XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

2 de agosto de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Venid y comed (Is 55, 1-3)
  • Abres tú la mano, Señor, y nos sacias (Sal 144)
  • Ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo (Rom 8, 35. 37-39)
  • Comieron todos y se saciaron (Mt 14, 13-21)
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El evangelio de hoy, queridos hermanos, nos permite contemplar a Jesús cuando recibe la noticia de un acontecimiento doloroso, a saber, que han matado a Juan el Bautista. El Señor ante la realidad del dolor busca “un sitio tranquilo y apartado”, busca el silencio y la soledad, sin duda para entregarse a la oración y llevar ese acontecimiento doloroso al espacio en el que Cristo respira y vive, que es la relación con el Padre del cielo. Aquí encontramos ya una primera enseñanza para nosotros: ¿Cómo hemos reaccionado ante los acontecimientos dolorosos que nos han acontecido en estos últimos meses? ¿Hemos buscado, como Cristo, el silencio y la soledad para llevar todo ese dolor a la presencia de Dios en la oración y poder integrarlo en nuestra vida de una manera constructiva, en la confianza y la esperanza en Dios? Es un primer interrogante que nos lanza la Palabra de este domingo.

Sin embargo cuando Jesús llega al lugar en el que buscaba soledad y silencio se encuentra con una multitud de gente que le espera y que le busca. Y El Señor pospone su deseo de soledad y oración para atender a esas personas. Ya conocemos los sentimientos de Jesús cuando se encuentra frente a multitudes que le buscan: “Al ver tanta gente, sintió compasión de ellos, porque estaban vejados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). La mirada de Jesús percibe el dolor y la necesidad de consuelo que tienen los hombres, como también su desamparo, la carencia de solicitud y cuidado hacia ellos: “no tienen pastor”, es como decir “nadie se preocupa de sus verdaderas necesidades”. Y entonces Jesús “curó a los enfermos” para mostrarles que Dios se preocupa de ellos, que, como escribirá más tarde san Pedro, testigo de todo esto, podemos confiarle a Dios todas nuestras preocupaciones “porque él cuida de nosotros” (1P 4, 7).

Y en esa misma línea de mostrar la solicitud paternal de Dios hacia su pueblo, el Señor realiza el gesto de la multiplicación de los panes y de los peces. Este gesto nos enseña, en primer lugar, que nuestra pobreza, nuestra falta de recursos, nuestra impotencia, no son en absoluto un impedimento para que Dios haga su obra a través de nosotros. Con una sola condición: que pongamos nuestra impotencia y nuestra incapacidad en las manos de Jesús: “Traédmelos”, dice Jesús, en relación a los cinco panes y dos peces que es lo único que tienen a mano. Hay una desproporción evidente entre esos cinco panes y dos peces y los “cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños”. Pero esa desproporción no es problema si la ponemos en las manos del Señor. Entonces el bien se multiplica.

Muchas veces en la vida experimentamos la desproporción entre el desafío que tenemos delante –cuidar a un padre o a una madre que se nos va, llenar de ternura y afecto sus últimos días en la tierra- y nuestras fuerzas, nuestros deberes, nuestras obligaciones, la necesidad de seguir trabajando para llevar adelante nuestra familia. Y nos ponemos muy nerviosos. Si llevamos a Jesús esa situación, si la ponemos de verdad en sus manos, Él hará posible lo imposible y, cuando todo haya pasado, nosotros mismos nos sorprenderemos al ver todo lo que hemos sido capaces de hacer -“dadles vosotros de comer”- gracias, desde luego, a Él.

Este milagro, como todos los milagros de Jesús, constituye una “señal”, como le gusta decir a san Juan (Jn 6, 14), que apunta en una determinada dirección: la Eucaristía. Porque el Hijo de Dios no ha venido a este mundo a solucionar nuestros problemas de alimentación o de salud, sino a traernos un pan bajado del cielo que da vida eterna (cf. Jn 6, 27. 32-35). Por eso el relato de Mateo pone en boca de Jesús las palabras que la liturgia recoge en la plegaria eucarística primera para la consagración del pan: “y elevando los ojos al cielo (…) dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos”.

En los meses pasados bajo la emergencia sanitaria no nos han faltado los alimentos del cuerpo, pero durante un tiempo considerable nos ha faltado “el pan vivo bajado del cielo” que es Cristo en la Eucaristía. Que esta situación nos sirva para tomar conciencia de que el gran bien no es la salud del cuerpo sino la vida eterna que Cristo nos da, y que sepamos valorar y agradecer el don de la Eucaristía.