XXI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto


23 de agosto de 2020
(Ciclo A - Año par)







  • Pongo sobre sus hombros la llave del palacio de David (Is 22, 19-23)
  • Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos (Sal 137)
  • De él, por él y para él existe todo (Rom 11, 33-36)
  • Tú eres Pedro, y te daré las llaves del reino de los cielos (Mt 16, 13-20)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

En el evangelio de este domingo, queridos hermanos, llama la atención el hecho de que Jesús pregunta a los discípulos lo que piensan acerca de su persona.  Jesús no les ha preguntado nunca lo que piensan sobre su doctrina, qué les ha parecido, por ejemplo, el sermón de la montaña con las bienaventuranzas. Les pregunta, en cambio, sobre su persona, sobre su identidad, sobre quién es él. Y esto significa que esta cuestión es especialmente importante, que el centro de toda su obra no es su doctrina sino su persona, que el cristianismo no es, en primer lugar, adherir a una enseñanza o cumplir una moral, sino adherir a una persona, a la persona de Jesucristo.

La respuesta que da Pedro a la pregunta del Señor contiene dos afirmaciones distintas. “Tú eres el Mesías” significa tú eres el último y definitivo Rey y Pastor del pueblo de Israel, tú eres aquel en quién y por quien se cumplen las promesas hechas a los Patriarcas. “El Hijo de Dios vivo” significa tú tienes una relación única con Dios, caracterizada por el conocimiento recíproco y por la igualdad con Él,  tal como ya había dicho Jesús al afirmar: “Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo” (Mt 11, 27).

La respuesta del Señor afirma, en primer lugar, que nadie puede conocer la identidad de Jesús si no se lo revela el Padre del cielo, que para reconocer en Jesús de Nazaret al Mesías de Israel y al Hijo de Dios vivo, hace falta recibir una gracia que otorga el Padre del cielo. Como dirá el propio Señor: “Nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre” (Jn 6, 65). Lo cual nos obliga a comprender que creer no es sencillo, que la fe es un misterio en el que se junta la disposición del corazón de cada uno y la gracia que baja del cielo. Por eso oramos por los que no tienen fe para que reciban la gracia de conocer quién es Jesús y creer en él. 

En segundo lugar, la confesión de la identidad de Jesús que hace Simón, el hijo de Jonás, provoca el que el Señor le revele cuál es la verdadera identidad suya. Y lo hace cambiándole el nombre, diciéndole de este  modo que su verdadera identidad no es la de ser “Simón, el hijo de Jonás”, sino la de ser “Kephas”, en arameo, es decir, “Pedro”, la de ser la piedra sobre la cual Cristo edificará su Iglesia. Y esto vale también para cada uno de nosotros: solo encontramos nuestra verdadera identidad en la Iglesia, es decir, en el lugar donde Cristo nos ha congregado haciéndonos miembros de su Cuerpo, tal como había sido  anunciado proféticamente en los salmos: “Se dirá de Sión: ‘Uno por uno todos han nacido en ella’; el Altísimo en persona la ha fundado” (Sal 86, 5). Alcanzamos nuestra verdadera identidad identificándonos con el lugar y la misión que Cristo nos da en Sión, es decir, en su Iglesia.

En tercer lugar, el Señor le da a Pedro las llaves no de la Iglesia, sino de lo que es más que la Iglesia, del Reino de los cielos. Con lo cual nos está indicando que, aunque la Iglesia y el Reino de los cielos son realidades distintas, no son, sin embargo, separables, y por eso el que es la piedra sobre la que Cristo edifica su Iglesia, tiene poder de “atar y desatar” no solo en la tierra sino también en el cielo. El reino de Dios no puede separarse ni de Cristo ni de la Iglesia. El reino, en efecto, se hizo presente en Cristo, en su persona y en su obra. Y no puede separarse de la Iglesia, que está ordenada precisamente a su realización y es su germen, su signo y su instrumento. Aunque sea distinta de Cristo está indisolublemente unida a él y al reino. 

El que Pedro reciba las llaves no significa que Pedro sea el dueño del Reino de los cielos, sino el administrador fiel que tiene que actuar en nombre de su amo, que es Dios, “atando y desatando”, es decir, declarando lo que está prohibido y lo que está permitido, lo que es compatible y lo que es incompatible para entrar en el Reino de los cielos. Es la tarea que tienen los sucesores de Pedro, que son los Papas, mediante la cual amos entendiendo, en el desarrollo cambiante de los tiempos, lo que nos abre y lo que nos cierra las puertas del Reino de los cielos. Demos gracias al Señor por este don que ilumina nuestro caminar en la tierra.