Definición
Por el don de consejo el hombre, bajo la inspiración
del Espíritu Santo, intuye rectamente, en los casos particulares, lo que
conviene hacer en orden al fin último sobrenatural. Lo propio del don de
consejo es el estar ordenado a los casos particulares, es decir, a lo
concreto de la vida cotidiana. Así pues mediante este don ajustamos nuestros
actos al plan eterno con el que Dios gobierna el mundo. El Espíritu Santo, por
el don de consejo, nos descubre las sendas de Dios, los designios de la Providencia,
los caminos del Señor, siempre tan diferentes de nuestros caminos.
En la Sagrada Escritura encontramos numerosos episodios donde se percibe la acción del Espíritu Santo a través del don de consejo. Así, por ejemplo, en la empresa de Judit para liberar al pueblo de Dios del ejército de Holofernes, en el juicio de Salomón, en la conducta de Daniel para salvar a Susana de la calumnia de los dos viejos. Por supuesto que en Jesús el don de consejo, como todos los dones del Espíritu Santo, está presente y actuante en grado perfectísimo. Por eso sorprende la “facilidad” y la “naturalidad” con que el Señor actúa en las situaciones más comprometidas: su proceder con la mujer adúltera y sus acusadores, su silencio ante Herodes, su respuesta a quienes le preguntan si es o no es lícito pagar el tributo al César etc. También en los apóstoles vemos actuar este don como cuando Pablo hace que se enzarcen en una discusión los fariseos y los saduceos, o cuando apela al tribunal del César.
El substrato antropológico
El substrato antropológico del don de consejo es la virtud cardinal de
la prudencia, a la que este don perfecciona. La prudencia “dispone la razón
práctica a discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir
los medios adecuados para realizarlo”, afirma el Catecismo de la Iglesia
Católica (nº 1835). La prudencia se mueve en el orden de los medios; supone el
conocimiento de los fines y ella se centra en determinar, en la situación
concreta en que nos hallamos, cuáles son los medios más adecuados para caminar
hacia el fin querido.
La prudencia, advierte el Catecismo, no debe ser confundida con la timidez o el miedo, ni con la duplicidad ni la disimulación (nº 1806). A menudo se presenta la prudencia como la virtud de hallar siempre el “justo medio”. Esta visión es correcta si entendemos que el “justo medio” significa el óptimo dinámico que la situación puede dar; pero sería muy incorrecta si lo entendiéramos como equidistancia entre los extremos opuestos, o más todavía como actitud contemporizadora. La verdadera prudencia no busca “no pillarse los dedos”, sino sacar el máximo partido posible a la situación concreta en la que se está, en orden a la obtención del fin último.
Prudencia y don de consejo
La prudencia es por excelencia la virtud del jefe, de todo aquel que
tiene responsabilidad sobre otras personas. Es importantísima a nivel
individual y también a nivel familiar, profesional, político y eclesial. Por el
don de consejo, bajo la acción directa y especial del Espíritu Santo, se simplifica
el trabajo de la prudencia. Ésta, en efecto, como virtud humana que es, actúa
bajo la modalidad del juicio: juzga rectamente lo que hay que hacer en
un momento dado, guiándose por las luces de la razón, iluminada por la fe. El
don de consejo, en cambio, intuye rápidamente lo que debe hacerse bajo
el “instinto” o moción del Espíritu Santo: sus “razones” son razones divinas
que muchas veces ignora la misma alma que realiza aquel acto. Por eso el modo
de la acción es discursivo en la virtud de la prudencia e intuitivo, divino o
sobrehumano, en el don de consejo.
Es indispensable la intervención del don de consejo para perfeccionar la virtud de la prudencia. Porque hay casos en los que hay que decidir con tal rapidez que no permiten un análisis sereno de los diferentes elementos que están en juego. Así ocurre, a veces, en el ministerio sacerdotal. Y siempre es una tarea que supera las posibilidades de la virtud de la prudencia la “conciliación de los contrarios”, tantas veces necesaria en la vida: conciliar la suavidad y la firmeza, la necesidad de guardar un secreto y la necesidad de no faltar a la verdad, el trato afectuoso con la castidad más exquisita, la necesidad de silencio y vida interior y la necesidad de entregarse y servir a los demás, la prudencia de la serpiente con la sencillez de la paloma (Mt 10,16).
Algunos efectos del don de consejo
1) Nos impide confundir el bien y el
mal en los casos particulares. En
general y en abstracto es fácil y sencillo, para el alma que vive en gracia de
Dios, el distinguir el bien y el mal, la obra del Espíritu Santo y la obra del
espíritu del mal. Sin
embargo, en las situaciones concretas de la vida, es bastante fácil equivocarse
y creer que uno actúa espiritualmente cuando, en realidad, lo hace carnalmente.
La aplicación de los principios morales y antropológicos a la particularidad de
nuestra vida y de la de los demás, es una tarea en la que es muy fácil
equivocarse: uno puede creer que es “aceptación de sí mismo” lo que en realidad
es pactar con la propia maldad o debilidad; uno puede creer que está sufriendo
una purificación especial del Espíritu Santo, cuando en realidad es que no
soporta la más mínima contrariedad; uno puede creer que busca afanosamente la
perfección querida por Dios cuando en realidad es esclavo de su propia imagen y
va buscando el que los demás le tengan por santo etc. etc. No conviene olvidar
la afirmación del apóstol: Porque esos tales son unos falsos apóstoles, unos
trabajadores engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y nada tiene
de extraño: que el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Por
tanto, no es mucho que sus ministros se disfracen también
de ministros de justicia (2Co 11,13-15).
La sociedad en la que
vivimos tiende siempre a presionarnos para que elijamos lo “social y
culturalmente correcto”, independientemente de que sea o no acorde con la
Palabra de Dios. Sin embargo Cristo nos pide que permanezcamos libres en
relación a lo que socialmente se considera correcto, para que seamos fieles a
lo que nos pide el Señor: “No os acomodéis a este mundo; al contrario,
transformaos y renovad vuestro interior para que sepáis distinguir cuál es la
voluntad de Dios: lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rm 12,2).
“Discernid”, dice el Apóstol: frente a los consejos de los hombres hay que
preferir el consejo del Espíritu Santo que nos inspira las decisiones
necesarias para guardarnos del error y del pecado.
2) Nos ayuda a obrar sabiamente,
es decir, en armonía y consonancia con el plan de Dios, con el designio de
salvación que el Señor va desarrollando a lo largo de la historia. El
desarrollo concreto de este plan de salvación cualifica los diferentes momentos
de la vida humana: “Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el
cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un
tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar;
un tiempo para destruir y un tiempo para edificar; un tiempo para llorar y un
tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar; un tiempo
para tirar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazar y un
tiempo para abstenerse de abrazos; un tiempo para buscar y un tiempo para
perder; un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para rasgar y
un tiempo para coser; un tiempo para callar y un tiempo para hablar; un tiempo
para amar y un tiempo para odiar; un tiempo para la guerra y un tiempo para la
paz” (Qo 3,1-8). La percepción de la “calificación divina” de cada tiempo
concreto no es tarea fácil para el hombre, que puede muy fácilmente equivocarse
y creer, por ejemplo, que es “tiempo de coser” cuando es en realidad “tiempo de
rasgar”. Entonces el hombre puede actuar lleno de buena voluntad pero de un
modo necio. El don de consejo nos ayuda a percibir correctamente la “cualidad
divina” de cada tiempo, para obrar en consonancia con ella.
3)
Aumenta
extraordinariamente nuestra docilidad y sumisión a los legítimos superiores.
A primera vista
puede parecer paradójico que, precisamente quien posee el don de consejo, sea
quien pida consejo y lo siga obedientemente. Pero en realidad no hay más
paradoja que la del Dios bíblico, que ha querido ser un Dios que pasa a través
de los hombres, que actúa a través de ellos, que establece unas mediaciones y
se las toma, Él el primero, realmente en serio. Por eso, en perfecta coherencia
con el plan divino, el hombre guiado por el Espíritu Santo, bajo la acción del
don de consejo, se siente inclinado a pedir consejo a los legítimos
representantes de Dios en la tierra, y a obedecerles dócilmente. Así ha
ocurrido siempre en la vida de los santos, siendo, quizás, el caso más célebre
el de Santa Teresa de Jesús, a la que el propio Señor le mandaba que obedeciese
al confesor, incluso cuando el confesor le decía una cosa diferente de la que
el propio Señor le indicaba (cfr. Vida 26,5).
“Sin consejo nada emprendas, así no tendrás que arrepentirte de lo hecho”, afirma la Sagrada Escritura (Si 32,19). El hombre necesita siempre un consejo, en el orden profesional, conyugal, sentimental o personal. De ahí la conveniencia de tener un padre espiritual, pues, como afirma San Buenaventura, “el hombre no debe aconsejarse a sí mismo, sino que debe pedir el consejo a otro”.
El don de
consejo y la bienaventuranza de la misericordia
Al don de consejo corresponde, según San Agustín, la bienaventuranza
de la misericordia. No en el sentido de que produzca por sí mismo los actos de
misericordia, sino en el sentido de que los inspira: conduciéndonos por los
vericuetos de la vida concreta, a través de nuestra propia debilidad y de la
del prójimo, este don nos inclina a comprender que la actitud más correcta ante
la vida es la misericordia.
La percepción de la complejidad del hombre junto con la de la complejidad de lo concreto –que siempre está tejido por innumerables factores que escapan en gran medida a la libertad del hombre-, permite comprender que la única esperanza de salvación para el ser humano radica en la misericordia. Pues el hombre, frente a la complejidad de lo real, es un ser necio, que no “atina” con lo correcto, tal como recuerda el libro de Qohelet (8, 16-17)
La revelación del Dios de misericordia
Cuando
Moisés suplicó a Dios ver su gloria, Dios le contestó que haría pasar ante su
vista toda su bondad y que pronunciaría delante de él el nombre de Yahveh (Ex
33,18-23): Yahveh pasó por delante de él y exclamó: "Yahveh, Yahveh,
Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad (Ex
34,6). Es el propio Dios quien explica el misterioso significado de su Nombre, revelado
en Ex 3,13 ("Yo soy el que soy"), en términos de misericordia,
precisamente en el momento en que Israel acaba de cometer su mayor pecado (el
becerro de oro). El obrar de Dios a lo largo de la historia sólo se puede
entender desde esta clave de misericordia, como canta el salmo 135, que repite
en cada versículo porque es eterna su misericordia. La misericordia, más
que un atributo divino, se identifica con el ser mismo de Dios. Así lo intuyó y
lo expresó Santa Teresita al afirmar que “Dios es sólo amor y misericordia”.
La
palabra hebrea que designa la misericordia -rajamim- está emparentada
con el sustantivo rejem que significa el útero materno. Misericordia
significa, por lo tanto, un comportamiento con el prójimo semejante al de la
madre con su hijo: ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin
compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo
no te olvido (Is 49,15), dice Yahveh a su pueblo. Misericordia significa
una imposible indiferencia ante la miseria del prójimo, aunque sea el propio
prójimo el causante de su miseria. Misericordia significa cargar con la miseria
del prójimo, cualquiera que sea su causa. Exactamente como hace una madre con
la miseria de su hijo. Exactamente como le sucedió al padre de la parábola, que
cuando vio de lejos venir a su hijo conmovido, corrió, se echó a su cuello y
le besó efusivamente (Lc 15, 20).
La revelación del Dios de misericordia siempre ha sido difícil de
aceptar para los hombres, que en la estrechez de nuestro corazón preferimos, a
menudo, un dios justiciero. Así Jonás se lamentaba de la excesiva
"blandura" de Dios para con los hombres (Jon 4,1-3). Así le ocurrió
también a Juan el Bautista. Él creía en la venganza divina contra los malvados
y en la exaltación de los justos sobre los impíos. Él sentía cercano al Mesías
y pensaba que habían llegado los tiempos de restablecer por completo el orden
de las cosas según la Ley: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de
la ira inminente? (...) Y ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y
todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego (Lc 3, 7 y
9). Cuando vio cómo actuaba Jesús, sintió que no encajaba en el cuadro que él
había dibujado. De ahí su desilusión, su inquietud y sus interrogantes. Por eso
envió a sus discípulos a preguntarle: ¿Eres tú el que tiene que venir o
hemos de esperar a otro? (Mt 11,3). Jesús respondió citando al profeta
Isaías cuando enumera los diferentes signos mesiánicos, y añadiendo una
coletilla: ¡Y dichoso aquel que no halle escándalo en mí! (Mt 11,6).
La misericordia de Dios constituye, para el hombre que no ha sido
transfigurado por la gracia, un motivo de escándalo. Es necesario el trabajo
interior del Espíritu Santo en el corazón, para que el hombre pueda sintonizar
con Dios: andaré por el camino de tus preceptos, cuando me ensanches el
corazón dice un salmo. Porque el ser mismo de Dios, su perfección, se
identifica con su misericordia, como se comprende al confrontar Lc 6,36 -Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso-con Mt 5,48: Sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.
En el esquema de Santo tomas de Aquino la misericordia corresponde a la virtud de la prudencia y al don de consejo. Esto significa que está entroncada con la Sabiduría divina. Y es que el misericordioso no se resigna a la miseria de los hombres e inventa multitud de caminos para remediarla. Así se explica el comportamiento de Dios a lo largo de la historia, que no se ha cansado de inventar numerosas alianzas, con Adán, con Noé (Gn 9,8-17), con Abrahán (Gn 15 y 17), con Moisés (Ex 24), con David (2Sam 7. S1 88,21-38), con el sacerdocio (Nm 25,10-13). Y lo mismo sigue haciendo con cada uno de nosotros a lo largo de toda nuestra vida: después de cada una de nuestras caídas, contemplando nuestra miseria, repite las palabras que pronunció por boca del profeta Ezequiel: “Pero yo me acordé de la alianza pactada contigo en los días de tu juventud y renovaré contigo una alianza eterna (…) Porque seré yo quien renueve mi alianza contigo, y sabrás entonces que yo soy el Señor, para que te acuerdes y te avergüences y no te atrevas a abrir más la boca de sonrojo, cuando yo te haya perdonado todo lo que has hecho, dice el Señor Dios” (Ez 16,60.62-63). La misericordia se las ingenia de mil maneras para hacer fecunda la alianza, desarrollando una “sabiduría” que es “multiforme”, que sabe encontrar posibilidades para la gracia de Dios, en las variadas circunstancias de la vida. El don de consejo, y la virtud de la prudencia, están al servicio de esta sabiduría amorosa de Dios, que busca siempre en las circunstancias variadas y concretas de la vida, una oportunidad para la gracia.
Irían bien aquí algunas frases de Péguy sobre Dios “acechando” al hombre para salvarlo
Vulnerabilidad y transfiguración
Para
ser misericordioso se precisa una condición fundamental: hay que ser
vulnerable. La misericordia, por ser redención, es un injerto que hace pasar la
vida del fuerte al débil. Pero el injerto supone una doble herida: entre la
rama que recibe y la que da. Por tanto era menester que Dios fuera vulnerable,
como también lo somos nosotros. Hay una gran fiesta de la Iglesia que celebra
la vulnerabilidad de Dios: la fiesta del sagrado Corazón. Corazón vulnerable de
Dios, manifestado en el corazón vulnerable de Cristo.
Era menester que Jesús fuera vulnerable y quedara herido para que se manifestara, de este modo, su misericordia. A través de todas estas crisis la miseria del hombre entró en su corazón. La conoció. Tuvo experiencia de ella. Y esa miseria le pareció inaceptable al bienaventurado Hijo de Dios. De ahí aquella inmensa pasión de misericordia que se elevó en su corazón. Era preciso transfigurar a ese hombre miserable.