VII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

19 de febrero de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lev 19, 1-2. 17-18)
  • El Señor es compasivo y misericordioso (Sal 102)
  • Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios (1 Cor 3, 16-23)
  • Amad a vuestros enemigos (Mt 5, 38-48)
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Hoy el Señor nos sigue explicando esa manera de vivir propio de los suyos, de los que le pertenecemos desde el día de nuestro bautismo, y lo hace dándonos dos “mandamientos”, dos pautas de conducta, una negativa y otra positiva, es decir, dándonos una prohibición general y un mandamiento positivo.

La prohibición general dice así: “no hagáis frente al que os agravia”. Con esta prohibición el Señor nos está indicando que no debemos actuar según la lógica de la reciprocidad que sugiere “tratar a cada uno según él nos trata”: si alguien nos trata bien, tratarlo bien, y si alguien nos trata mal, tratarlo mal.

“No hacer frente al que os agravia” no significa, desde luego, que no se pueda salir al paso de quien nos hace daño, intentar impedírselo, permanecer pasivos e inertes ante los malhechores y dejar que ellos actúen libremente. En modo alguno, antes al contrario hay que procurar impedírselo. Pero sí significa que, en nuestra actuación con respecto a ellos, no hemos de entrar en su propia lógica, no hemos de entrar en lo que podríamos llamar la “lógica del mal” que nos sugiere responder con mal al que nos hace mal, “hacer probar su propia medicina” a quien nos aplica una medicina tan desagradable. San Pablo nos lo inculcará diciéndonos: “Guardaos de devolver a alguien mal por mal; al contrario, procurad siempre el bien entre vosotros y con todos” (1Ts 5,15; Rm 12,17).

El Señor lo ilustra con una serie de ejemplos -la bofetada en la mejilla, la capa y la túnica, el acompañar durante una milla a un caminante, el que nos pide limosna y el que nos pide un préstamo- que son todos ellos deliberadamente “exagerados” para que se vea con claridad lo que Cristo nos quiere enseñar con ellos, a saber, que hemos de responder a las actitudes injustas, o por lo menos incómodas, que otros tienen con nosotros desde una lógica que no sea la de defender avariciosamente nuestro derecho y nuestro bien, sino con una magnanimidad, con una generosidad, que, en el fondo, está indicando que nuestro verdadero bien no es ese que el otro pretende u ofende, sino que es otro, que está en otra parte y que, por eso, no nos importa ceder en lo que el otro pretende.

El mandamiento positivo dice: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian”. Amar es afirmar al otro, querer que el otro sea y que, desde luego, sea según su verdad profunda, según su verdad más verdadera. Y esa verdad más profunda y verdadera no es que sea mi enemigo, sino que sea un hijo de Dios y, por lo tanto, un hermano mío. El Señor nos dice: no queráis que vuestro enemigo muera, sea destruido; quered que sea redimido, que alcance su verdadero ser de hijo de Dios. Y para conseguirlo, rezad por él. Rezar por alguien es tener esperanza para él, es creer que, por la gracia de Dios, yo podré vivir un día como hermano de aquel que ahora me quiere destruir, como le ocurrió a Ananías con Saulo, el perseguidor de los cristianos. Por tanto “si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber”, tal como ya se dijo en el libro de los Proverbios (25, 21) y retoma san Pablo en la carta a los Romanos (12, 20), porque la condición más profunda de tu enemigo no es ser tu enemigo, sino ser un hombre por quien Cristo ha muerto y que está llamado a convertirse en hermano tuyo en el Señor.

¿Cómo es posible obrar de esta manera? ¿Cómo es posible salir de la lógica de la reciprocidad (bien por bien, mal por mal) y amar al enemigo y rezar por él? La clave de todo consiste en que nuestro obrar no esté determinado por la actitud de nuestros enemigos sino por la actitud de Dios en relación a nuestros enemigos y a nosotros mismos. Y esa actitud consiste en que Dios nos hace el bien a todos, independientemente de la actitud que nosotros tengamos en relación a Él. Porque el Padre del cielo “hace salir su sol sobre malos y buenos y manda su lluvia a justos e injustos”. Nuestro comportamiento tiene que estar determinado por esta actitud de Dios y no por lo que nos hagan nuestros enemigos.
Y para que eso sea posible es imprescindible que nuestra mirada esté mucho más pendiente de Dios, de su ser y de su obrar, que de nosotros mismos y de lo que nuestros enemigos quieran hacer de nosotros. Y esto nos remite a la necesidad de la oración contemplativa, de que nuestra atención esté centrada en Dios, en su belleza, en su generosidad, en su alegría, en su obrar. Sólo mirando mucho más a Dios que a los hombres, podremos obrar así. Que el Señor nos lo conceda.