Meditación sobre el tiempo de Cuaresma


La Cuaresma que nosotros celebramos dura cuarenta días que van desde el miércoles de ceniza hasta las primeras horas de la tarde del Jueves Santo: la misa en la cena del Señor pertenece ya al Triduo pascual. Sin embargo esta cuaresma es fruto de una larga historia y ha tenido distintas duraciones: arrancando de los cuarenta días (cuadragésima), ha conocido una época de cincuenta días (quincuagésima), otra de sesenta (sexagésima) e incluso de setenta días (septuagésima). Finalmente la Iglesia la ha fijado en los cuarenta días que conocemos. El simbolismo de los cuarenta días evoca el periodo de prueba y tentación (éxodo de Israel a través del desierto), pero también la experiencia de la gracia y la acción divina de Dios a favor de su pueblo (ibidem).

La  Cuaresma actual es una síntesis de un triple itinerario ascético y sacramental: la preparación de los catecúmenos al bautismo, la penitencia pública y la preparación de toda la comunidad cristiana para la Pascua. Parte siempre del supuesto de que la vida cristiana comporta un "combate espiritual" y es como una convocación a la "milicia cristiana" para la puesta a punto de las "armas de la luz" (cf. Rm 13,12) para luchar contra nuestro enemigo el diablo (cf. Ef 6,11-17; 1Pe 5,8). "Que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal", dice la oración colecta del miércoles de ceniza, con la que se inicia la Cuaresma.

La Cuaresma es un verdadero sacramental puesto a disposición de toda la comunidad cristiana para que reviva y renueve cada año el paso de la muerte a la vida, de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8,21) que un día se realizó en el bautismo de cada uno (cf. Rm 6,3-11; Col 2,12). Esta dimensión pascual y bautismal es la que el Concilio Vaticano II ha querido subrayar (cf. SC 109).

En Cuaresma se utiliza el color morado, al igual que se hace en Adviento y en los funerales y misas votivas por los difuntos. El morado es un color de tránsito entre el sufrimiento y la alegría. En Adviento indica moderación, austeridad, penitencia, esfuerzo de conversión, esperanza, vigilancia etc. En Cuaresma significa sobre todo el esfuerzo de conversión, la penitencia, la ascesis, la apertura a la misericordia de Dios, la confesión de los pecados, el ayuno, la limosna etc. Tanto en Adviento como en Cuaresma es un color que prepara el camino al blanco (color de la Navidad y de la Pascua), que significa alegría, fiesta, luz, vida, triunfo, gloria, pureza, santidad, felicidad, gozo y júbilo.

“NO SÓLO DE PAN VIVE EL HOMBRE” (Mt 4, 4)

El gran tema de la Cuaresma es la conversión, cuya necesidad  se proclama el miércoles de ceniza en el rito de la imposición de la ceniza. Este rito se contemplaba, antes del Concilio Vaticano II, como un memorial de la fragilidad y contingencia del ser humano ("acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás"). Sin embargo el Concilio, sin suprimir esta fórmula, ha introducido otra que subraya más bien la necesidad de la conversión ("convertíos y creed en el Evangelio"). 

De cara a la conversión, la liturgia del miércoles de ceniza nos entrega, en el Evangelio, tres armas espirituales: la oración, el ayuno y la limosna. Siguiendo esta triple indicación vamos a reflexionar sobre la conversión en tres direcciones fundamentales:

a) en la relación con Dios, que correspondería al tema de la oración

b) en la relación de cada uno consigo mismo, que correspondería al tema del ayuno y

c) en la relación con el prójimo, que correspondería al tema de la limosna

Convertirse a la verdadera imagen de Dios

Recogeríamos aquí el tema del primer domingo de cuaresma. En las tentaciones del Señor lo que está en juego es la idea demoníaca de la omnipotencia divina, idea "infantil" que todos llevamos dentro desde el pecado de Adán. Es la omnipotencia entendida como poder que se puede ejercitar caprichosamente, anulando las leyes de la realidad, para provocar la aparición de lo maravilloso, de lo extraordinario, haciendo ostentación de un poder muy por encima del poder de los mortales. Es el tema que introduce el primer domingo de Cuaresma al hacernos contemplar las tentaciones de Cristo en el desierto. En este evangelio, en efecto, se muestra cuál es la idea que Satán tiene de la omnipotencia, que podríamos resumir en tres conceptos: lo mágico (que las piedras se conviertan en panes), lo maravilloso ("arrójate de lo alto del Templo…") y el poder político mundial.

Satán, en efecto, propone al Señor el ejercicio de un poder que salte por encima de las leyes de la realidad y convierta las piedras en panes, dispensando así al hombre de la dura tarea de trabajar, de ganar el pan con el sudor de su frente. Le propone también arrojarse al vacío desde el alero del Templo de Jerusalén y hacer que los ángeles le desciendan espectacularmente para que sus pies no tropiecen con las piedras, realizando así un reality show maravilloso, espectacular, fuera de lo común. Y le propone finalmente entregarle todo el poder temporal, todo el poder y la gloria de los reinos de este mundo para que, poseyéndolo todo, pueda organizar el mundo como él quiera: es la tentación de un poder político mundial, de ser reconocido como "Señor del mundo". 

Un autor contemporáneo traduce el mensaje de las tentaciones al lenguaje actual observando que la clave que el demonio propone es la eficacia. Según él Satán vendría a decir: "¡Yo soy el Príncipe de este mundo y soy máster en marketing, doctor en propaganda, experto internacional en mensajes subliminales y en fascinación publicitaria! ¡Mira cómo consigo que ese pobre diablo compre un coche por encima de sus posibilidades como si fuera el carro de Elías! ¡Admírate de cómo puedo hacer que elijan al político más mediocre con la sola mediación de la maravilla mediática! Te daré todos los reinos del mundo con su gloria si, postrándote, me adoras… ¡Haremos una Operación Triunfo del canto gregoriano. Organizaremos un Gran Hermano del sacerdocio. Todos los telediarios de las nueve, todos los prime-times, todos los sitios de Google estarán al servicio de tu Iglesia y tendrán un atractivo que envidiarán las cadenas pornográficas y las mejores series americanas!"

Lo importante es que a todas estas propuestas demoníacas, el Señor Jesús responde eligiendo siempre el humilde camino humano de la obediencia y la adoración a Dios, sin pretender que la omnipotencia divina realice cosas extraordinarias para ayudarme a recorrer mi propio camino. El Reino de Dios se anuncia en la pobreza, amando al prójimo en la proximidad, abriendo nuestras manos hacia él, corriendo el riesgo de un abrazo donde el prójimo puede abrirse o estrangularnos. Un abrazo, no una llave de judo.

El Señor adopta así la actitud propia de todo creyente, la que debemos tener cada uno de nosotros, sin pretender -Él, que podría, con todo derecho, pretenderlo- intervenciones extraordinarias de Dios en su favor. Como dirá magistralmente san Pablo, "no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos". En realidad hay mucho más de lo que dice san Pablo en el himno de la carta a los filipenses. Lo que hay en esa renuncia expresa a un ejercicio de la omnipotencia divina como el que propone el demonio, es una revelación sobre el ser de Dios que nos indica que Dios es humilde, y por ello respeta lealmente las leyes de la realidad que Él ha creado (que Dios no "hace trampas" con la realidad), que es paciente y sabe aceptar los ritmos que la condición histórica del hombre comportan y que es vulnerable porque respeta tanto la libertad del hombre que permite que éste le hiera, le ofenda, sin romper la relación con Él. 

Convertirse al verdadero Dios supone convertirse a esta humildad, paciencia y vulnerabilidad que son propias de Él. Significa, por lo tanto, renunciar para siempre a que el objetivo de mi vida sea la economía (piedras que se convierten en panes), el éxito social (la admiración que produce lo maravilloso) o el poder histórico (el poder y la gloria de los reinos de este mundo). Significa, pues, poner otro objetivo para mi vida; y ese objetivo no puede ser sino el advenimiento del Reino de Dios. "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura". Cuando Cristo rechazó las tentaciones demoníacas, afirmando por encima de todo el Reino de Dios y su justicia, inmediatamente se le concedió la añadidura: "el demonio se alejó y los ángeles le servían".

En este sentido la Cuaresma es el tiempo adecuado para revisar nuestra oración a la luz del Padrenuestro, que es la oración que el propio Señor nos ha dado. En ella vemos cómo "lo primero" es "el Reino de Dios y su justicia" y por eso las primeras peticiones nos descentran por completo de nosotros mismos para centrarnos en Dios y su Reino: "Santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad". Después, y sólo después, se suplica humildemente la "añadidura" que necesitamos: el pan nuestro de cada día, el perdón de nuestros pecados y la protección divina para no caer en la tentación.

Convertirse a nuestro verdadero ser de hombres

El gran aviso-consigna para toda la Cuaresma y para toda la vida del cristianos es: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4 = Dt 8,3) (1er domingo de Cuaresma). Esto no recuerda que tenemos hombre si tenemos un ser que desea a Dios, un ser que tiene "hambre de Dios" (cf. Amós 8, 9-12), pues de lo contrario no tenemos un hombre sino un primate algo más complicado que los demás primates. 

La distinción fundamental para la comprensión del hombre no es la de alma y cuerpo, puesto que el hombre es una unidad psicosomática y es completamente carne y completamente alma; la distinción fundamental es la de la naturaleza y la persona, sabiendo que la persona es siempre portadora de una naturaleza. 

Al emplear aquí la palabra "naturaleza" nos referimos a la naturaleza individual de cada hombre, es decir, al conjunto de predisposiciones individuales a actuar de una determinada manera, que son fruto de la herencia genética, la educación recibida y las opciones de la libertad que cada uno ha ido haciendo y que se traducen en una "manera de ser" que es "mi manera de ser", mi forma concreta  (morphé), lo que expresamos cuando decimos "es que yo soy así".

Con la palabra "persona" designamos, en cambio, lo que san Pedro llama "el hombre escondido del corazón", es decir, el ser que el Padre ha visto cuando me ha creado, contemplando a su Hijo Jesucristo, y ha puesto en mí, en mi más profundo ser, en el corazón, un dinamismo secreto que me orienta hacia la realización de ese aspecto del ser de Cristo resucitado que el Padre ha contemplado cuando me ha creado y que constituye mi ser más verdadero, el "nombre nuevo" que designa mi verdadera identidad y que yo recibiré, por gracia, si soy fiel a las sucesivas llamadas de la gracia de Dios en esta vida. Este ser profundo y secreto (eidos) que me constituye en mi verdad más profunda es el télos, el principio dinámico de mi desarrollo como persona humana, si soy dócil al Espíritu Santo. El “nombre nuevo” que recibimos en Jesucristo es el único que hace emerger la unicidad irrepetible del hombre. Para el hombre, persona es el “nombre nuevo” que Dios le atribuye (Ap 2,17), desde “el principio de la creación de Dios” (Ap 3,14), que designa continuamente una tarea, la de ser “columna en el templo de mi Dios” (Ap 3,12), el “nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe” (Ap 2,17).

Responder a la pregunta sobre cómo soy yo (morphé), sobre cuál es mi naturaleza, es algo relativamente sencillo. Lo difícil, lo muy difícil, es responder a la pregunta sobre quién soy yo, es decir, a la pregunta sobre mi persona, sobre mi ser personal y único (eidos). Porque la “identidad arquetípica y primigenia” de cada hombre, la medida de su ser y, por tanto, su verdad, está constituida por la idea que Dios tiene de él, o sea, por el proyecto que quiere llevar a cabo en él. Porque el hombre no tiene su verdadera y completa “identidad” en sí mismo, sino únicamente en Dios.

Que Dios, al crear a cada hombre, no le dé ni el conocimiento de la idea que Él tiene de él ni la realización ya cumplida de esa idea, muestra la dignidad del hombre que, a diferencia de las cosas y de los animales, tiene que colaborar activamente con Dios para la realización de su propio ser. Por eso Dios creó todos los seres dando una orden ("háganse"), pero cuando fue a crear la hombre no dio una orden sino que pronunció ese misterioso "hagamos" al hombre a imagen nuestra, a semejanza nuestra: en ese plural misterioso está también incluido el propio hombre, como si Dios se dirigiera al hombre que va a crear y le dijera que, sin su libre colaboración, no va a poder ser creado. "Nosotros somos embriones de personas", decía un pensador cristiano contemporáneo (O. Clément): hemos de colaborar activamente en nuestro alumbramiento definitivo para la eternidad. "Al fin seré hombre" decía Ignacio de Antioquia hablando de su martirio.

Desde la perspectiva teológica, que es la más amplia, profunda y de mayor alcance, el concepto de persona es idéntico con la misión otorgada “en Cristo” por el Espíritu, misión otorgada al sujeto creado y aceptada por él, que hunde sus raíces en la “elección de gracia antes de la creación del mundo” y que, por ello, encuentra su hogar en el plan trinitario sobre el mundo y la redención. La participación del hombre en la misión de Cristo constituye el centro auténtico de la realidad de la persona.

La conversión en relación a mí mismo consiste en hacer prevalecer en mí la persona sobre la naturaleza, de tal manera que mis decisiones no sean tomadas siguiendo automáticamente mi manera de ser (morphé), sino escuchando la voz del Espíritu Santo que habla en lo profundo de mi ser personal, en el "hombre oculto del corazón", en lo que podemos llamar mi "espíritu", distinguiéndolo incluso del "alma" de la cual él es el centro, y obedeciendo las sugerencias que el Espíritu Santo me hace y que son las que me van conduciendo a la realización de la idea (eidos) que Dios tiene de mí. De tal manera que mi devenir existencial, la historia de mi vida no sea el despliegue automático y ciego de mi naturaleza, sino la sabia administración que de ella hace mi espíritu para que yo llegue a recibir la piedrecita blanca en la que está escrito mi verdadero nombre, que sólo Dios y yo conoceremos.

Y aquí entra el tema del ayuno que es, antes que nada, negación de mi espontaneidad, prohibición de realizar lo que me apetece (comer), para crear en mí un vacío que me recuerde que no estoy completo, que ni siquiera sé quién soy, que desconozco los caminos que me conducirán hacia la plenitud de mi ser, y que debo hacer silencio para poder escuchar la tenue y delicada (cf. Elías: "una tenue brisa") del Espíritu Santo que me habla en lo profundo de mi corazón. Por supuesto que el ayuno no debe ser referido solamente a los alimentos corporales sino a todo lo que alimenta nuestra alma, atiborrándola y embotándola para la escucha del Espíritu de Dios (televisión, internet, chismes: el espíritu de "vana palabrería" del que pide san Efrén ser liberado etc.).

Convertirse al prójimo

El mundo sería una prisión cerrada, sellada con las leyes de la biología, de la psicología y de la sociología, si no fuera porque en ella descubrimos al prójimo. El prójimo aparece como un rostro, y el rostro es como una apertura y como una promesa de libertad. En el rostro del prójimo, en la desnudez de su mirada, percibimos una exigencia y una llamada: la exigencia de respeto, que me ordena "tú no matarás" (es decir, soy una persona y no una cosa de la que puedes disponer a tu arbitrio, me debes un respeto) y la llamada de una súplica que implora ayuda, que me pide que le eche una mano en su caminar, en la ardua tarea de ir realizándose, de ir descubriendo y alcanzando su propia identidad.  

"Al otro, como a Dios, sólo se le conoce por la fe, a través de Cristo y del Espíritu Santo, sólo se le conoce mediante una revelación. En el conocimiento que Cristo nos da de una persona, tiene que haber, en un momento dado, como una discontinuidad: es el momento de la revelación, en el que Dios interviene para hacerme presentir al otro como un secreto que se abre, sin dejar de ser secreto", afirma O. Clément. La primera justicia que debo, por lo tanto, a mi prójimo es la de reconocerle como lo que es o, mejor dicho, como quién es. Todo lo que hemos dicho sobre la conversión a uno mismo, sobre el descubrimiento progresivo de nuestro verdadero ser en la docilidad al Espíritu Santo, vale también para cada prójimo que encontramos. Y por lo tanto mi primer deber hacia él consiste en reconocer que es un misterio, que él también ha sido creado por el Padre mirando a Cristo y tiene que alcanzar su verdadero ser, que es una plasmación de un destello del rostro del Resucitado. 

Mi conversión al prójimo arranca de aquí: de negarme a ver en él únicamente lo que la biología, la historia, la psicología y las ciencias sociales me dicen de él: porque él es más, él es otro que todo lo que las ciencias me puedan decir de él. Por lo tanto mi conversión empieza por una manera de mirar, de mirarle. Madre Teresa de Calcuta decía que la sonrisa es el inicio de la paz. Para que haya paz entre nosotros, lo primero es regalarte una sonrisa, muy por encima de lo que los servicios sociales me digan de ti.

Pero también ocurre, muy a menudo, que el rostro del prójimo, que es apertura y transparencia, lugar donde la materia se personaliza, se vuelva opaco y se cierre, convirtiéndose en una frontera acusadora. Entonces es más difícil amarlo. Haber encontrado a Cristo, haberse dejado encontrar por Él, es lo que hace posible seguir amando, aunque  no haya ninguna esperanza de ser correspondido. Quien se ha encontrado con Cristo ha encontrado el amigo fiel y secreto, el rostro que no juzga, la mirada que no petrifica, la mirada que no nos roba el mundo sino que nos lo entrega en cierta manera, la presencia que es acogida ilimitada. Por Cristo, con Él y en Él es siempre posible amar, porque Él nos amó cuando no merecíamos ser amados, cuando éramos "injustos y pecadores" como dice san Pablo. Y el encuentro con el rostro de Cristo nos permite permanecer en el amor, por encima de los límites de la condición humana.

Es en Cristo donde aprendemos que el amor es libre y gratuito, "Amo porque amo, amo por amar", escribe san Bernardo. Con ello nos recuerda que no hacen falta razones para amar, que lo único que hace falta para amar es tomar la decisión de amar. El amor es gratuito y su gratuidad se manifiesta en el hecho de que no necesita razones de ningún tipo para producirse. Esto también nos recuerda que el amor es un acto libre, una decisión de la libertad que, por encima de cualquier condicionamiento, decide amar, es decir afirmar al otro, trabajar para que el otro sea y vaya siendo cada vez con mayor plenitud.

Y esta permanencia en el amor, en la caridad, implica para nosotros una vulnerabilidad extrema. "Amar a alguien es convertirse en vulnerable. Esto es algo que se olvida siempre, sobre todo cuando se es joven y uno se imagina que el amor es una especie de donación maravillosa y que todo está resuelto. Es justo al revés: nada está resuelto, todo comienza. Entrar en un amor auténtico es entrar en una infinita vulnerabilidad", afirma un pensador cristiano (O. Clément). Esta vulnerabilidad extrema está expresada en el Corazón de Jesús, que mantiene abierta la llaga del costado por toda la eternidad, para significar que ese hogar que es su Corazón, está siempre abierto, que siempre se puede entrar y salir de él, porque el amor de Dios respeta infinitamente la libertad del hombre. 

Estamos llamados a amar así, a amar con el amor con que nos ama el corazón de Cristo. Y ésta es la limosna que nosotros debemos a los hombres. La diferencia entre una acción humanitaria y el amor de los cristianos es que los cristianos amamos con un amor que no es nuestro, que "ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado", cuyo nombre es caridad. Esta limosna es irrenunciable, porque o la damos nosotros o no la va a dar nadie, y es el don que, recibido, permite tomar conciencia de la inaudita dignidad de cada hombre. Cuando se cubren las necesidades materiales del hombre sin transmitirle la conciencia de su dignidad, se trata al hombre como a un animal al que se engorda para la matanza, decía Guillermo Rovirosa. Y tenía razón, porque "no sólo de pan vive el hombre".

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