XXI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

22 de agosto de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios! (Jos 24, 1-2a. 15-17. 18b.)
  • Gustad y ved qué bueno es el Señor (Sal 33)
  • Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia (Ef 5, 21-32)
  • ¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)
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El Evangelio que se nos acaba de proclamar es la conclusión del largo discurso que Jesús hizo en la sinagoga de Cafarnaúm después de la multiplicación de los panes y los peces y en el que desveló el misterio de la Eucaristía, tal como hemos escuchado en los tres domingos anteriores.

La Eucaristía es un misterio que desafía a la racionalidad puramente humana, a la racionalidad ejercida en su dinámica natural sin haber sido iluminada y dilatada por la palabra de Dios. Para una razón que no está iluminada por la fe, “comer a Dios” –“el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,58)- es algo completamente absurdo. Por eso al terminar este largo discurso se produce lo inevitable: “Muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: -Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?” (Jn 6, 60). “Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (Jn 6, 66).

Este abandono pone de relieve el misterio de la libertad humana y de la gracia de Dios. El propio Jesús había dicho: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,44). Esta “atracción del Padre” es una gracia: “Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede” (Jn 6,65). Y la gracia puede siempre ser acogida o rechazada por la libertad del hombre, en ese ámbito interior del ser humano que es el corazón, ámbito que sólo Dios puede conocer, tal como la Sagrada Escritura recuerda con frecuencia (1S 16,7; Jr 17,9-10). Jesús, que es Dios hecho hombre, conoce el corazón de todo hombre y por eso el evangelista afirma que “Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar” (Jn 6, 64).

Reconocer a Jesús como el enviado del Padre y reconocer que todas sus palabras “son espíritu y son vida” (Jn 6,63) es algo que sólo puede hacerse movido por el Espíritu Santo (1Co 12,3), pues solo el Espíritu Santo nos da la “mente de Cristo”, (1Co 2,16) con la cual podemos entender las realidades espirituales que Dios nos revela y hablar de ellas “no con palabras enseñadas por la sabiduría humana sino enseñadas por el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales” (1Co 2,13), como ocurre con la Eucaristía, que no es una invitación al canibalismo sino una invitación a la comunión amorosa con Dios.

La Eucaristía es, en efecto, una realidad “inventada” por Dios, una realidad que solo a Dios se le podía ocurrir y que es fruto del amor omnipotente de Dios hacia los hombres, de su misericordia todopoderosa que quiere salvar al ser humano y hacerlo partícipe de la vida divina. Sólo en la lógica del amor –“Dios es Amor” (1Jn 4,8.16)- aparece la posibilidad de hacerse alimento para aquellos a los que se ama. Pues en la lógica del amor está la expresión “comerse a besos” y está también el misterioso deseo expresado en el Cantar de los cantares por el grito desgarrado de la Novia: “¡Que me bese con los besos de su boca!” (Ct 1,2). Este grito enuncia el deseo más profundo del corazón humano, que es el deseo de unión amorosa con Dios, deseo que está “afligido” por la conciencia de la imposibilidad de su realización, puesto que entre Dios y el hombre se abre el abismo inmenso de la Transcendencia divina, abismo que el hombre con sus fuerzas no puede salvar. De ahí el lamento dolorido de la Novia, -que es Israel, que es la Iglesia, que es cada alma-, cuando dice: “¡Ah, si fueras tú un hermano mío, amamantado a los pechos de mi madre! Podría besarte, al encontrarte afuera” (Ct 8,1).

A este lamento ha respondido la misericordia entrañable (Flp 2,1) del Padre, enviando a su único Hijo nacido de una mujer (Ga 4,4), que de ese modo se ha hecho nuestro hermano, hijo también de nuestra madre Eva, para que lo podamos encontrar y dejarnos abrazar y besar por Él. La Eucaristía es el cumplimiento espiritual y misterioso de esto; pues cada vez que comulgamos Él nos besa con los besos de su boca y nos comunica la vida divina de la que Él es portador: la Eucaristía nos configura con Cristo, nos va dando la “forma de Cristo”, para que seamos en medio de los hombres no solo instrumentos suyos sino también iconos suyos, lugares de su presencia.

Que tengamos un corazón profundamente agradecido al Señor por un don tan grande.