
vivirla. Ese alimento es el pan y el agua que el ángel da al profeta Elías, y
que le permiten caminar “durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el
Horeb, el monte de Dios”, evidentemente no por la fuerza natural del agua y del
pan, sino por el hecho sobrenatural de que ese pan y esa agua han sido
otorgadas por Dios a través de su ángel.
Ese pan y esa agua son una profecía
lejana de la eucaristía, que el Señor anunció en el evangelio el domingo
pasado. Para vivir el cristianismo hace falta tomar ese alimento sobrenatural
que es Cristo mismo, hecho pan y hecho vino por nosotros, -su cuerpo y su
sangre-, que se nos entrega en cada celebración eucarística. Pues el
cristianismo, como su nombre indica, es la prolongación de la presencia de
Cristo mismo en medio de los hombres, y por lo tanto el único que lo puede
realizar es el propio Señor, que se nos da a nosotros en alimento para
“cristificarnos”, para hacernos “cristiformes”, portadores de su presencia a lo
largo de la historia humana.
Para vivir esta realidad hay que
reconocer que Jesús es “el pan que ha bajado del cielo”, es decir, hay que
reconocer en Jesús al enviado del Padre para la salvación del mundo. Lo que
significa que Jesús no es un hombre más de la historia humana, identificable
por la referencia de sus padres humanos, de su lugar de nacimiento y de
educación, -“el hijo de José”-, sino que él es “el pan vivo que ha bajado del
cielo”. El evangelio de hoy nos enseña que este reconocimiento es fruto de la
gracia, que requiere una intervención especial del Padre del cielo en el
corazón de cada hombre, para que éste pueda reconocer a Jesús en su identidad
más profunda, que no es la humana, sino la divina: “Todo el que escucha lo que
dice el Padre y aprende, viene a mí”. Para ir a él, para reconocerle como quién
es en verdad, hace falta escuchar la lección del Padre, lo cual no deja de ser
una gracia, un misterio que sucede en el interior del corazón de cada hombre.
Cuando esta gracia se produce, cuando
el hombre, escuchando la lección del Padre del cielo, reconoce en Jesús al
“verdadero pan del cielo”, al “pan de Dios que baja del cielo y da la vida al
mundo” (Jn 6,33), entonces el hombre se hace cristiano y celebra la eucaristía,
recibiendo al propio Cristo como alimento espiritual que desarrolla en él una
vida nueva de la que hay que desterrar “la amargura, la ira, los enfados e
insultos y toda maldad”, y desarrollar, en cambio, la bondad, la comprensión y la
capacidad de perdonar, tal como nos ha recordado la segunda lectura de hoy (Ef
4,30-32). Así la vida cristiana se manifiesta como una novedad frente a la vida puramente humana, que es siempre
afirmación de sí mismo por encima de los demás, reivindicación de los propios
derechos e indignación airada frente al mal, mientras que la vida cristiana se
manifiesta como mansedumbre que pretende vencer al mal con el bien (Rm 12,21),
que no toma la justicia nunca por cuenta propia (Rm 12,19), que bendice a
quienes la persiguen y que no maldice nunca (Rm 12,14). Que el Señor nos la
conceda.