4 de julio de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Son un pueblo rebelde y reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos (Ez 2, 2-5)
- Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia (Sal 122)
- Me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 7b-10)
- No desprecian a un profeta más que en su tierra (Mc 6, 1-6)
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La cuestión central en el evangelio de
Marcos, como en los demás evangelios, es la de la identidad de Jesús, la de saber quién
es en verdad este hombre al que llamamos Jesús de Nazaret. La salvación la
alcanzan precisamente aquellos que descubre su verdadera identidad y la
confiesan abiertamente, como aquel centurión que, al ver la manera como Jesús
había expirado, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39).
Para conocer la identidad de una
persona puede ayudarnos conocer su familia, su lugar de nacimiento y sobre todo
de crecimiento, su cultura, su profesión, su círculo de relaciones. Pero todo
esto no basta. Al final cada uno manifiesta su verdadero ser, su identidad
propia, en aquello que, libremente, hace, en su manera personal de comportarse,
de hablar, de actuar, manera que puede coincidir o no coincidir con los modos y
maneras de su familia, de su pueblo, de los de su profesión etc.
Los habitantes de Nazaret conocían mejor que nadie el entramado de
relaciones familiares, vecinales y profesionales de Jesús. Sin embargo, por lo
menos en esta ocasión, no fueron capaces de reconocer su verdadera identidad.
El evangelio nos dice que ellos se hallaban confrontados a unos hechos que no respondían a ese entramado
familiar, vecinal y profesional de Jesús. Estos hechos son su sabiduría y
sus milagros. Sus paisanos veían
estos hechos, los reconocían, pero los censuraban,
puesto que pensaban en su corazón: “no puede ser”, “él es uno de los nuestros y
como ninguno de nosotros posee esa sabiduría y hace esos milagros, él tampoco
los puede hacer”. “Y desconfiaban de él”, dice el evangelio. En el fondo se
decían a sí mismos: “aquí hay trampa, esto no puede ser”.
La fe, queridos hermanos, se
fundamenta sobre los hechos; la
increencia, en cambio, sobre los prejuicios,
en base a los cuales se censura la
realidad. Los hechos provocan
preguntas que conducen (o pueden conducir) a la verdad; los prejuicios expresan sentimientos
propios, y no precisamente muy nobles, que alejan de la verdad. La fe se basa
en una atención a la realidad; la
increencia en una censura de la
realidad.
Los hechos que ofrecía (y que sigue ofreciendo) Jesús, pueden ser de
naturaleza moral o de naturaleza física. De naturaleza moral son los que
manifiestan su sabiduría. Cuando estuvo
entre los samaritanos estos le dijeron a la mujer de Samaria: “Ya no creemos
por tus palabras; que nosotros mismos le hemos oído y sabemos que éste es
verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4,42). Cuando fueron a detenerle los
guardias del Templo, por orden de los sumos sacerdotes y de los fariseos, “los
guardias volvieron a los sumos sacerdotes y los fariseos. Éstos les dijeron:
«¿Por qué no le habéis traído?» Respondieron los guardias: «Jamás un hombre ha
hablado como habla ese hombre.»” (Jn 7,45-46). De naturaleza física son, en
cambio, los milagros: el agua que se convierte en vino, para que unos novios no
sufran la humillación de que falte vino en su banquete de bodas, la tempestad
que se calma con solo su palabra, el leproso que es curado con un solo toque de
Jesús, la multitud que come hasta la saciedad con cinco panes y dos peces etc.
etc.
Los
milagros requieren la fe, suponen la fe. Porque los milagros no son
“excepciones a las leyes naturales”, como se suele decir de manera bastante
desafortunada, sino una ordenación nueva de la realidad que es posible cuando
los hombres reconocen que Jesús es el Señor de todo, que en Él está presente y
actuante el poder de Dios. Y por otro lado, fundamentan
la fe. Por eso el Señor los realiza a veces, aunque no haya apenas fe en
Él. Como en Nazaret, donde “no pudo hacer allí ningún milagro”, pero, sin
embargo, “curó algunos enfermos, imponiéndoles las manos”, según dice el
evangelio de hoy.
La censura
de la realidad se expresa diciendo “no puede ser”: no puede ser que el hombre
viva castamente y que encuentre felicidad en ello; no puede ser que el hombre
sea generoso, que comparta sus bienes y que experimente que “hay más felicidad
en dar que en recibir” (Hch 20,35), según dijo el Señor; no puede ser que alguien
no busque el poder, el dominio sobre los demás, el destacar y sobresalir, no es
posible que alguien sea de verdad humilde. “No es posible”: éste es el lenguaje
de la increencia, que no cree que existe Jesucristo, que es Dios, que nos da el
Espíritu Santo y que, por la acción del Espíritu Santo en mí, yo puedo ser de
verdad un hombre nuevo. Nosotros existimos para decir, con la palabra y sobre
todo con nuestra vida, que “es posible”.
Que el Señor nos conceda perseverar en la fe. Pero que nos siga concediendo también esa apertura a la realidad, esa pasión por los hechos, que es la actitud humana que conduce a la fe. Que nos conceda amar apasionadamente la realidad, sin censurarla, puesto que ella nos conduce a Dios. Que así sea.