21 de marzo de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Haré una alianza nueva y no recordaré los pecados (Jer 31, 31-34)
- Oh, Dios, crea en mí un corazón puro (Sal 50)
- Aprendió a obedecer; y se convirtió en autor de salvación eterna (Heb 5, 7-9)
- Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto (Jn 12, 20-33)
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La vida de Jesús aparece toda ella
polarizada hacia un punto, su muerte y resurrección, que Él designa como “la
hora”. En las bodas de Caná Jesús le dijo a su madre: “Mujer, todavía no ha
llegado mi hora” (Jn 2,4). “La hora” de Jesús es simultáneamente la hora de su
muerte y de su glorificación, de su abatimiento y de su esplendor, porque “si
el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da
mucho fruto” (v. 24).
En este evangelio Jesús afirma, en
cambio, que “ha llegado la hora” de su glorificación. Y lo afirma por dos
razones: porque unos gentiles -griegos- quieren “ver a Jesús”, es decir, creer
en Él y porque esto sucede después de la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén, cuando ya estamos muy cerca de su crucifixión. “Cuando sea elevado
sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” dice el Señor (v. 32). Y Él ve, en
estos griegos, “temerosos de Dios”, que aunque no son judíos, se han convertido
al Dios de Israel y que ahora le buscan a Él, como el cumplimiento y la
plenitud de la revelación de ese mismo Dios, como los primeros brotes de esa
fecundidad espiritual que su muerte va a producir. Nosotros sabemos, en efecto,
por el libro de los Hechos de los apóstoles, que serán estos “prosélitos” los
que mejor acogerán el Evangelio cuando los apóstoles empiecen a predicarlo
después de Pentecostés.
La “hora” de Jesús va a consistir en
su muerte-resurrección, y él la llama su “glorificación”. “Glorificar” en la
Biblia significa manifestar el verdadero ser de Dios, mostrar con claridad que
Dios es Amor (1Jn 4,8). “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del
hombre” significa, pues, que por la entrega sacrificial de Jesús en la cruz, se
va a mostrar con claridad que Dios es Amor, que “tanto amó Dios al mundo que
dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que
tenga vida eterna” (Jn 3,16). El Padre
del cielo ha amado tanto a los hombres que ha entregado a su único Hijo como
“víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino
también por los del mundo entero” (1Jn 2,2). Así hemos conocido que “Dios es
Amor”, por la donación que el Padre ha hecho de su Hijo amado, por el
consentimiento amoroso con el que Jesús ha aceptado esta entrega y se ha
ofrecido al Padre en la cruz “por el Espíritu eterno”, como afirma la Carta a
los Hebreos (Hb 9,14), y así toda la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo
está implicada en el misterio de la cruz, revelando que “Dios es Amor”.
Ante la proximidad de “su hora”, el
Señor siente su alma “agitada” por la proximidad de su muerte. Como todo ser
humano, también el Señor la teme y la rehuye: se siente perturbado por su
propio destino de muerte. Pero entonces reza el Padrenuestro. Su manera de
rezarlo se resume en una frase: “¡Padre, glorifica tu nombre!” (v. 28). Con
estas palabras Jesús no se deja llevar por su propio deseo humano, sino que
acepta la voluntad de Dios, el camino que el Padre ha trazado para Él. “¡Padre,
glorifica tu nombre!” quiere decir: “Estoy de acuerdo con el significado de mi
destino, tal como Tú, Padre de bondad, lo has establecido; es más, te pido que
se cumpla, que se realice según tu voluntad”.
Y como respuesta a esta oración se oye
desde el cielo una voz que al decir “lo he glorificado y volveré a
glorificarlo”, autentifica solemnemente la postura de Jesús. Con estas palabras
el Padre del cielo está declarando que la pasión y la muerte en las que va a
entrar Jesús son, en realidad, un proceso de “glorificación”. ¿Puede el
sufrimiento y la muerte ser un proceso de “glorificación”? Sí, así lo vemos en
la vida de los santos. Pienso, por ejemplo, en san Maximiliano Kolbe: su
prisión en el búnker del hambre y su asesinato fueron una auténtica
“glorificación”, revelaron que su verdadero ser era todo él caridad. Pienso en
tantas personas de nuestra parroquia y de cualquier parte que con el
sufrimiento se vuelven más puras, más transparentes, más humildes y
disponibles: “Me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus mandatos”, dice un
salmo.
“Ahora va a ser juzgado el mundo;
ahora el Príncipe de este mundo va a ser
echado fuera” (v. 31). Cuando Jesús reza el Padrenuestro el demonio es
derrotado, es expulsado del mundo, porque el oficio del diablo es “separar” al
hombre de Dios y cuando un hombre le dice a Dios “hágase tu voluntad”, entonces
el diablo no tiene nada que hacer, está perdido, ha sido expulsado. Cuando
rezamos de verdad el Padrenuestro, cuando adherimos al camino que Dios nos va
trazando a lo largo de la vida, entonces el demonio es expulsado de nuestra
vida.
Nuestra vida, como la vida de Jesús, camina también hacia su “hora”, que es la hora de la muerte. Y también el Señor quiere que, para cada uno de nosotros, esa hora sea la de nuestra “glorificación”. Para ello hemos de preparar la hora de nuestra muerte con todos los “ahora” de nuestra vida. Vivir el momento presente en la verdad y la caridad es lo que nos prepara para nuestra hora. Y en este sentido cada “ahora” es “nuestra hora”. El verdadero desafío espiritual consiste en rezar el Padrenuestro en cada “ahora”. A la Virgen se lo pedimos al decirle que ruegue por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Amén.