VI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

12 de febrero de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • A nadie obligó a ser impío (Eclo 15, 15-20)
  • Dichoso el que camina en la ley del Señor (Sal 118)
  • Dios predestinó la sabiduría antes de los siglos para nuestra gloria (1 Cor 2, 6-10)
  • Así se dijo a los antiguos; pero yo os digo (Mt 5, 17-37)
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El domingo pasado nos decía el Señor que, por nuestra manera de vivir según su palabra, somos la sal de la tierra y la luz del mundo. Hoy el Señor nos explica algunos contenidos de  esa forma de vivir que él nos inculca y crea en nosotros, por el don de su Espíritu Santo. Y en concreto nos habla de la manera como hemos de vivir los conflictos de la vida humana, del mundo interior de los deseos y de nuestra relación con la Verdad.

En la vida humana suelen haber conflictos y la manera más contundente de resolverlos es la eliminación del otro, la muerte de la persona con la que estamos en conflicto. Por eso la palabra de Dios, ya desde el monte Sinaí, nos dijo: “No matarás”. Sin embargo el Señor añade ahora: no basta con que no mates, tienes que eliminar de tu corazón toda maldad y de tus labios toda palabra hiriente hacia los demás, incluido, por supuesto, tu enemigo. 

La voluntad de reconciliación, de vivir en paz con todos, es una condición ineludible para que nuestra plegaria y nuestro culto sean agradables a Dios, tal como dirá san Pablo: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones” (1Tm 2,8). Esto es algo tan importante para el Señor, que nos lo inculca con una afirmación que debió impresionar mucho a sus oyentes. Pues en Israel sólo había un lugar para “poner tu ofrenda sobre el altar”, a saber, el Templo de Jerusalén, y en consecuencia volver a reconciliarse con el hermano ofendido podía suponer un viaje de muchos kilómetros. Pero es imprescindible que, “antes de comparecer ante el juez”, es decir, antes del encuentro personal, cara a cara, con Cristo, después de nuestra muerte, cada uno de nosotros haya hecho todo lo posible para reconciliarse con sus hermanos. Dios no puede reconocernos como hijos suyos, si nosotros no hacemos todo lo posible para vivir fraternalmente con sus otros hijos, que son nuestros hermanos.

En segundo lugar, el Señor nos habla del mundo interior de nuestros deseos. Y lo hace hablando de la mujer, que es, en la Biblia, la respuesta divina al problema de la soledad del hombre (“no es bueno que el hombre esté solo”, dijo Dios, después de crear a Adán), y por lo tanto es el ser deseado por excelencia. 

El Señor nos inculca que el mundo de los deseos debe ser “circuncidado”, es decir, sometido a la ley de Dios, porque sabe que el deseo en el hombre tiende fácilmente a querer poseer cuanto encuentra de bello y deseable, incluso “la mujer de tu prójimo”. Y ahí hay que detenerse, hay que frenar los ciegos impulsos del deseo y aceptar la propia condición, respetando la del prójimo. A nadie deja Dios abandonado; el hombre debe “comer con alegría su propio pan” (Qo 9,7), pero respetando siempre el pan de los demás, porque, tal como dijo san Juan Bautista, “no te es lícito tener la mujer de tu hermano” (Mc 6,18). 

Tampoco debe ser el deseo la razón para romper el matrimonio, pues la alianza conyugal entre el varón y la mujer es un signo de la alianza entre Cristo y su Iglesia (Ef 5,32), alianza que no está sometida a los vaivenes del deseo, sino que está firmemente anclada en la cruz de Cristo. 

Finalmente el Señor nos habla de nuestra relación con la verdad para inculcarnos, de nuevo, la moderación: somos demasiado pequeños para pretender apuntalar nuestra verdad, lo que nosotros honradamente vemos como verdadero, con la Verdad que es Dios. Por eso “no juréis en absoluto”, dice el Señor. Hay una desmesura latente en el hecho de querer garantizar la propia veracidad con la veracidad de Dios: el hombre debe de ser más modesto y contentarse con decir “sí o no” porque “lo que pasa de ahí viene del Maligno”.

Que el Señor nos haga fraternales y moderados, para que seamos sla de la tierra y luz del mundo. Amén.