XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

1 de agosto de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Haré llover pan del cielo para vosotros (Éx 16, 2-4. 12-15)
  • El Señor les dio pan del cielo (Sal 77)
  • Revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios (Ef 4, 17. 20-24)
  • El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed (Jn 6, 24-35)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf


El evangelio de hoy, queridos hermanos, es un fragmento del largo discurso que Jesús hizo en la sinagoga de Cafarnaún después de haber multiplicado los panes y los peces.

Los milagros que hacía el Señor le reportaban disgustos y preocupaciones, porque él los hacía como “signos” de una realidad que era la verdaderamente importante y definitiva, la del Reino de Dios que él había venido a instaurar, y Jesús constataba que, para muchos hombres, no eran signo de una realidad ulterior y definitiva, sino que eran ya el cumplimiento de lo que anhelaban: anhelaban únicamente la satisfacción de sus necesidades materiales. De ahí el amargo reproche que hace el Señor: “Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros” (Jn 6,26). Es una manera de decir: vuestras aspiraciones no rebasan el ámbito de lo material, del hambre y de la sed del cuerpo, mientras que yo he venido para saciar el hambre y la sed de vuestro corazón. El Señor les pide –nos pide- una reorientación del deseo y del esfuerzo por satisfacerlo: “Trabajad no por el alimento que perece sino por el que perdura para la vida eterna” (Jn 6,27).

Lo que está en juego en esta cuestión es la identidad del ser del hombre, el saber si el hombre es solo un animal un poco más complejo que los demás animales, o si verdaderamente es un ser que trasciende el mundo animal porque está habitado por un deseo que nada de este mundo puede saciar, el deseo de Dios: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada sin agua” (Sal 62,2). “No es un tenue deseo el que tiene el hombre de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed”, comenta san Jerónimo. Jesús ha venido a saciar este deseo constitutivo del ser del hombre. El hambre y la sed del corazón requieren un alimento que no es material sino celestial, el “pan del cielo”. Y lo que Dios espera de nosotros es que busquemos este pan del cielo y que lo reconozcamos en su único Hijo Jesucristo, enviado por Él a nosotros: “La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6,29).

Por eso Jesús declara con toda contundencia: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás” (Jn 6,35). El hambre y la sed del corazón del hombre se manifiestan como hambre y sed de Verdad, de Bien y de Belleza, es decir, como cumplimiento y realización del deseo de conocer, de comprender (verdad), del deseo de realizar con nuestra libertad la plenitud de nuestro ser (bien) y del deseo de vivir en una armonía consigo mismo, con los demás y con el cosmos perfecta (belleza). Y Jesús pretende ser el cumplimiento de todo eso. Por eso declarará más adelante: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). El apóstol evangelista escribe camino, verdad y vida, con mayúsculas, para subrayar que no se trata de “un” camino, de “una” verdad y de “una” vida, sino de la plenitud absoluta de ellos.

La pretensión de Jesús es única en toda la historia de la humanidad. Los grandes hombres espirituales –Buda, Confucio, Lao Tse, los que escribieron los Veda etc.- han hablado todos diciendo: yo he encontrado un camino que conduce a la verdad y a la vida, y a continuación cada uno de ellos nos ha narrado lo que ha encontrado; y quienes han adherido a ese hallazgo, a esa intuición, han constituido las diferentes religiones que hay en el mundo. Pero ninguno de ellos se ha atrevido a afirmar que su propia persona fuera tanto el camino, como la meta del camino (la verdad y la vida). El único que ha hecho esta afirmación es Jesucristo y muchos creyeron –y creen- que esa es una pretensión excesiva, desmesurada: “¿Por quién te tienes a ti mismo?” (Jn 8,53) le preguntaron los judíos a Jesús, para declarar más tarde: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (Jn 10,33).

Nosotros, los cristianos, creemos que la afirmación de Jesús no es una pretensión desmesurada, porque él no es un hombre que se hace Dios, sino Dios que se ha hecho hombre, que ha venido a nosotros por su propia iniciativa. Por eso venimos todos los domingos a celebrar la eucaristía para recibirle a Él, el pan del cielo, el único que puede saciar el hambre y la sed de nuestro corazón, el único que puede dar plenitud a nuestra humanidad. Y esto no ha sido un invento nuestro, sino un don de Dios por el que le estamos muy agradecidos.