XIV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

4 de julio de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Son un pueblo rebelde y reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos (Ez 2, 2-5)
  • Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia (Sal 122)
  • Me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 7b-10)
  • No desprecian a un profeta más que en su tierra (Mc 6, 1-6)
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          La cuestión central en el evangelio de Marcos, como en los demás evangelios, es la de la identidad de Jesús, la de saber quién es en verdad este hombre al que llamamos Jesús de Nazaret. La salvación la alcanzan precisamente aquellos que descubre su verdadera identidad y la confiesan abiertamente, como aquel centurión que, al ver la manera como Jesús había expirado, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39).

          Para conocer la identidad de una persona puede ayudarnos conocer su familia, su lugar de nacimiento y sobre todo de crecimiento, su cultura, su profesión, su círculo de relaciones. Pero todo esto no basta. Al final cada uno manifiesta su verdadero ser, su identidad propia, en aquello que, libremente, hace, en su manera personal de comportarse, de hablar, de actuar, manera que puede coincidir o no coincidir con los modos y maneras de su familia, de su pueblo, de los de su profesión etc.

          Los habitantes de Nazaret  conocían mejor que nadie el entramado de relaciones familiares, vecinales y profesionales de Jesús. Sin embargo, por lo menos en esta ocasión, no fueron capaces de reconocer su verdadera identidad. El evangelio nos dice que ellos se hallaban confrontados a unos hechos que no respondían a ese entramado familiar, vecinal y profesional de Jesús. Estos hechos son su sabiduría y sus milagros. Sus paisanos veían estos hechos, los reconocían, pero los censuraban, puesto que pensaban en su corazón: “no puede ser”, “él es uno de los nuestros y como ninguno de nosotros posee esa sabiduría y hace esos milagros, él tampoco los puede hacer”. “Y desconfiaban de él”, dice el evangelio. En el fondo se decían a sí mismos: “aquí hay trampa, esto no puede ser”.

          La fe, queridos hermanos, se fundamenta sobre los hechos; la increencia, en cambio, sobre los prejuicios, en base a los cuales se censura la realidad. Los hechos provocan preguntas que conducen (o pueden conducir) a la verdad; los prejuicios expresan sentimientos propios, y no precisamente muy nobles, que alejan de la verdad. La fe se basa en una atención a la realidad; la increencia en una censura de la realidad.

          Los hechos que ofrecía (y que sigue ofreciendo) Jesús, pueden ser de naturaleza moral o de naturaleza física. De naturaleza moral son los que manifiestan su sabiduría. Cuando estuvo entre los samaritanos estos le dijeron a la mujer de Samaria: “Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos le hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4,42). Cuando fueron a detenerle los guardias del Templo, por orden de los sumos sacerdotes y de los fariseos, “los guardias volvieron a los sumos sacerdotes y los fariseos. Éstos les dijeron: «¿Por qué no le habéis traído?» Respondieron los guardias: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre.»” (Jn 7,45-46). De naturaleza física son, en cambio, los milagros: el agua que se convierte en vino, para que unos novios no sufran la humillación de que falte vino en su banquete de bodas, la tempestad que se calma con solo su palabra, el leproso que es curado con un solo toque de Jesús, la multitud que come hasta la saciedad con cinco panes y dos peces etc. etc.

          Los milagros requieren la fe, suponen la fe. Porque los milagros no son “excepciones a las leyes naturales”, como se suele decir de manera bastante desafortunada, sino una ordenación nueva de la realidad que es posible cuando los hombres reconocen que Jesús es el Señor de todo, que en Él está presente y actuante el poder de Dios. Y por otro lado, fundamentan la fe. Por eso el Señor los realiza a veces, aunque no haya apenas fe en Él. Como en Nazaret, donde “no pudo hacer allí ningún milagro”, pero, sin embargo, “curó algunos enfermos, imponiéndoles las manos”, según dice el evangelio de hoy.

          La censura de la realidad se expresa diciendo “no puede ser”: no puede ser que el hombre viva castamente y que encuentre felicidad en ello; no puede ser que el hombre sea generoso, que comparta sus bienes y que experimente que “hay más felicidad en dar que en recibir” (Hch 20,35), según dijo el Señor; no puede ser que alguien no busque el poder, el dominio sobre los demás, el destacar y sobresalir, no es posible que alguien sea de verdad humilde. “No es posible”: éste es el lenguaje de la increencia, que no cree que existe Jesucristo, que es Dios, que nos da el Espíritu Santo y que, por la acción del Espíritu Santo en mí, yo puedo ser de verdad un hombre nuevo. Nosotros existimos para decir, con la palabra y sobre todo con nuestra vida, que “es posible”.

          Que el Señor nos conceda perseverar en la fe. Pero que nos siga concediendo también esa apertura a la realidad, esa pasión por los hechos, que es la actitud humana que conduce a la fe. Que nos conceda amar apasionadamente la realidad, sin censurarla, puesto que ella nos conduce a Dios. Que así sea.