Lo nuclear cristiano


Si tuviéramos que buscar una palabra que pudiera indicar el núcleo del cristianismo, aquello sin lo cual no hay cristianismo, podríamos recurrir sin temor a equivocarnos a la palabra amistad: “Ya no os llamo siervos, sino amigos, porque todo lo que el Padre me ha dicho os lo he dado a conocer” (Jn 15, 14).

La palabra siervos indica la concepción habitual que los hombres tenemos de la relación con Dios, una relación comparable a la que tiene un siervo con su amo: si el siervo cumple correctamente lo que su amo ha mandado, puede esperar, con toda razón, que recibirá la recompensa prometida.

A pesar de la corrección de este planteamiento, Jesús lo descarta y elige la palabra amigos para describir lo que Él nos ha venido a ofrecer. Con esta palabra Jesús, de entrada, nos dice dos cosas: (1) Dios te ama, eres amado por Dios, Yo te amo y (2) entre Dios y tú hay un ámbito de confidencialidad, de apertura del corazón, de comunicación de lo secreto e íntimo de cada uno, el ámbito propio de la amistad.

Vivir el cristianismo es vivir esta amistad, es existir en este encuentro continuo con Cristo y a través de él con el Padre y el Espíritu Santo, en el que se me hace patente que Dios me ama –me ama ya ahora, con todos los defectos, los límites, los miedos, los complejos y los pecados que me acompañan-, y en esa relación de amor Él me abre su corazón, me cuenta sus secretos, sus deseos más íntimos –“que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2, 4)-, me comunica su visión de la realidad, del ser, del universo, de las cosas, de la vida –“en el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn 1, 1)- y, sobre todo, del hombre, que para Él nunca es “un ser más” porque es el ser que lleva Su “imagen y semejanza” (Gn 1, 26), y me ilumina sobre lo que me hace crecer y lo que bloquea mi crecimiento personal, porque Él quiere que yo crezca hasta la altura de Dios y que así pueda existir con Él y en Él, por toda la eternidad.

Para ello, por medio de Cristo, de su muerte y resurrección, me da el Espíritu Santo y con Él una participación en la vida divina. La salvación es una realidad que empieza en nosotros el día de nuestro bautismo, cuando recibimos, al modo de una semilla, esa vida divina que Dios quiere que crezca cada día en mí hasta que inunde por completo mi ser y yo pueda decir, como san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).

Esta vida divina se desarrolla y crece en la dinámica del amor, no en la de una relación contractual del tipo siervo-amo. Pues lo decisivo aquí no es cumplir unas órdenes sino vivir un amor. Lo decisivo es creer/saber/experimentar/sentir que soy amado por Dios y, en la lógica del amor, responder amándole a Él. Simón Pedro seguramente hizo esa experiencia cuando, en la noche de la pasión del Señor, después de haberle negado por tercera vez, Cristo se volvió y lo miró, y él vio, en la mirada del Señor, que Él seguía amándole. Entonces salió fuera y “rompió a llorar amargamente” (Lc 22, 61-62). Ahí, probablemente ahí, fue cuando Pedro empezó a ser cristiano. Al igual que Saulo de Tarso, que caminando hacia Damasco para perseguir y encarcelar a los cristianos, oyó la voz de Cristo que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (He 9, 4). Y seguramente en ese me y en el tono de la voz, Pablo empezó a comprender que estaba persiguiendo a quien más le amaba. Y a partir de ahí, sabiéndose amado, empezó a ser cristiano.

El amor no se exige como un derecho o como una obligación, sino que se ofrece, se propone, se entrega gratuitamente, como se lo entregó Dios a Pedro y a Pablo y nos lo entrega a cada uno de nosotros. Pero en la lógica del amor se hacen, o se dejan de hacer, muchas cosas “por amor a Jesús”, como decía Santa Teresita. La lógica del amor es la lógica de un agradecimiento, de una correspondencia, de una reciprocidad, de una armonía y de una belleza: la armonía y la belleza de responder al Amor amando. En el cristianismo hay una estética antes que una ética: “está feo” no amar al Amor. La ética tiene un papel subordinado, aunque muy valioso y útil: me señala algunos comportamientos que ayudan a crecer en la lógica del amor (mandamientos positivos) y otros que bloquean el crecimiento en la amistad con Dios (mandamientos negativos).

Soy cristiano en la medida en que lo primero para mí es llevar todo cuanto me sucede, todo lo que yo quiero, lo que yo deseo, lo que espero, lo que temo, lo que me ilusiona y lo que me aterra, todo, absolutamente todo, a ese ámbito de confidencialidad y de intimidad con Dios, para ponerlo ante Él y para que la luz de Su mirada, me sugiera cómo sería bueno vivir todo eso, gestionarlo de modo que todo se resolviera en un incremento de amor hacia Él. De modo que Cristo –y con Él, el Padre y el Espíritu Santo- sea existencial y cronológicamente lo primero en mi vida. Y si, en vez de esto, comento, hablo, reflexiono y decido en compañía de mis familiares, amigos o compañeros de trabajo, y una vez decidido todo recurro a Cristo para pedirle que “me eche una mano” para que las cosas salgan como yo quiero, entonces no he llegado todavía al cristianismo, soy como los antiguos paganos que recurrían mediante sacrificios a sus dioses para conseguir el cumplimiento de sus propios deseos.