XXII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

29 de agosto de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • No añadáis nada a lo que yo os mando… observaréis los preceptos del Señor (Dt 4, 1-2. 6-8)
  • Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? (Sal 14)
  • Poned en práctica la palabra (Sant 1, 16b-18. 21b-22. 27)
  • Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres (Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23)
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          La cuestión sobre lo puro y lo impuro, surgida porque los discípulos tomaban alimentos sin lavarse las manos, es una cuestión que nos puede resultar extraña a nuestra sensibilidad actual. Sin embargo, lo que en ella verdaderamente se debate es una cuestión fundamental, que sigue teniendo plena vigencia para nosotros, a saber: ¿Qué es lo que nos hace puros o impuros en nuestra relación con Dios?

          Los judíos pensaban que una serie de tradiciones heredadas de sus mayores, como la de lavarse las manos antes de comer, restregando bien, eran fundamentales para una correcta relación con Dios. Jesús, en cambio, va a considerar esas tradiciones como “preceptos humanos” y va a centrar la pureza de la relación con Dios en la observancia del “mandamiento de Dios”.

          Notemos que el Señor habla en singular –“el mandamiento”- como apuntando, más que a la diversidad de los mandamientos de la ley de Dios, a una síntesis global de todos ellos, a una definición de un estilo de vida conforme a la voluntad de Dios, que el Señor resume en los dos mandamientos: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.» (Mc 12,29-31). El apóstol Santiago los resume, en la segunda lectura de hoy, diciendo: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo” (St 1,27), es decir, el amor al prójimo (huérfanos y viudas) y la abstención de toda idolatría (no mancharse las manos con este mundo).

          La enseñanza de Jesús sobre la fidelidad al mandamiento de Dios por encima de las tradiciones de los hombres es plenamente actual, puesto que los creyentes estamos constantemente sometidos a la presión de lo social, cultural y políticamente correcto, todo lo cual no dejan de ser “preceptos humanos” y “tradiciones de los hombres”, a las que no es nada fácil desatender. Pues lo que está de moda –tanto si es una moda “eclesiástica” como si es una moda “civil”- posee siempre mucha fuerza social y quien prescinde de ello es inmediatamente censurado por la colectividad en la que vive. El Señor no dice que todas esas tradiciones humanas sean malas, pero precisa que la pureza de la relación con Dios no reside en la fidelidad a ellas sino en el cumplimiento del “mandamiento de Dios”.

          Establecido lo cual, el Señor profundiza su enseñanza recordándonos que no basta  con una observancia puramente externa del “mandamiento de Dios”, sino que la conformidad con él tiene que configurar también el interior del hombre, su núcleo personal más íntimo, lo que la Biblia llama el corazón. Esta palabra del Señor establece una diferencia radical entre el cristianismo y otras religiones, como por ejemplo el islam. En el islam lo verdaderamente decisivo es el cumplimiento material de los cinco preceptos que el musulmán debe cumplir: la confesión de fe, la oración, la limosna, el ayuno y la peregrinación a la Meca. Quien cumple esos cinco preceptos, y los cumple según están ritualizados por la tradición islámica, puede considerarse un buen musulmán.

          En el cristianismo, en cambio, no basta con el cumplimiento material del mandamiento de Dios, sino que la conformidad con la voluntad de Dios tiene que llegar al centro más profundo del ser humano, a su corazón, para que dé lugar al surgimiento de un hombre verdaderamente nuevo, de un hombre que ve la realidad con los ojos del Señor, porque tiene “la mente de Cristo” (1Co 2,16), que vivencia los acontecimientos con los “sentimientos de Cristo” (Flp 2,5) y que ama a los seres con un corazón puro, como el de Cristo, porque ha purificado su alma por la “obediencia a la verdad” (1P 1,22) que es Cristo (Jn 14,6). Así surge el hombre nuevo, tal como lo describió proféticamente Jeremías: “Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: ‘Conoced a Yahveh’, pues todos ellos me conocerán del más pequeño al más grande” (Jr 31,33-34).

          Todo lo cual es obra del Espíritu Santo, que visita las mentes de los suyos, llenando son su divina gracia los pechos que él mismo ha creado y escribiendo en ellos, como dedo de la derecha del Padre (digitus paternae dexterae), su santa Ley. Veni creator spiritus, mentes tuorum visita, imple superna gratia, quae tu creaste pectora. Que el Señor nos lo conceda.