Y
sí, Manoliós había pasado por la ermita, había encendido la vela, y todo el
día, arrodillado en la penumbra, había estado mirando a Cristo con ganas de
hablarle, pero se avergonzaba, no sabía cómo expresarse…Y Cristo, desde el
iconostasio, lo miraba a su vez, y también él quería hablarle, pero temía
asustarlo, y guardaba silencio.
Así
pasaron el día entero, callados, el uno frente al otro, como dos enamorados
cuyo corazón se desborda, pero su boca languidece y calla.
Ya
de noche, poco antes de que pasaran los tres amigos, Manoliós se levantó y besó
la mano de Cristo; ya se lo habían dicho todo, ya no tenían nada que contarse,
abrió la puertecita y se encaminó a la aldea.
“He
dicho lo que tenía que decir –pensaba contento-. Nos hemos puesto de acuerdo,
me ha dado su bendición, voy”.
Y
bajaba alegre y aliviado el sendero.
Se
había enrollado el ancho pañuelo alrededor de la cabeza, dejando descubiertos
solo los ojos. Estaba anocheciendo cuando entró en la aldea. Tomó los
callejones más apartados, caminaba rápido, no encontró ni un alma. Giró en una
esquina, nadie en la calle. Extendió decidido la mano y tocó a la puerta de
Katerina.
Al
poco se oyeron las chinelas de la viuda en el patio.
-
¿Quién es?-se oyó la voz fresca desde adentro.
-Abre-respondió
Manoliós, cuyo corazón había comenzado a temblar.
-¿Quién
es?-preguntó de nuevo la voz.
-Yo,
yo, Manoliós.
De
inmediato la puerta se abrió y la viuda abrió los brazos.
-¿Eres
tú, Manoliós?–dijo contenta-. ¿Qué buen viento te ha traído? Entra.
Entró
y cerró la puerta. Se asustó.
Se
detuvo, miró las dos macetas de claveles en la penumbra y los grandes guijarros
blancos del patio que brillaban. Su corazón temblaba.
-¿Por
qué traes envuelta la cara?-le preguntó la viuda-. ¿Tienes miedo de que te
vean? ¿Te da vergüenza? Entra. Entra, Manoliós, no tengas miedo, no te voy a
comer.
Manoliós
se había quedado inmóvil, mudo, en la mitad del patio. Distinguía veladamente
la cara de la viuda que irradiaba destellos, y también sus manos blancas y su
pecho semidescubierto…
Día
y noche pienso en ti, Manoliós-decía la viuda-. No puedo dormir. Y si me quedo
dormida, te veo en sueños…Día y noche te llamo: ¡ven!, ¡ven! ¿Y esta noche,
mira, has venido! Bienvenido, Manoliós.
-He
venido para librarte de mí, Katerina-dijo tranquilo Manoliós-. Para que dejes
de pensar en mí, para que ya no me llames. He venido para que sientas asco de
mí, Katerina, hermana.
-¿Qué
yo sienta asco de ti, Manoliós?-gritó la viuda-. Pero si tú eres mi única
esperanza en la vida. Tú, sin saberlo, sin quererlo, sin que yo lo quiera
tampoco, tú eres mi salvación…No te asustes, Manoliós. No es mi cuerpo el que
te está hablando, es mi alma. Porque yo también tengo alma, Manoliós.
-Tienes
encendido el candil. Vamos adentro para que me veas.
-Vamos,
dijo la viuda, y tomó a Manoliós de la mano con ternura.
Entraron.
La cama de la viuda, ancha, bellamente tendida, ocupaba toda la alcoba; encima
estaba el icono de la santísima Virgen, con una lamparita pequeña de vidrio
rosado enfrente. En el alto lampadario había un candil de tres picos encendido.
-Sé
fuerte, Katerina-dijo Manoliós y se colocó debajo de las tres llamas-.
Acércate, mírame.
Lo
dijo, y poco a poco comenzó a desenrollar el pañuelo.
Aparecieron
los labios hinchados, agrietados, azules; luego las mejillas espumosas,
partidas, de las que supuraba un líquido
espeso y amarillento que parecía pus; luego la frente abombada, muy roja, como
carne viva.
La
viuda, con los ojos desorbitados, no hacía sino mirarlo…Y de pronto se llevó
las manos a los ojos para no ver, se lanzó sobre Manoliós y se soltó en llanto.
-¡Manoliós,
mi Manoliós!-le decía-, ¡amor mío!
Manoliós
la retiró con delicadeza.
-¡Mírame!
¡Mírame!-le gritó-. No llores, no me abraces. ¡Mírame!
-¡Amor
mío! ¡Amor mío!-volvió a gritar, sin querer despegarse de él.
-¿No
te doy asco?
-¿Cómo
puedes darme asco, niño mío?
-Tengo
que dártelo, Katerina, tengo que dártelo, hermana mía. Para que te salves…,
para que yo también me salve.
No
quiero salvarme. Si me salvo de ti, Manoliós, estoy perdida.
Manoliós
se derrumbó sobre un banco al lado de la cama, desesperado.
-Ayúdame,
Katerina-dijo suplicante-, ayúdame a salvarme…Yo también pienso en ti, y no
quiero. ¡Ayuda a mi alma para que no peque!
La
viuda se apoyó contra la pared, estaba palidísima. Miraba a Manoliós y su
corazón se derretía, era como si un hijo suyo estuviera ahogándose y la llamara
en medio de la noche…
-¿Qué
puedo hacer por ti, mi niño?-susurró al fin-. ¿Qué quieres que haga?
Manoliós
guardaba silencio.
-¿Quieres
que acabe con mi vida?-preguntó la viuda-. ¿Quieres que acabe con mi vida para
que tú te salves?
-¡No!
¡No!-gritó Manoliós asustado-. De ese modo tu alma se perdería, y no quiero.
Guardaron
nuevamente silencio. Y al cabo de un momento:
-Quiero
salvarte-dijo Manoliós-, solo así podré salvarme yo, hermana. De mí depende tu
alma.
-¿De
ti depende mi alma, Manoliós?-gritó la viuda, y su corazón dio un vuelco-.
Tómala, llévala adonde tú quieras. Piensa en Cristo. También de él dependía el
alma de Magdalena.
-¡En
él pienso!-gritó Manoliós, y de pronto se sintió aliviado-. En él pienso,
hermana, de día y de noche.
-Sigue
su camino, Manoliós. ¿Cómo salvó a Magdalena, la prostituta? ¿Tú sabes? Yo no
sé. Haz conmigo lo que quieras.
Manoliós
se levantó.
-Me
voy. Has hablado, hermana, y me he sentido aliviado.
-Y
tú también, Manoliós, has hablado y me he sentido aliviada. Me has llamado
hermana…
Manoliós
comenzó de nuevo a envolverse la cara con el ancho pañuelo. De nuevo solo sus
ojos quedaron al descubierto.
-¡Adiós,
hermana!-dijo-. Volveré.
La
viuda lo tomó de nuevo de la mano, atravesaron el patio. Katerina alargó el
brazo y, en medio de la oscuridad, cortó un puñado de claveles.
-Tómalos-dijo-.
Que Cristo esté contigo, Manoliós. Abrió la puerta, miró. Ni un alma en la
calle.
-No
le abriré mi puerta a nadie-dijo la viuda-. ¡Esperaré a que vuelvas, Dios
mediante!
Manoliós
cruzó el umbral y desapareció en la noche.
Autor: Nikos KAZANTZAKIS
Título: Cristo de nuevo crucificado
Editorial: Acantilado, Barcelona, 2018, (pp.
184-188)