El santo y la prostituta

(En una pequeña aldea griega de Anatolia, dominada por los turcos, el pope Grigoris, párroco del lugar, elige a Manoliós, un humilde pastor, para representar a Jesús en la próxima Semana Santa. En esa misma aldea hay una viuda, Katerina, que ejerce la prostitución. Todos lo saben y todos la desprecian, aunque muchos hombres la desean y la frecuentan. Manoliós se ha alejado del pueblo y se ha unido a un grupo de cristianos perseguidos, procedentes de otro lugar, que se han refugiado en la montaña cercana a la aldea, y se deja guiar espiritualmente por el pope que los acompaña, el pope Fotis. Manoliós y Katerina se sienten misteriosamente atraídos el uno por el otro, aunque no se sabe bien la naturaleza de esa atracción, que no parece ser de orden exclusivamente sexual. Y en ese contexto, repentinamente, a Manoliós se le ha producido la lepra en pleno rostro, de tal modo que su figura se ha vuelto extremadamente repugnante.)

          Y sí, Manoliós había pasado por la ermita, había encendido la vela, y todo el día, arrodillado en la penumbra, había estado mirando a Cristo con ganas de hablarle, pero se avergonzaba, no sabía cómo expresarse…Y Cristo, desde el iconostasio, lo miraba a su vez, y también él quería hablarle, pero temía asustarlo, y guardaba silencio.

          Así pasaron el día entero, callados, el uno frente al otro, como dos enamorados cuyo corazón se desborda, pero su boca languidece y calla.

          Ya de noche, poco antes de que pasaran los tres amigos, Manoliós se levantó y besó la mano de Cristo; ya se lo habían dicho todo, ya no tenían nada que contarse, abrió la puertecita y se encaminó a la aldea.

          “He dicho lo que tenía que decir –pensaba contento-. Nos hemos puesto de acuerdo, me ha dado su bendición, voy”.

          Y bajaba alegre y aliviado el sendero.

          Se había enrollado el ancho pañuelo alrededor de la cabeza, dejando descubiertos solo los ojos. Estaba anocheciendo cuando entró en la aldea. Tomó los callejones más apartados, caminaba rápido, no encontró ni un alma. Giró en una esquina, nadie en la calle. Extendió decidido la mano y tocó a la puerta de Katerina.

          Al poco se oyeron las chinelas de la viuda en el patio.

          - ¿Quién es?-se oyó la voz fresca desde adentro.

          -Abre-respondió Manoliós, cuyo corazón había comenzado a temblar.

          -¿Quién es?-preguntó de nuevo la voz.

          -Yo, yo, Manoliós.

          De inmediato la puerta se abrió y la viuda abrió los brazos.

          -¿Eres tú, Manoliós?–dijo contenta-. ¿Qué buen viento te ha traído? Entra.

          Entró y cerró la puerta. Se asustó.

          Se detuvo, miró las dos macetas de claveles en la penumbra y los grandes guijarros blancos del patio que brillaban. Su corazón temblaba.

          -¿Por qué traes envuelta la cara?-le preguntó la viuda-. ¿Tienes miedo de que te vean? ¿Te da vergüenza? Entra. Entra, Manoliós, no tengas miedo, no te voy a comer.

          Manoliós se había quedado inmóvil, mudo, en la mitad del patio. Distinguía veladamente la cara de la viuda que irradiaba destellos, y también sus manos blancas y su pecho semidescubierto…

          Día y noche pienso en ti, Manoliós-decía la viuda-. No puedo dormir. Y si me quedo dormida, te veo en sueños…Día y noche te llamo: ¡ven!, ¡ven! ¿Y esta noche, mira, has venido! Bienvenido, Manoliós.

          -He venido para librarte de mí, Katerina-dijo tranquilo Manoliós-. Para que dejes de pensar en mí, para que ya no me llames. He venido para que sientas asco de mí, Katerina, hermana.

          -¿Qué yo sienta asco de ti, Manoliós?-gritó la viuda-. Pero si tú eres mi única esperanza en la vida. Tú, sin saberlo, sin quererlo, sin que yo lo quiera tampoco, tú eres mi salvación…No te asustes, Manoliós. No es mi cuerpo el que te está hablando, es mi alma. Porque yo también tengo alma, Manoliós.

          -Tienes encendido el candil. Vamos adentro para que me veas.

          -Vamos, dijo la viuda, y tomó a Manoliós de la mano con ternura.

          Entraron. La cama de la viuda, ancha, bellamente tendida, ocupaba toda la alcoba; encima estaba el icono de la santísima Virgen, con una lamparita pequeña de vidrio rosado enfrente. En el alto lampadario había un candil de tres picos encendido.

          -Sé fuerte, Katerina-dijo Manoliós y se colocó debajo de las tres llamas-. Acércate, mírame.

          Lo dijo, y poco a poco comenzó a desenrollar el pañuelo.

          Aparecieron los labios hinchados, agrietados, azules; luego las mejillas espumosas, partidas, de las que supuraba un  líquido espeso y amarillento que parecía pus; luego la frente abombada, muy roja, como carne viva.

          La viuda, con los ojos desorbitados, no hacía sino mirarlo…Y de pronto se llevó las manos a los ojos para no ver, se lanzó sobre Manoliós y se soltó en llanto.

          -¡Manoliós, mi Manoliós!-le decía-, ¡amor mío!

          Manoliós la retiró con delicadeza.

          -¡Mírame! ¡Mírame!-le gritó-. No llores, no me abraces. ¡Mírame!

          -¡Amor mío! ¡Amor mío!-volvió a gritar, sin querer despegarse de él.

          -¿No te doy asco?

          -¿Cómo puedes darme asco, niño mío?

          -Tengo que dártelo, Katerina, tengo que dártelo, hermana mía. Para que te salves…, para que yo también me salve.

          No quiero salvarme. Si me salvo de ti, Manoliós, estoy perdida.

          Manoliós se derrumbó sobre un banco al lado de la cama, desesperado.

          -Ayúdame, Katerina-dijo suplicante-, ayúdame a salvarme…Yo también pienso en ti, y no quiero. ¡Ayuda a mi alma para que no peque!

          La viuda se apoyó contra la pared, estaba palidísima. Miraba a Manoliós y su corazón se derretía, era como si un hijo suyo estuviera ahogándose y la llamara en medio de la noche…

          -¿Qué puedo hacer por ti, mi niño?-susurró al fin-. ¿Qué quieres que haga?

          Manoliós guardaba silencio.

          -¿Quieres que acabe con mi vida?-preguntó la viuda-. ¿Quieres que acabe con mi vida para que tú te salves?

          -¡No! ¡No!-gritó Manoliós asustado-. De ese modo tu alma se perdería, y no quiero.

          Guardaron nuevamente silencio. Y al cabo de un momento:

          -Quiero salvarte-dijo Manoliós-, solo así podré salvarme yo, hermana. De mí depende tu alma.

          -¿De ti depende mi alma, Manoliós?-gritó la viuda, y su corazón dio un vuelco-. Tómala, llévala adonde tú quieras. Piensa en Cristo. También de él dependía el alma de Magdalena.

          -¡En él pienso!-gritó Manoliós, y de pronto se sintió aliviado-. En él pienso, hermana, de día y de noche.

          -Sigue su camino, Manoliós. ¿Cómo salvó a Magdalena, la prostituta? ¿Tú sabes? Yo no sé. Haz conmigo lo que quieras.

          Manoliós se levantó.

          -Me voy. Has hablado, hermana, y me he sentido aliviado.

          -Y tú también, Manoliós, has hablado y me he sentido aliviada. Me has llamado hermana…

          Manoliós comenzó de nuevo a envolverse la cara con el ancho pañuelo. De nuevo solo sus ojos quedaron al descubierto.

          -¡Adiós, hermana!-dijo-. Volveré.

          La viuda lo tomó de nuevo de la mano, atravesaron el patio. Katerina alargó el brazo y, en medio de la oscuridad, cortó un puñado de claveles.

          -Tómalos-dijo-. Que Cristo esté contigo, Manoliós. Abrió la puerta, miró. Ni un alma en la calle.

          -No le abriré mi puerta a nadie-dijo la viuda-. ¡Esperaré a que vuelvas, Dios mediante!

          Manoliós cruzó el umbral y desapareció en la noche.

 


Autor: Nikos KAZANTZAKIS

Título: Cristo de nuevo crucificado

Editorial: Acantilado, Barcelona, 2018, (pp. 184-188)




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