Reconciliación

(En esta novela, Archibald Joseph Cronin, crea un personaje, el P. Francisco Chisholm, un sacerdote escocés, desconcertante por su peculiar carácter y su ingenuidad, que está de misionero en China, durante un periodo particularmente turbulento a causa del hambre, de la peste y de la guerra civil. En la misión que le encargan apenas hay nada y con muchos esfuerzos consigue levantar un templo, una casa parroquial, unas escuelitas y una vivienda para tres religiosas que han ido a ayudarle. La superiora de estas tres religiosas, la madre María Verónica, es una aristócrata alemana que no congenia para nada con el estilo sencillo y humilde del P. Francisco. La escena que vamos a leer sucede cuando la misión recibe la inspección eclesiástica de un sacerdote escocés preocupado por “hacer carrera” y por poder presentar estadísticas brillantes sobre conversiones, bautismos, matrimonios etc., -cosa que al P. Francisco le trae sin cuidado- que llega a la misión al día siguiente de que un terremoto haya destruido por completo el templo y dañado todo lo demás. El visitador eclesiástico, el P. Anselm Mealey, se ha comportado de manera despectiva con el P. Chisholm, cuyo trabajo no valora, y ahora se despide de camino a Japón antes de regresar a Europa) 

A la mañana siguiente se despidió el canónigo Mealey. Volvía a Nankín donde pasaría una semana en el vicariato y, desde allí, marcharía a Nagasaki para inspeccionar seis Misiones en el Japón. Ya estaba hecho su equipaje, la silla de mano que debía llevarle al junco le estaba esperando, y se había despedido de las hermanas y de los niños. Vestido para el viaje, con gafas de sol, el sombrero envuelto en gasa verde, mantuvo una conversación final con Chisholm en el recibidor. 
-¡Venga Francisco! –dijo Mealey, tendiéndole la mano de mala gana para hacer las paces-, separémonos como buenos amigos. El don de lenguas no nos ha sido concedido a todos. Creo que en el fondo tus intenciones son buenas. 
Y cogiendo una gran bocanada de aire en el pecho, añadió: 
-Es raro, pero me muero de ganas de partir. Llevo el ansia viajera en la sangre. Adiós. Au revoir. Auf Wiedersehend, Dios les bendiga a todos. 
Se echó por la cara la gasa mosquitera y subió en la silla porteadora. Los porteadores, rezongando, se agacharon, alzaron el artefacto y salieron. Al cruzar las oscilantes puertas de la Misión, Anselm agitó el pañuelo por la ventanilla. 
Al ponerse el sol, mientras daba su paseo vespertino favorito, cuando reinaba una quietud que parecía impregnarlo todo, el padre Chisholm se halló meditando entre los escombros de la iglesia. Sentado sobre un montón de escombros, recordaba a su antiguo director –en cierto modo, siempre había mirado a MacNabb con ojos de niño- y evocaba la exhortación que le hiciera aconsejándole valor . Ahora apenas le quedaba valor alguno. Las dos últimas semanas, con el esfuerzo continuo de soportar el tono condescendiente de su visita, le habían dejado exhausto. Sin embargo, quizá Anselm tuviera razón. ¿No habría fracasado ante los ojos de Dios y de los hombres? Había hecho tan poco… Y ese poco, tan costoso e indigno, casi había desaparecido. ¿Cómo podría continuar? Una intensa sensación de desesperanza le invadió. 
Sentado, con la cabeza inclinada, no oyó unos pasos a sus espaldas. La madre María Verónica tuvo que hablarle para que reparase en su presencia. 
-¿Le molesto? Francisco, bastante sorprendido, alzó la mirada. 
- No, no. Como ya ve –y no pudo reprimir una singular sonrisa-, no estoy haciendo nada. 
En la penumbra advirtió que su rostro tenía cierta palidez y que estaba bastante tensa. 
-Tengo algo que decirle –manifestó con voz cansina-. Yo… 
-Dígame. 
-Sin duda será humillante para usted. Pero me creo obligada a decírselo. Yo… lo siento. 
Al principio, las palabras salían indecisas, pero luego fueron ganando fuerza y pronto se convirtieron en un torrente. 
-Estoy profundamente disgustada por mi conducta con usted. Desde que nos conocimos me he portado de una manera bochornosa y pecaminosa. El diablo del orgullo me poseía. Siempre me ha poseído, desde niña… Ya entonces le tiraba objetos a ni niñera cuando me enfadaba. Desde hace semanas deseaba hablar con usted, pero mi orgullo me lo impedía. Y también mi odiosa terquedad. Estos diez últimos días he llorado por usted, viendo las bajezas y humillaciones de ese sacerdote, indigno de desatarle los zapatos. Padre, me odio a mí misma… Perdóneme, perdóneme… 
Su voz se perdió entre sollozos. Se postró ante él, cubriéndose el rostro con las manos. 
El cielo había perdido todo color, a excepción de cierto resplandor crepuscular tras los picos. También aquella luz se desvaneció poco a poco y la noche la envolvió. Una lágrima aislada surcó su mejilla… -
¿De modo que no se va usted de la Misión? 
-¡No, no! –respondió la monja, con el corazón desgarrado-. No, si usted me permite quedarme. Jamás he conocido a nadie a quien haya deseado servir tanto como a usted. Es usted el mejor… el espíritu más delicado que he conocido… 
-Calle, hija mía. Soy una pobre e insignificante criatura, un hombre vulgar… Estaba usted en lo cierto. 
-Tenga piedad de mí, padre –repuso ella. Sus sollozos parecían brotar, ahogados, de la tierra. 
-Y usted es una gran señora. Pero, a los ojos de Dios, los dos somos como niños. Podemos trabajar juntos, ayudarnos mutuamente… 
-Yo le ayudaré con todas mis fuerzas. Al menos puedo hacer algo en su favor. Puedo escribir a mi hermano. Él reconstruirá la iglesia y rehabilitará la Misión…, Tiene muchas posesiones y lo hará gustosamente. Pero usted ayúdeme… ayúdeme a vencer mi orgullo. 
 Siguió un largo silencio. La mujer sollozaba ahora con más suavidad. El corazón de Francisco se llenó de un gran afecto. Cogió a la madre María Verónica del brazo para ayudarla a levantarse, pero ella se negó a hacerlo. Entonces se arrodilló junto a ella y meditó en aquella noche limpia y apacible en que otro hombre pobre, común y corriente también se arrodilló entre las sombras de un huerto y ahora los contemplaba a los dos. 



Autor: A. J. CRONIN
Título: Las llaves del reino
Editorial: Palabra, Madrid, 2018, (pp. 298-300)