3 de enero de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- La sabiduría de Dios habitó en el pueblo escogido (Eclo 24, 1-2. 8-12)
- El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Sal 147)
- Él nos ha destinado por medio de Jesucristo a ser sus hijos (Ef 1, 3-6. 15-18)
- El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 1-18)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
Al contemplar el misterio del niño que nos ha nacido en
Navidad, surge inevitablemente la pregunta: ¿quién es este niño, cuál es su
verdadera identidad? De él se nos dicen cosas extraordinarias, que es el
Mesías, el Señor, el Salvador, que es “maravilla de consejero”, “príncipe de la
paz”. ¿Por qué es todas estas cosas? ¿Quién es él?
A esta pregunta responde san Juan en el evangelio de hoy,
que es el prólogo de su evangelio con la mayor profundidad posible. Y su
respuesta dice: él es la palabra de Dios.
No dice que es “una” palabra de Dios, sino “la” palabra de Dios. En la historia
del pueblo de Israel Dios se ha manifestado desde el primer momento como aquel que habla; no como un Dios
silencioso y cerrado, recluido en sí mismo, inalcanzable en su silencio, sino
como el Dios que habla y comunica los designios de su corazón y hace promesas y
nos indica cuál es la actitud que espera de nosotros. Dios habló a Abraham,
nuestro padre en la fe; habló a Moisés y por su medio entregó al pueblo de
Israel las “diez palabras”, es decir, los diez mandamientos que nos indican la
manera correcta de vivir para estar en comunión con Él; habló también a través
de los profetas en muchísimas y muy distintas circunstancias de la historia de
Israel y con sus palabras advirtió, amenazó, consoló, exhortó etc. a su pueblo.
Pero ahora no nos ha dicho “una” palabra más, sino que nos ha entregado su Palabra, en singular y con mayúscula.
El
autor de la Carta a los Hebreos lo dice de la siguiente manera: “Muchas veces y
de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los
Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien
instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo” (Hb 1,1-2).
Juan lo dice afirmando que Jesús es la Palabra de Dios y haciendo tres
afirmaciones sobre ella: que es eterna e increada como Dios, que vive en
permanente unidad con Dios y que es Dios del mismo modo que Dios es Dios. Por
lo tanto el niño que nos ha nacido es Dios
es persona que ha venido a nosotros, que se ha hecho uno de nosotros. Un
acontecimiento verdaderamente inaudito.
“La
palabra se hizo carne”: así es como Juan enuncia este acontecimiento. El
término “carne” en la Sagrada Escritura no indica una parte del hombre, no
indica su cuerpo, sino el hombre en su totalidad. Pone de relieve que el hombre
es débil, caduco, un ser sometido al dolor y a la muerte. “Hacerse carne”
quiere decir que la palabra de Dios se ha hecho un verdadero ser humano, caduco
y mortal y que es así, en su fragilidad, como Él es luz y vida para los hombres
(puesto que Juan nos ha dicho que la “Palabra era la vida y que la vida era la
luz de los hombres”). Esto significa que Dios nos va a dar vida y a iluminar en la fragilidad y en la debilidad, lo
cual preanuncia el misterio de la Cruz: quien quiera ser iluminado por este
niño, por Cristo, tendrá que aceptar el misterio de la cruz, tendrá que “cargar
con su cruz” y “seguirlo” (Mt 16,24-25).
Este
hombre, Jesús, que es “la Palabra hecha carne” está “lleno de gracia y de verdad”.
En Jesús, en efecto, se nos revela la gracia
de Dios, es decir, su favor, su benevolencia, su misericordia, algo a lo que no
teníamos derecho pero que Dios, en su bondad, nos ha entregado en Cristo: “en
él tenemos por su sangre la redención, el perdón de los pecados” (Ef 1,7). Y al
mismo tiempo está “lleno de verdad” porque él mismo es la Verdad: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,4). Por
Jesús y sólo por Él, los hombres podemos conocer que Dios es “misericordia y
verdad” al mismo tiempo, que la misericordia no está reñida con la verdad ni
ésta con aquella. Por Jesús podremos también nosotros ser misericordiosos y
verdaderos, bondadosos con los hombres, pero sin ignorar la verdad de las
cosas, sin dejar de llamar a las cosas por su nombre.
A partir de ahora lo importante es encontrarse con este niño, encontrarse con Cristo, unirse a Él, vivir en comunión con Él. Ésa es la gran suerte que se puede tener en esta vida. Juan reconoce que él la ha tenido y se refiere al grupo de aquellos que comparten esa dicha con él: nosotros “hemos contemplado su gloria”, es decir, su belleza, el esplendor luminoso que procede de Él y que es el mismo esplendor que se experimenta ante la presencia de Dios. También nosotros, los que estamos aquí reunidos celebrando la eucaristía pertenecemos a ese afortunado grupo de los discípulos, de quienes contemplamos su gloria, de quienes experimentamos que, unidos a Él, crece nuestra humanidad, somos más humanos, aflora en nosotros lo que sólo Él nos puede dar: el ser misericordiosos y verdaderos al mismo tiempo. Hablar de él, darle a conocer a los demás es el mayor favor que podemos hacer a cualquier hombre. Que el Señor nos conceda sabiduría y valentía para hacerlo. Amén.