XVI Domingo del Tiempo Ordinario

19 de julio de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Concedes el arrepentimiento a los pecadores (Sab 12, 13. 16-19)
  • Tú, Señor, eres bueno y clemente (Sal 85)
  • El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 26-27)
  • Dejadlos crecer juntos hasta la siega (Mt 13, 24-43)
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La liturgia de la Palabra de este domingo aborda el tema del silencio de Dios durante la historia humana, a pesar de la presencia del mal. A los hombres nos gustaría que, al menor síntoma de mal, Dios interviniera, arrancándolo de cuajo. Pero como Dios no lo hace, a nosotros nos viene la tentación de hacerlo, de “limpiar el campo”, de extirpar el mal. Y la palabra de Dios, en el evangelio de hoy, nos sorprende diciéndonos: “dejadlos crecer juntos hasta la siega”. 

Con su parábola el Señor quiere inculcarnos la paciencia como una actitud fundamental. Quiere decirnos que hemos de soportar, durante nuestra vida aquí en la tierra, esta situación de mezcolanza del bien y del mal, del trigo y de la cizaña. Quiere decirnos que hemos de aprender a vivir juntos los buenos y los malos, los piadosos y los impíos. Que hemos de contar con la presencia del mal. El Señor nos dice: es mejor soportar la presencia del mal que arrancar el bien, queriendo extirpar el mal. Porque nosotros no tenemos un método infalible de discernimiento. A lo largo de la historia humana, hemos de aceptar que el Reino de Dios crezca en el seno de una comunidad en la que se mezclan el bien y el mal. Y hemos de vivir esta situación con una paciente confianza. Al final el Señor vendrá y Él realizará el juicio definitivo, el juicio “final”. Pero sólo Él puede hacerlo, porque sólo Él discierne los corazones.

La segunda cosa que nos dice el Señor con su parábola es que esta situación no va a durar siempre, que durará hasta que Él vuelva y realice “la siega”, es decir que durará hasta la segunda venida de Cristo, hasta la Parusía y el Juicio final. Entonces se verá con toda claridad que no ha dado lo mismo, en absoluto, el vivir de una manera o de otra, el haber sido trigo o cizaña, el haber sido bueno o malo. Quien haya sido “trigo”, “brillará como el sol en el Reino de su Padre”, dice el Señor cuando explica la parábola, es decir, vivirá en comunión con Dios, que es “Luz sin tiniebla alguna” (1Jn 1,5), que es Amor (1Jn 4,8). Quien haya sido “cizaña” será “arrojado al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes”, es decir, será excluido de la comunión con Dios, porque Dios es absolutamente incompatible con el mal, con el pecado.

Por lo tanto esa idea de que “vivas como vivas, al final todos al cielo”, es una idea falsa, contraria a la enseñanza de Cristo, que nos dice que no da lo mismo vivir de una manera que de otra. Sólo que eso se verá en el último día. Mientras tanto parece que da lo mismo, porque si sale el sol, como si cae la lluvia, se benefician lo mismo el trigo que la cizaña.

Lo que no dice el evangelio de hoy, pero se insinúa en la primera lectura, es que Dios no interviene porque tiene la esperanza de que aquellos que son cizaña se conviertan en trigo. La paciencia de Dios, su “silencio” ante el mal, es oportunidad de conversión para el hombre, como dice san Pedro: “No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que lleguen todos a la conversión (2Pe 3,9). Si Dios interviniera después de cada acción del hombre, premiándola cuando fuera buena o castigándola cuando fuera mala, creer sería un negocio inteligente y se eliminaría prácticamente la posibilidad de la fe, de dar confianza a Dios, de esperar en Él.

Finalmente la primera lectura de hoy nos enseña que “el justo debe ser humano”. Nuestro primer problema es que nos cuesta mucho ser “justos”, es decir, ser personas gratas a Dios, que viven de un modo acorde a Su voluntad. Pero el segundo problema es que, muy fácilmente, cuando somos “justos”, tendemos a endurecernos en relación a los demás, tendemos a pensar que si los demás no lo son, es porque son unos gandules o unos cobardes o unos viles. Y sin embargo Dios espera de nosotros que seamos comprensivos con quienes obran el mal, que tengamos paciencia con ellos y que no dejemos de tener esperanza para cada uno de ellos, como la tiene Él. Pues nuestra verdadera victoria sobre el mal no consiste en que ardan en el infierno, por toda la eternidad, quienes lo han cometido, sino en que se arrepientan y salven su vida, que es, por cierto, lo que Dios quiere (cf. 1Tm 2,4).